En las montañas de la locura. H. P. Lovecraft
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Abriéndonos paso por el hielo, que por fortuna no era ni muy grueso ni muy extenso, llegamos a aguas abiertas a 67° de latitud sur y 175° de longitud este. La mañana del 26 de octubre divisamos al sur un «atisbo de tierra», y antes de mediodía nos recorrió un escalofrío de emoción al contemplar una cadena montañosa vasta, alta y cubierta de nieve que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Por fin, habíamos encontrado un poco del gran continente desconocido y su misterioso mundo de muerte helada. Aquellos picos eran sin duda la cordillera Admiralty descubierta por Ross, y ahora tendríamos que doblar el cabo Adare y bajar costeando por Tierra Victoria hasta el lugar donde habíamos planeado instalar la base en la orilla del estrecho de McMurdo, al pie del volcán Erebus, a 77° 9’ de latitud sur.
La última etapa de la travesía fue muy impresionante y un acicate para la imaginación, con los grandes y misteriosos picos pelados que surgían constantemente por el oeste, mientras el sol de mediodía por el norte o el aún más bajo sol de medianoche por el sur rozaba el horizonte y derramaba sus rayos rojizos y neblinosos sobre la nieve blanca, el hielo azulado, los cursos de agua y las negras áreas graníticas que quedaban al descubierto en las laderas. Entre las cumbres desoladas soplaba a rachas intermitentes el terrible viento antártico; sus cadencias a veces me recordaban un vago silbido musical y casi sensitivo, cuyas notas abarcaban un registro muy amplio, y que por alguna razón mnemónica subconsciente me pareció inquietante e incluso vagamente amenazador. Aquellas escenas me recordaron los extraños y turbadores cuadros asiáticos de Nikolái Roerich, y las aún más extrañas y turbadoras descripciones de la maligna y fabulosa meseta de Leng que aparecen en el temido Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred. Luego tuve ocasión de lamentar haber hojeado aquel libro monstruoso en la biblioteca de la facultad.
El 7 de noviembre, tras haber perdido de vista temporalmente la cordillera occidental, pasamos la isla de Franklin, y al día siguiente divisamos las cimas de los montes Erebus y Terror en la isla de Ross, con la larga línea de las montañas de Parry al fondo. Ahora se extendía hacia el este la larga y blanca línea de la gran barrera de hielo, que se alzaba verticalmente hasta una altura de treinta y cinco metros como los acantilados rocosos de Quebec y señalaba el final de la navegación hacia el sur. Por la tarde entramos en el estrecho de McMurdo y fondeamos frente a la costa, a sotavento del humeante monte Erebus. El pico cubierto de escoria se alzaba tres mil ochocientos metros contra el cielo por el este, como una estampa japonesa del sagrado Fujiyama, mientras detrás se elevaba el blanco y fantasmal monte del Terror, de tres mil trescientos metros de altura y ahora extinto. Bocanadas de humo brotaban del Erebus de manera intermitente, y uno de los ayudantes graduados —un joven brillante llamado Danforth— nos mostró la lava en la ladera cubierta de nieve, al tiempo que observaba que esa montaña, descubierta en 1840, sin duda había inspirado a Poe cuando siete años más tarde escribió:
… las lavas que vierten inquietas
sus torrentes sulfurosos por el Yaanek en los extremos climas del polo
y gimen mientras ruedan por el monte Yaanek
en los reinos del polo boreal.
Danforth era un gran lector de libros raros y nos había hablado mucho de Poe, en quien yo mismo estaba interesado por la escena antártica de su único relato largo —las turbadoras y enigmáticas Aventuras de Arthur Gordon Pym—. En las desoladas orillas y en la alta barrera de hielo del fondo, miles de grotescos pingüinos graznaban y movían las aletas, y en el agua se veían numerosas focas nadando o tumbadas en los grandes témpanos que el agua arrastraba lentamente.
La madrugada del día 9, poco después de medianoche, llevamos a cabo un dificultoso desembarco en la isla de Ross a bordo de los botes más pequeños, tendimos un cabo desde cada barco y nos dispusimos a descargar los pertrechos con ayuda de un arnés. A pesar de que las expediciones de Scott y Shackleton nos habían precedido en ese mismo lugar, nuestras sensaciones al hollar por primera vez suelo antártico fueron conmovedoras y complejas. Nuestro campamento en la orilla helada, al pie de la falda del volcán, era sólo provisional: el cuartel general seguiría estando a bordo del Arkham. Desembarcamos el material de perforación, los perros, los trineos, las tiendas, las provisiones, los tanques de gasolina, el dispositivo experimental para fundir el hielo, las cámaras tanto aéreas como ordinarias, las piezas de los aeroplanos y los demás accesorios, entre ellos tres emisores portátiles de radio (aparte de los de los aviones) capaces de comunicar con el receptor del Arkham desde cualquier lugar del continente antártico. La emisora del Arkham, en contacto con el mundo exterior, enviaría nuestros reportajes a la potente estación que el Arkham Advertiser tenía en Kingsport Head, Massachusetts. Confiábamos en completar nuestra labor durante el verano antártico; pero, en caso contrario, invernaríamos en el Arkham y enviaríamos al norte al Miskatonic por suministros antes de que quedase bloqueado por el hielo. No vale la pena repetir lo que ya han publicado los periódicos sobre nuestros primeros pasos: el ascenso al monte Erebus; las exitosas perforaciones minerales en diversos puntos de la isla de Ross y la singular rapidez con que las llevó a cabo el aparato de Pabodie, incluso a través de estratos de roca sólida; las pruebas experimentales con el dispositivo para fundir el hielo; el peligroso ascenso de la gran barrera de hielo con los trineos y los pertrechos; y el montaje de los cinco enormes aeroplanos en el campamento que instalamos en lo alto de la barrera. La salud del equipo de tierra —veinte hombres y cincuenta y cinco perros de trineo de Alaska— era notable, aunque por supuesto hasta el momento no habíamos encontrado temperaturas ni ventiscas verdaderamente terribles. La mayor parte del tiempo el termómetro oscilaba entre cero y -3° o -6° C y nuestra experiencia con los inviernos de Nueva Inglaterra nos había acostumbrado a rigores parecidos. El campamento de la barrera era semipermanente y estaba destinado a ser un almacén de combustible, provisiones, dinamita y demás enseres. Sólo hacían falta cuatro aviones para trasladar el material de exploración, el quinto se quedaría en el almacén con un piloto y dos tripulantes de los barcos, para que los del Arkham pudieran llegar a donde nos halláramos en caso de que no funcionaran los demás aviones. Después, cuando no estuviésemos utilizándolos para trasladar el equipo, emplearíamos sólo uno o dos para ir y venir entre el almacén y otra base permanente instalada en la gran meseta, a novecientos o mil kilómetros en dirección sur, más allá del glaciar de Beardmore. A pesar de los relatos casi unánimes sobre los vientos y tempestades que azotan la meseta, decidimos no instalar bases intermedias y arriesgarnos en interés de la economía y la eficacia.
Las crónicas que enviamos detallan el agotador vuelo de cuatro horas sin escalas que hizo nuestra escuadrilla el 21 de noviembre por encima de la alta plataforma de hielo, entre los gigantescos picos que se alzaban al oeste y el inexplorado silencio que nos devolvía el eco de los motores. El viento sólo nos molestó un poco y la brújula nos ayudó a atravesar el único denso banco de niebla que encontramos. Cuando avistamos una enorme elevación entre los 83° y los 84° de latitud, supimos que habíamos llegado al glaciar Beardmore, el mayor valle glaciar del mundo, y que el mar helado daba paso a una costa montañosa. Por fin nos estábamos adentrando en el mundo blanco del extremo sur, muerto desde hacía eones, y antes de darnos cuenta divisamos el pico del monte Nansen, que se alzaba a lo lejos por el este hasta una altura de casi cuatro mil quinientos metros.
La exitosa instalación de la base sur sobre el glaciar, a 86° 7’ de latitud y 174° 23’ de longitud este, y las rápidas y eficaces perforaciones y voladuras llevadas a cabo en diversos sitios a los que accedimos en trineo y aeroplano, son ya historia; igual que el arduo y triunfal ascenso al