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      Un segundo elemento es la temporalidad. Se requiere dotar de espacio y tiempo para realizar interacciones con la realidad y los elementos. Aunque puede ser asegurado que en cualquier condición el ser humano está generando de modo pragmático conocimiento y tecnologías, es difícil argumentar en contra que focalizar esfuerzos en empresas específicas incrementa la posibilidad de desarrollar conocimiento sobre algún fenómeno específico.

      Un tercer elemento podríamos reconocerlo de manera general como la “base de conocimiento”, que se refiere a una serie de fenómenos asociados con el conocimiento, es decir, la base de conocimientos de la realidad que se encuentran incorporados en los individuos y los conocimientos que están disponibles en el contexto histórico-espacial (sin afán de generar algún modo de idealismo o neutralidad de la ciencia). A la par, la base de conocimiento refiere a los modos de acumulación de conocimiento (incluyendo tecnologías) y sus condiciones de transmisión, así como precondiciones culturales que permiten modos específicos de generación y transmisión.

      Un cuarto elemento es la “base tecnológica y material”, con ello nos referimos a las tecnologías (como herramientas) que anteceden y están disponibles en el contexto y con las cuales pueden generarse nuevas investigaciones, así como para transformar materiales y producir nuevas variaciones de objetos. Se incluye la base material, en el sentido de la disponibilidad de elementos químicos y variedades de materiales que permiten a su vez configuraciones físicas diversas en los artefactos.

      Esos cuatro elementos pueden ser reconocidos como los componentes fundamentales para la generación de tecnología. Existe una infinidad de posibilidades dentro de dichas condiciones y en combinación entre los elementos, pero por lo general cualquier esfuerzo de creación de tecnología incorporará dichos elementos en distintas configuraciones y dimensiones.

      Habiendo sentado algunas bases para interpretar el fenómeno tecnológico, en las siguientes secciones revisaremos la política tecnológica como tal, sus principales vertientes, así como algunas problemáticas contemporáneas asociadas a ésta.

      Anotaciones sobre el estudio de la tecnología en política pública

      Una política pública relacionada con la tecnología podría abordar prácticamente cualquier fenómeno asociado con lo que definamos como tecnología. Aunque esa posición dotaría de libertad para reflexionar sobre la relación entre tecnología y su gobierno para alcanzar objetivos públicos, podría aislar de la discusión global y se podría dejar de hacer uso del conocimiento construido que nos antecede. Aunque en la subsecuente sección defenderemos la expansión de los confines de la política tecnológica tradicional, en esta sección daremos una revisión de las perspectivas predominantes en política tecnológica, la cual permitirá al lector conocer algunas de las principales discusiones teóricas que se han dado en ese campo para poder construir a partir de ellas.

      A grandes rasgos, la política pública en tecnología puede definirse como la empresa de Estado que articula distintos esfuerzos, así como instituciones y la ley para abordar a la tecnología con un fin público. Dicha definición pretendería abarcar todos los procesos asociados con la tecnología, desde su producción hasta las consecuencias de ciertas tecnologías sobre la vida; loable, aunque difícil en términos prácticos. Revisaremos otras definiciones más acotadas. Una política tecnológica también puede ser definida como “todas las intervenciones públicas que intentan influenciar la intensidad, composición y dirección de las innovaciones tecnológicas en una entidad (región, país o grupo de países)” (Foray, 2009); dicha definición acota la definición a la innovación tecnológica o al desarrollo de tecnología en una entidad específica.

      En el contexto de los países de renta media y baja, o los llamados “países menos desarrollados”, el objeto de la política tecnológica puede ser visto como:

      Resolver o mejorar problemas relacionados a la tecnología que obstaculizan el proceso de desarrollo, mientras que, al mismo tiempo, aseguran, en medida de lo practicable, que atención y recursos son dedicados para promover las contribuciones importantes que los factores tecnológicos pueden hacer (Forsyth, 1990: 8 [traducción propia]).

      Dado que las condiciones tecnológicas en los países de renta alta y el resto de los países son muy diferentes, vale la pena considerar esta definición, ya que una política tecnológica en un país de renta baja buscará el aprovechamiento de la tecnología ya existente en otras geografías, y se concentrará quizá en menor medida en desarrollar su propia tecnología.

      Desarrollo económico y política tecnológica

      Una primera racionalidad que debemos reconocer en relación con las políticas de tecnología es que comparten un marco de premisas y presuposiciones en relación con el modo de desarrollo dentro del esquema predominante (o incluso hegemónico) del Estado-nación.

      Las políticas tecnológicas se encuentran inmersas en premisas neo-ricardianas (derivadas de David Ricardo) en las que las naciones o territorios deben buscar una ventaja comparativa en la producción de bienes. Desde la perspectiva de la economía del desarrollo debe transitarse a actividades productivas que requieran mayor intensidad de conocimientos, con un doble objetivo: primero desde una perspectiva de calidad de productos para una ventaja comparativa internacional y satisfacción de mercados internos; y segundo, con la base del conocimiento social que se genera y que sienta las bases para la adaptación y la innovación para solucionar la provisión en mercados internos, es decir, solucionar problemáticas sociales internas:

      El desafío del cambio estructural consiste precisamente en avanzar en una dinámica virtuosa de coevolución entre tecnología y estructura productiva, por la que se redefinen la división internacional del trabajo y las capacidades endógenas de innovación y aprendizaje. El cambio estructural debe ir de la mano con la acumulación de nuevas capacidades (Bárcena, 2013: 36).

      Es en este sentido que la evolución de las estructuras económicas supondría la evolución de la estructura tecnológica y productiva, la cual deriva en una posición de ventaja frente a otras naciones, y a su vez satisfacer de manera más óptima las necesidades materiales dentro del país. Eso va de la mano de la capacidad organizativa del grupo (capital social) e innovación (precediendo o formándose paralelamente a las otras estructuras). En ese punto podemos observar la linealidad con la que se piensa el proceso de desarrollo económico y su asociación con la tecnología, enmarcando, hasta cierto punto, la diversidad de interpretaciones de cómo se desenvuelve dicho proceso, desde lo monetario, político o cultural.

      La racionalidad de la política tecnológica: economía neoclásica y evolucionista

      Fundamentalmente podemos encontrar dos racionalidades que justifican la existencia de una política tecnológica, aquella basada en la economía neoclásica y la perspectiva de economía evolucionista. La teoría neoclásica predominó desde los años de la postguerra hasta los años 1970, la perspectiva evolucionista ha tenido mayor auge desde la de 1980. En la literatura contemporánea, la perspectiva evolucionista se presenta como una perspectiva más aceptable para pensar la política tecnológica, aunque es una combinación de ambas mediante las cuales se sustentan dichos esfuerzos.

      La teoría económica neoclásica en general ve a la economía como un proceso que funciona con relativa circularidad con actores racionales, la cual tiende al equilibrio entre oferta y demanda, dadas las condiciones de libre mercado. Si no se alcanza ese equilibrio de mercado perfecto, se supone alguna “falla de mercado”, la cual se debería de atender (corregir) para permitir encontrar el equilibrio deseable u óptimo de Pareto. Un buen desempeño económico se juzga en su cercanía a ese óptimo teórico. Además, desde una perspectiva neoclásica, la tecnología es vista como un factor exógeno o incluso una “caja negra” (Laranja, Uyarra, Flanagan, 2008, citado por Edler y Fagerberg, 2017).

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