Una propuesta para Amy - El amor de mi vida - Mi vida contigo. Tessa Radley
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Tomó un pañuelo de un cajón de la mesa para limpiársela. Pero luego lo pensó mejor. No se sentía con fuerzas para… tocarlo.
Se apartó de él unos centímetros.
–Lo siento mucho. No sé que me pasa, pero no consigo dejar de llorar.
Él alargó la mano hacia ella.
–Has tenido un mal día y yo tampoco he hecho mucho para…
Ella se incorporó, pero tropezó con la silla. El techo y las paredes parecieron comenzar a dar vueltas a su alrededor, como si se estuviera produciendo un terremoto.
–Heath, no me siento bien.
Le flaqueaban las piernas y la vista se le nublaba. Vio a Heath de forma borrosa acercándose a ella. Luego todo se volvió oscuro.
Capítulo Dos
Heath llamó a un médico y luego la llevó a su casa en su flamante Lamborghini.
Subió las escaleras con ella en brazos, ante la cara de sorpresa del ama de llaves, y se dirigió a la habitación de invitados.
Era la casa donde había nacido y se había criado. Amy contempló la habitación con nostalgia. La última vez que había estado allí tenía las paredes de un color azul pálido desvaído. Heath debía haberlo renovado todo. Ahora tenía un papel de rayas muy elegante de color marfil y azul.
Heath dejó a Amy suavemente sobre la cama, descorrió las cortinas y abrió las ventanas de par en par para que entrara el aire fresco del campo.
–Ya estoy bien –dijo ella cuando él se volvió–. No necesito ningún médico.
–Llamé al doctor Shortt cuando te desmayaste. No creo que tarde ya mucho en llegar.
–¿El doctor Shortt? Hace años que no me ve. Creo que la última vez fue cuando tuve la varicela.
Eso había sido a los diez años de la muerte de su madre. Recordaba que su padre se había puesto muy nervioso. Ella tenía entonces quince años. Demasiado mayor para contraer la varicela.
–¿Quién es tu médico ahora? Lo llamaré si quieres. Aunque el doctor Shortt lo ha dejado todo para venir a verte.
Estaban en esas, cuando el doctor Shortt entró en la habitación con un maletín de cuero negro. Amy lo encontró igual que la última vez. Solo tenía algunos kilos de más y unas cuantas canas en las sienes.
–Amy, pequeña, ¿qué tal estamos? –dijo el doctor Shortt a modo de saludo como si ella fuera aún una niña, y luego añadió, dirigiéndose a Heath–: Siento no haber podido estar el mes pasado en el funeral de tu hermano. Tuve una urgencia.
Heath asintió con la cabeza y el doctor Shortt volvió a fijar la atención en Amy.
–Debe haber resultado muy duro para ti, querida.
–Sí –respondió ella, sin poder reprimir las lágrimas.
–Bien, vamos a ver qué te pasa –dijo el doctor Shortt, mirando de reojo hacia la ventana donde estaba Heath–. Bajaremos en seguida.
–Heath, puedes volver a tu trabajo –replicó Amy con voz temblorosa.
–No, prefiero quedarme.
–No, aquí no.
Ella no deseaba que él estuviera presente mientras el médico la examinaba.
–Está bien, esperaré fuera.
Cuando salió por la puerta, Amy se dejó caer sobre la almohada con un suspiro de alivio.
El doctor Shortt la miró fijamente con ojos escrutadores.
–Y ahora dime, ¿cómo estás?
–Desolada –respondió ella con una leve sonrisa–. Era lo esperable tras la muerte de Roland, ¿no?
El médico emitió un pequeño gruñido y sacó un termómetro del maletín.
–¿Duermes bien?
Ella se incorporó en la cama e inclinó la cabeza para que pudiera tomarle la temperatura en el oído.
–Los primeros días, apenas conciliaba el sueño. Pero este último mes me encuentro muy cansada a todas horas.
Shortt soltó otro gruñido, miró el termómetro e hizo unos cuantos garabatos en su libreta.
–El joven Saxon me dijo que te desmayaste.
El joven Saxon. Amy sonrió al volver a escuchar esa expresión.
–No fue nada. Me puse de pie bruscamente y sentí una especie de mareo.
Ahora el doctor Shortt no emitió ningún gruñido cuando sacó el manguito de medir la tensión arterial y se lo ajustó alrededor del brazo mientras apretaba la pera.
–Umm. Algo baja –dijo el médico al cabo de unos segundos.
–¿Tengo algo malo? –replicó ella.
–Deja que te examine.
Los siguientes quince minutos se le hicieron a Amy una eternidad.
El doctor Shortt le hizo ir luego al baño para tomar una muestra de orina y analizarla.
Al cabo de un par de minutos, la miró fijamente con cara de circunstancias.
–No tienes nada, Amy. Solo estás embarazada.
–¿Cómo? No es posible –dijo ella asustada–. ¿Está seguro?
–Ese cansancio, esa fatiga, esos mareos, esa bajada de tensión… son síntomas muy claros.
–¡Dios mío! –exclamó ella, tapándose la cara con las manos–. ¿Y qué voy a hacer ahora?
El doctor Shortt le preguntó cuándo había tenido la última regla.
–El último mes no me vino y la anterior fue algo irregular. Pero pensé que sería por el estrés.
–Habrá que hacerte una ecografía. Eso nos dará una idea más exacta del estado de tu embarazo.
Amy dejó caer las manos y se mordió el labio inferior.
–Sé muy bien desde cuándo estoy embarazada.
–En todo caso, debemos confirmarlo. ¿Pensabais Roland y tú tener hijos?
–Algún día. Una vez que estuviéramos casados.
Pero no ahora. Ella no había previsto ser una madre soltera. Eso no