La leyenda del jinete sin cabeza y otros cuentos. Washington Irving

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La leyenda del jinete sin cabeza y otros cuentos - Washington Irving Clásicos

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después, como era de esperarse, la dama le otorgaba su mano. Ichabod, por el contrario, tenía que abrirse camino hasta el corazón de una dama coqueta, rodeada por un laberinto de caprichos y antojos, que siempre presentaban nuevas dificultades e impedimentos; y tuvo que enfrentarse a una multitud de temibles adversarios de verdadera carne y hueso, los numerosos admiradores rústicos, que asolaban cada puerta de su corazón, vigilantes y pendientes los unos de los otros, pero dispuestos a unirse en la causa común contra cualquier nuevo competidor.

      Entre ellos, el más formidable era un apasionado corpulento y rudo galán de nombre Abraham, o, según la abreviatura holandesa, Brom Van Brunt, el héroe del condado, que era conocido por sus hazañas de fuerza y valor. Tenía los hombros anchos y era muy flexible, con el cabello negro corto y rizado, y un rostro tosco pero no desagradable, con un aire mezclado entre picardía y arrogancia. Por su estructura hercúlea y la fuerza de sus extremidades había recibido el apodo de “Brom Bones”, por el que era universalmente conocido. Era famoso por su gran conocimiento y habilidad en la equitación, y era tan diestro a caballo como un tártaro. Era el primero en todas las carreras y peleas de gallos; y, con el predominio que la fuerza corporal siempre adquiere en la vida rural, lo nombraban árbitro en todas las disputas, colocaba su sombrero a un lado y comunicaba sus decisiones con un aire y un tono que no admitía contradicciones ni apelaciones. Siempre estaba listo para una pelea o una fiesta, pero tenía más un espíritu travieso que mala voluntad en su personalidad y, a pesar de su rudeza dominante, tenía en el fondo un humor alegre y ocurrente. Tenía tres o cuatro íntimos amigos, que lo veían como su modelo, y a la cabeza de los cuales recorría el estado, asistiendo a cada pleito o celebración en kilómetros a la redonda. En el invierno se distinguía por usar una gorra de piel, que ostentaba una cola de zorro, y cuando la gente en alguna reunión en la región divisaba esta conocida cresta a cierta distancia, galopando entre un grupo de diestros jinetes, siempre estaban a la espera de alguna pelea. A veces, a la medianoche, se oía a su banda pasar junto a las granjas, con gritos y alaridos, como una tropa de cosacos del Don; y las viejas damas, sobresaltadas en su sueño, escuchaban por un momento hasta que la confusión se había pasado, y luego exclamaban: "¡Ay, ahí van Brom Bones y su pandilla!" Los vecinos lo veían con una mezcla de asombro, admiración y buena voluntad; y, cuando se producía una broma pesada o una pequeña reyerta en las cercanías, siempre negaban con la cabeza, y aseguraban que Brom Bones estaba en el fondo del suceso.

      Este héroe libertino había escogido desde hacía un algún tiempo a la floreciente Katrina como objeto de sus toscas galanterías, y aunque sus juegos amorosos eran algo así como las suaves caricias y cariños de un oso, se murmuraba que ella no desalentaba por completo sus esperanzas. Por cierto, sus avances eran señales para que los candidatos rivales se retiraran, quienes no sentían ninguna inclinación por entrometerse entre un león y sus amoríos; tanto así que, cuando se veía a su caballo atado a la empalizada de Van Tassel un domingo por la noche, era una señal segura de que su amo estaba cortejando o, como se dice, "ligando", los demás pretendientes se alejaban desesperados, y llevaban su guerra a otros cuarteles.

      Tal era el formidable rival con el que Ichabod Crane tuvo que enfrentarse y, considerando todas las cosas, un hombre más robusto que él se hubiera encogido ante la competencia, y un hombre más sabio hubiera perdido la esperanza. Sin embargo, él tenía una afortunada mezcla de flexibilidad y perseverancia en su naturaleza; era en cuerpo y en espíritu como un florete maleable, pero resistente; aunque se doblaba, nunca se rompía; y aunque se arqueaba bajo la más mínima presión, aun así, en el momento en que ésta se quitaba, ¡para arriba!... estaba tan erguido y llevaba la cabeza tan en alto como siempre.

      Haber declarado la guerra abiertamente a su rival hubiera sido una locura; porque él no era un hombre que soportara ser contrariado en el amor, como tampoco lo fue Aquiles, aquel amante atormentado. Ichabod, por lo tanto, hacía sus avances en una manera tranquila y suavemente insinuante.

      Bajo la fachada de su personaje de maestro de canto realizaba frecuentes visitas a la granja; no porque tuviera algo que ver con intromisiones de los padres, que a menudo son un obstáculo en el camino de los amantes. Balt Van Tassel era un alma fácil de indulgencia; él amaba a su hija incluso más que a su pipa, y, como un hombre razonable y un excelente padre, le permitía salirse con la suya en todo. Su notable y pequeña esposa también tenía suficiente con el trabajo doméstico y el cuidado de sus aves de corral, ya que, como ella bien había observado, los patos y los gansos son tontos, y deben ser atendidos, pero las niñas pueden cuidarse a sí mismas. Así, mientras la ocupada dama se paseaba por la casa, o movía su rueda giratoria en un extremo del pórtico, Balt se sentaba a fumar su pipa de la tarde en el otro, observando los logros de un pequeño guerrero de madera que, armado con una espada en cada mano, luchaba valientemente contra el viento en el pináculo del granero. Mientras tanto, Ichabod seguía con su cortejo a la hija al lado del manantial bajo el gran olmo, o paseando en el crepúsculo, esa hora tan favorable para la elocuencia de los amantes.

      Confieso que no sé cómo se corteja y se gana el corazón de una mujer. Para mí siempre ha sido una cuestión de enigma y admiración. Algunos corazones parecen tener un solo punto vulnerable, o puerta de acceso, mientras que otros tienen mil avenidas y pueden ser capturados de mil maneras diferentes. Es una gran muestra de habilidad obtener el primero, pero es una prueba de generalato aún mayor el mantener la posesión del último, ya que el hombre debe luchar por su fortaleza en cada puerta y ventana. El que gana mil corazones comunes, por lo tanto, se gana algún renombre, pero el que mantiene una influencia indiscutible sobre el corazón de una coqueta es, de hecho, un héroe.

      Ciertamente, este no fue el caso con el temible Brom Bones; y desde el momento en que Ichabod Crane hizo sus avances, los privilegios del primero evidentemente declinaron: su caballo ya no se veía atado a la empalizada los domingos por la noche, y una enemistad mortal surgió gradualmente entre él y el preceptor de Sleepy Hollow.

      Brom, que tenía un poco de caballerosidad brava en su naturaleza, con gusto hubiera tratado el asunto como una guerra abierta y habría establecido sus pretensiones a la dama de acuerdo con el modo de los razonadores más concisos y simples, los caballeros andantes de antaño: por combate único; pero Ichabod era demasiado consciente del poder superior de su adversario para entrar en una pelea contra él; había escuchado a Bones presumir de que "doblaría al maestro de la escuela y lo pondría de adorno en un estante de su propia escuela", y era demasiado cauteloso para darle una oportunidad. Había algo extremadamente provocador en este sistema obstinadamente pacífico. A Brom no le quedaba más remedio que echar mano del cabuleo rural y hacerle pesadas bromas a su rival. Ichabod se convirtió en el objeto de la persecución caprichosa de Bones y su pandilla de jinetes rudos. Alteraron sus hasta ahora pacíficos dominios, ahumaron su escuela de canto tapando la chimenea, irrumpieron en la escuela por la noche, a pesar de sus formidables ataduras de estacas y ventanas, y pusieron todo en tal desorden que el pobre maestro empezó a pensar que todas las brujas del país celebraban ahí sus aquelarres. Pero lo que fue aún más molesto era que Brom aprovechaba todas las oportunidades para ridiculizarlo en presencia de su amante, obtuvo un perro vagabundo a quien entrenó para que gimiera de la manera más chistosa, y se lo presentó como la competencia de Ichabod, para instruirla en salmodia. Así continuaron las cosas durante algún tiempo, sin que se produjera ningún cambio concreto en las situaciones relativas de los contendientes. En una hermosa tarde otoñal, Ichabod, en un estado de ánimo pensativo, se sentó en el banquito alto desde donde solía meditar sobre todos los asuntos de su pequeño reino literario. En su mano balanceaba una férula, ese cetro de poder despótico; la vara de la justicia que descansa sobre tres clavos detrás del trono, el terror constante de los malhechores, mientras que en el escritorio que estaba ante él se podían ver diversos artículos de contrabando y armas prohibidas, decomisadas a los ociosos escuinles, como manzanas medio mordidas, pistolas, trompos, cerbatanas y legiones enteras de pajaritos de papel. Aparentemente, había habido un terrible acto de justicia recientemente infligido, ya que sus alumnos estaban muy ocupados con sus libros o susurrando detrás de ellos con un ojo puesto en el maestro; y una especie de monótona quietud reinaba en todo el salón de clase. La calma fue repentinamente interrumpida por la presencia de un negro con una chaqueta

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