Balada marina y otras historias. Fernando Pineda Ochoa
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Es bajo las anteriores condiciones que el autor, Fernando Pineda Ochoa, construye una vida fincada en el compromiso político. Su relato se inicia con los imborrables recuerdos de su niñez, de su adolescencia y de su juventud. Se trata en este caso de una historia teñida de experiencias que en efecto nos muestran los pormenores y conflictos de la provincia mexicana de la manera más honda. Van esclareciéndose así los problemas de una sociedad que se confronta consigo misma en el afán de encontrar soluciones a problemas ancestrales en medio de un orden político autoritario por su desapego a la Constitución, lo que se expresa con particular claridad en los años cincuenta y sesenta. Se trata de una sociedad que el autor llega a equiparar con Comala y Macondo, es decir, con aquellas realidades de nuestro ser social que incluso dieron lugar a una literatura única por cuanto se sitúan en lo que aquí se llama un mundo <<bárbaro y fantástico>>. La rigurosa descripción social y política que con ello se consigue no queda exenta, sin embargo, de rememorar también un medio geográfico compuesto por los profundos contrastes de nuestro sur.
En este sentido, Fernando Pineda Ochoa nos habla de la manera más convincente de la “magia zirandarense” para relatarnos así los dones de una tierra que, en la margen de dos ríos, resulta al mismo tiempo generosa y compleja. Sorprende al respecto el recuento pormenorizado que hace de sus encantos y sinsabores, de su cultura y de su folklore, de la sinuosidad de las líneas con que se configura su historia en la que, como él dice, se encuentra uno en laberintos donde fácilmente <<podemos trastabillar y perdernos en superficialidades>>. El autor insiste en haberse convertido en testigo de hechos <<insólitos e inverosímiles>> al situarse, como decimos, en los años cincuenta cuando da inicio la obra de lo que sería la presa La calera. A partir de ahí su experiencia de vida se convierte también en testimonio de un orden social y político arbitrario y discrecional y, por ello, siempre abierto al conflicto. Nos da cuenta entonces de la manera en que la sociedad zirandarense empieza a ser colonizada por el sistema político mexicano y los primeros paros y huelgas de los aprendices de proletarios que <<sorprendió y conmocionó la vida apacible de las familias del terruño>>.
Así, la memoria en la que se sitúa Zirándaro, aunque familiar, se vuelve testimonial por lo que a través de los avatares de la propia familia y de la sociedad zirandarense el autor da cuenta, también, de la historia de México y de la historia regional tanto como de la propia cultura del lugar. El relato está construido con tanta eficacia que uno no puede dejar de pensar, por ejemplo, en Pueblo en Vilo, una obra que toma como pretexto el propio lugar de origen para relatar la historia de nuestro país. De la misma y peculiar manera, la primera parte del presente libro es, además de un recuento familiar, una descripción fascinante de su lugar de origen para enfatizar entonces aquéllos rasgos constitutivos de la historia de México bajo los que se construye la particular estructura social e histórica de la región. Su juicio, al respecto, es agudo y certero para dar cuenta en este caso de las contradicciones de un régimen que -surgido de la revolución- se burocratizaba, no obstante la aquiescencia social y la obra en Tierra Caliente del expresidente Lázaro Cárdenas.
“El jardín de la Nueva España” es el título elegido por el autor para la segunda parte de esta obra. Es un título significativo porque quiere dar cuenta de unos años de juventud inmersos en los recuerdos de la formación escolar, sin duda aleccionadores pero también siempre cercanos al conflicto y al estallido social inherentes a un orden político ya plenamente establecido y para el que toda forma de discrepancia era un reto que sólo podía resolverse con la represión. Allí el autor decide su futuro político, en medio ya de las profundas contradicciones de un régimen cuyas prácticas arbitrarias y bárbaras fueron llevadas al seno mismo de las instituciones educativas, lo que sin duda contribuyó a definir el destino de toda una generación de estudiantes que no creyeron encontrar más alternativa que la insurrección ciudadana o, incluso de manera más abierta, el camino de la confrontación.
En las últimas dos partes el testimonio se vuelve memoria histórica y, como tal, indisociable ya de la realidad social del país. De allí la exigencia de volver a ese periodo en que la lucha política reconocía su razón de ser y sus demandas en abierta contraposición a un régimen de permanente autofestejo de la revolución ya burocratizada y, en consecuencia, de nulas realizaciones para afrontar los retos del desarrollo social y humano de México. Es la convicción –sustentada en lo anterior- lo que conduce a nuestro autor hasta una cañada a treinta minutos de Pyongyang en cuya base militar habría de llevarse a cabo la preparación político-militar que Fernando Pineda Ochoa juzgaba indispensable para alcanzar sus objetivos. Un relato que se entrelaza con experiencias guerrilleras semejantes que se produjeron durante esos años y que dan testimonio de las abiertas contradicciones sociales y políticas que han dado lugar a nuestra realidad actual.
¿Cómo no estar de acuerdo con el autor cuando reconoce como principio mismo de la existencia que la lucha de los oprimidos no puede ser sino una lucha permanente en tanto la libertad no sea una conquista social puesta en práctica en el orden político? Es a partir de ese principio que incluso adquiere razón de ser –como lo entendemos- el propio orden político, pues todo aquello que violente la dignidad y la libertad humanas constituye en realidad un cuestionamiento a la legitimidad del mismo. En este sentido, el orden político no puede ser sino un orden legítimo desde el punto de vista de la propia condición humana por cuanto se ve exigido a salvaguardar la libertad del hombre. Sin embargo, la lucha por la libertad lleva inevitablemente en su seno el permanente conflicto entre los fines y los medios, y el problema de nuestra época se centra fundamentalmente en esto último. Si bien el orden liberal resulta hoy abiertamente contrapuesto a la equidad y a las libertades sociales, el monopolio del poder por cualquier instancia, grupo o fuerza política las hace igualmente infructuosas. De esta manera, la lucha contra la opresión y la injusticia no puede pasar por alto las relaciones de poder y la legitimidad del sistema político. Nuestro autor ha hablado, en otro momento, de que todo ello exige la participación de los propios actores como sujetos y no como objetos de la historia. Se trata, a nuestro parecer, de una demanda profundamente radical de la época moderna, indisociable de la exigencia de un auténtico Estado de derecho como sustento de una democracia ciudadana.
Fernando Pineda Ochoa afronta también la experiencia carcelaria con un gran coraje, lo que incluso le permite discurrir sobre el sistema carcelario del país como una prolongación del propio orden político. Experiencia, por lo demás, que conforme a sus propias convicciones no se arredra para animarse en cambio, bajo tan peculiares condiciones, a impulsar su desarrollo personal a partir del acopio de lecturas y de reflexiones colectivas sobre las mismas. Todo ello afrontado con un ánimo tal que le permite encontrar y consolidar relaciones con personajes únicos y que sin duda dejaron también su huella en la cultura y la política del país. Se trata, en suma, de un testimonio que busca enriquecer y ampliar nuestra memoria colectiva. Generosa es su reflexión en este sentido, pues hoy da cuenta de esos hechos para esclarecer y matizar nuestro pasado político con el propósito de pensar el presente y actuar de una manera congruente con la enorme complejidad política del país, misma que parece no encontrar otra respuesta que el compromiso común y colectivo de los mexicanos para transformar el orden político de una manera tal que no siga