El grupo de los sueños de Martha Müller. David Fernández Sifres
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–Claro que es un sueño, Martha. Los sueños auténticos siempre parecen verdad.
Después, Klaus salía del iglú y se perdía en la tormenta, mientras Lothar Müller la envolvía a ella en una manta y la mecía en sus brazos fuertes de herrero, como si fuera un columpio hecho a su medida.
•5
A LA MAÑANA SIGUIENTE, Martha Müller se levantó asustada, acordándose perfectamente del sueño. Y estornudando. Y cansada. Se imaginó que era un pequeño conejo, acurrucado en el fondo de su madriguera porque hay un zorro esperando a que salga. Por ganas, se habría dado la vuelta en la cama y habría seguido durmiendo, pero sus padres la esperaban ya para desayunar. Olía a pan recién tostado.
–He soñado.
Lo dijo sin el entusiasmo de las primeras veces, dejándose caer en su silla.
Marienetta posó en la mesa la tostada a medio untar y apoyó su mano sobre la de la niña.
–¿Con el accidente?
–No. Con un iglú.
–¿Con un iglú? –intervino Lothar–. ¡Estupendo! Yo creo que esto ya está superado. Soñar con un iglú es un sueño raro, ¿verdad?
Martha asintió, al tiempo que estornudaba.
–¿Has cogido un catarro, mi vida? –preguntó su madre tocándole la frente. Miró a Lothar y frunció el ceño.
–Creo que sí.
–Normal, sueñas con iglús... –bromeó el hombre.
Martha se zafó de la mano de su madre y cogió un trozo de pan.
–Y yo estaba en bikini –añadió.
Lothar detuvo su taza de café antes de que le llegara a la boca y abrió mucho los ojos.
–Eso sí que es un sueño raro. Sí que lo es. Sí señor –dijo, y dejó finalmente que el borde de la taza apoyara en sus labios.
–Pero no te veo contenta, mi amor. ¿Es por el catarro?
Martha mordió su tostada sin ganas y negó con la cabeza.
–¿Entonces?
La niña miró la tostada y la dejó sobre el plato.
–Estaba... –se interrumpió–. Estaba Klaus.
Lothar y Marienetta se miraron. Habló él:
–Un sueño interesante...
–No puedo contarlo en clase.
–¿Cómo que no puedes contarlo?
–No me atrevo.
–¡Claro que te atreves! Además, apuesto a que a ese Klaus le gustará el sueño. ¿A que sí, Marienetta?
No dijo nada al llegar al colegio. No pensaba hacerlo. Se sentó y miró de reojo el pupitre de Klaus. No había venido. No era normal, porque Klaus no era de los que vivían en el este. Por alguna razón, empezó a inquietarse y se revolvió en el asiento, incómoda. El niño llegó cinco minutos después y sus miradas se cruzaron durante un instante. Exactamente lo que tardó Martha en bajar la cabeza.
Lo siguiente que recordaba era la voz de la señorita Ida Siekmann retumbando en las paredes de la clase. Se imaginó un derrumbe de piedra sobre una ladera de metal.
–¡Martha Müller y Klaus Brueske! ¡Despierten inmediatamente! Esto empieza a ser intolerable. Se quedan ustedes sin recreo hasta nuevo aviso –aulló, y justo en ese momento, los niños se miraron y estornudaron a la vez.
Martha no pudo evitarlo: imaginó que eran muñecas sincronizadas bailando en una caja de música.
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