Dulce venganza. Sandra Marton

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Dulce venganza - Sandra Marton Julia

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es eso de «engatusarte»? ¿Es que acaso te agarré por la nariz y te obligué a sentarte a la mesa?

      —Sabes perfectamente de lo que estoy hablando, abuela. Eres la mayor celestina de North Beach —dijo Joe, poniéndose de pie—. Aquella noche, me encandilaste con tus especialidades culinarias y luego sacaste la artillería pesada.

      —Si recuerdo bien, saqué el café.

      —Y también a Miss Italia, 1943.

      —Signora Balducci es de tu edad, Joseph —dijo la abuela, poniéndose también de pie.

      —Estaba completamente vestida de negro.

      —Es viuda.

      —Tenía una, solo una, enorme ceja que le cruzaba la frente.

      —Eran dos lo que pasa es que necesitaba depilárselas un poco —le corrigió la abuela.

      —¿Y qué me dices de los pelos que le crecían en la verruga que tenía en la barbilla? —preguntó Joe, a punto de echarse a reír—. Supongo que también tenía que depilársela un poco.

      —¿Ves? Ese es tu problema, Joseph. No hay modo de complacerte. Aquella vez que te presenté a Anna Carbone…

      —¿La jovencita hippie esa que me presentaste en el festival al que me obligaste a ir el verano pasado?

      —Yo no te obligué. Solo dije que necesitaba que me llevaras en coche. Fue una coincidencia que Anna estuviera allí. Y ella no era eso que tú dices.

      —Sí que lo era. Es un milagro que no llevara todavía los aparatos en los dientes.

      —Tenía veinte años, pero yo no te dije nada cuando tú afirmaste que era demasiado joven, ¿verdad?

      —No, efectivamente no lo hiciste. Te limitaste a esperar hasta que llegó la señora Ceja.

      —En realidad, nunca me había fijado en las cejas de Maria. No hasta aquella noche en esta cocina…

      —Sí, claro, cuando, por casualidad, la signora se presentó en la puerta con el postre. Y la verruga.

      Joe y su abuela se miraron y se echaron a reír. Él suspiró, la tomó entre sus brazos y le dio un beso en la frente.

      —De acuerdo, dámelo.

      —¿Que te dé qué?

      —Quiero saber qué regalo me vas a dar para mi cumpleaños y por qué me estás endulzando tanto antes de dármelo. ¿Va a llegar por correo exprés, traído por una señorita?

      Nonna hizo un gesto de protesta con la cara. Entonces, se apartó de él y abrió el congelador, sacando un bol.

      —Gelato. Para que sepas que tu postre no va a traerlo nadie.

      —¡Helado hecho en casa! —exclamó Joe, sentándose de nuevo—. Abuela, me estás mimando demasiado.

      La abuela sonrió y esperó hasta que él se tomó una cucharada.

      —¿Está bueno?

      —Delicioso. Creo que es el mejor que has hecho nunca.

      —Me alegro —replicó la abuela, con una astuta sonrisa—. Pero no lo he hecho yo.

      —Tienes que haberlo hecho tú —afirmó Joe—. Ni siquiera en Carbone´s hacen un helado tan bueno.

      —Tienes razón. El signor Carbone sería capaz de matar por conseguir esta receta.

      —Bueno, si no lo has hecho tú ni lo has comprado en la heladería, ¿quién…? De acuerdo —dijo él, dejando la cuchara en el bol y mirando a su abuela—. Venga, cuéntamelo. Y no nos avergüences a ninguno de los dos poniendo cara de no saber de lo que te estoy hablando.

      —Yo me preocupo por ti, Joseph —respondió la mujer, cruzando las manos encima del mantel.

      —Nonna —dijo Joe, pacientemente, sabiendo que, a pesar de todo, iban a volver a hablar de lo mismo—. Ya hemos hablado de esto antes. No me siento solo. No quiero una esposa. Estoy muy contento con mi vida.

      —¿Te acuerdas que una vez te pregunté quién te cose los botones de las camisas y quién te las plancha?

      —Y yo te respondí que lo hacen en la lavandería. Y lo hacen muy bien.

      —Sí. Y tú me dijiste que un servicio de limpieza te limpia tu casa.

      —Efectivamente. El mismo servicio que me gustaría enviarte a ti para que no te tengas que molestar en…

      —Yo prefiero limpiar mi casa yo misma —replicó la abuela—. Pero Joseph, ¿quién te hace la comida?

      —Eso te lo dije también la última vez que nos vimos —suspiró Joe, intentando armarse de paciencia—. No como en casa muy a menudo. Y, cuando lo hago, hay un montón de sitios de comida preparada cerca de casa… ¿Qué?

      La abuela estaba sonriendo. Y había algo en aquella sonrisa que le hacía a Joe querer salir corriendo sin mirar atrás.

      —He aceptado que tal vez nunca te sentirás listo para casarte, Joseph, y que te contentas conque unos extraños te planchen las camisas y te limpien la casa. Pero nunca he dejado de preocuparme por tus comidas.

      —No hay razón para preocuparse, abuela. Como bien.

      —De ahora en adelante, no tendré que preocuparme —dijo la abuela, metiéndose la mano en un bolsillo del delantal—. Feliz cumpleaños, Joe —añadió, dándole un trozo de papel.

      —¿Qué es esto?

      —Tu regalo de cumpleaños. Ábrelo.

      —No lo entiendo —observó Joe, tras hacer lo que su abuela le había dicho—. Es solo un nombre.

      —Sí. Es un nombre. Luciana Bari.

      —¿Y quién diablos es Luciana Bari?

      —No menciones esa palabra, Joseph.

      —Y tú no intentes cambiar de tema. Llevamos una hora hablando de jovencitas con tendencias hippies, viudas entradas en años y tus intentos engañosos para casarme. Si te crees que por un momento te vas a salir con la tuya…

      Los ojos de la abuela se llenaron de lágrimas. Joe le tomó la mano.

      —Abuela, abuelita… No quería decir que eras engañosa, pero, después de todo lo que hemos hablado de esto, ¿cómo te has podido pensar que me agradaría…?

      —Luciana Bari no es una mujer —dijo la abuela, con una lágrima cayéndole por la mejilla—. Es una cocinera.

      —¿Una cocinera? —preguntó Joe, ofreciéndole un pañuelo.

      —Sí. Y de mucho talento —explicó la abuela, secándose los ojos—. Ella hizo ese gelato y tú mismo has dicho que es delicioso.

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