Jane Eyre. Charlotte Bronte

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Jane Eyre - Charlotte Bronte

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deleitar a todos los que la contemplaban y procurarle impunidad por cualquier defecto. A John nadie lo contradecía, y mucho menos castigaba, aunque retorcía el pescuezo de las palomas, mataba los polluelos, azuzaba a los perros contra las ovejas, robaba la fruta y destrozaba los brotes de las plantas más bellas del invernadero. También llamaba «vieja» a su madre y a veces la insultaba por tener la tez tan oscura, como la suya propia. La desobedecía descaradamente y a menudo rompía o estropeaba sus ropas de seda y, a pesar de todo ello, era su «cariñito». Yo no me atrevía a cometer ninguna falta; me esforzaba por cumplir con todas mis obligaciones y se me llamaba traviesa y molesta, arisca y ruin, día y noche, día tras día.

      Todavía me dolía la cabeza, que sangraba por el golpe y la caída que había sufrido. Nadie había reñido a John por pegarme sin motivo, pero yo, por haberme vuelto contra él para evitar más violencia irracional, cargaba con la desaprobación de todos.

      «¡Es injusto, es injusto!» decía mi razón, llevada por el doloroso estímulo a investirse de un poder precoz aunque pasajero. Y la resolución, igualmente espoleada, instigaba a algún resorte dentro de mí a buscar la manera de rehuir tanta opresión, como escaparme o, si eso no era posible, nunca volver a comer ni a beber y dejarme morir.

      ¡Qué consternación padeció mi alma esa fatídica tarde! ¡Qué tumulto en mi cerebro y qué insurrección en mi corazón! ¡Pero en medio de qué oscuridad y gran ignorancia se libró aquella batalla mental! No tenía respuesta a la incesante pregunta interior de por qué sufría así. Ahora, después de no quiero decir cuántos años, lo veo claramente.

      Yo era una nota discordante en Gateshead Hall. No me parecía a ninguno de los de allí, no tenía nada en común con la señora Reed ni con sus hijos, ni con la servidumbre por ella elegida. De hecho, si ellos no me querían, tampoco yo los quería a ellos. No estaban obligados a mirar con cariño a una criatura que tenía tan poco en común con todos ellos, una criatura heterogénea, tan diferente de ellos en temperamento, capacidad y propensiones, una criatura inútil, incapaz de servir sus intereses o proporcionarles placer, una criatura odiosa, que alimentaba sentimientos de indignación por su trato y de desprecio por sus criterios. Sé que, de haber sido una niña optimista, brillante, desenfadada, exigente, guapa y juguetona, aunque hubiese sido igualmente desvalida y una carga, la señora Reed habría aguantado más complacida mi presencia. Sus hijos habrían abrigado hacia mí mayores sentimientos de cordialidad, y las criadas habrían estado menos dispuestas a convertirme siempre en chivo expiatorio.

      La luz del día empezó a abandonar el cuarto rojo. Eran más de las cuatro, y la tarde nubosa cedía ante el crepúsculo gris. Oía la lluvia batirse sin cesar contra la ventana de la escalera, y el viento aullar en el bosquecillo de detrás de la casa. Por momentos me iba quedando helada como la piedra y empecé a descorazonarme. Mi estado habitual de humillación, inseguridad y profunda depresión apagó las brasas de mi ira disminuida. Todos decían que era mala y quizás tuvieran razón. ¿Acaso no acababa de pensar en dejarme morir de inanición? Eso sí era un delito. ¿Merecía morir? ¿Era un destino atractivo la cripta bajo el presbiterio de la iglesia de Gateshead? En esa cripta, tenía entendido, yacía el señor Reed y este recuerdo lo trajo a mi mente y pensé en él cada vez con más espanto. No lo recordaba, pero sabía que había sido tío mío, hermano de mi madre, que me había acogido en su casa al quedarme huérfana, y en su última hora había exigido a la señora Reed que prometiese criarme y educarme como uno de sus propios hijos. Probablemente la señora Reed considerase que había mantenido su promesa y realmente creo que lo había hecho en la medida de sus posibilidades. Pero ¿cómo iba a querer a una extraña de otra sangre después de la muerte de su marido, por comprometida que estuviese? Debía de ser de lo más irritante encontrarse obligada por una promesa impuesta a hacer de madre a una niña rara a la que no era capaz de amar, y ver a una forastera poco simpática entrometiéndose permanentemente en su grupo familiar.

      Se me ocurrió un pensamiento singular. No tenía ninguna duda de que, de haber seguido vivo, el señor Reed me habría tratado con afecto. Ahora, al mirar la cama blanca y las paredes oscuras, echando de vez en cuando una ojeada fascinada al espejo de brillo apagado, empecé a recordar las historias que había oído sobre los muertos inquietos en sus tumbas por la violación de sus últimos deseos, que regresaban a la tierra para castigar a los perjuros y vengar a los oprimidos. Y pensé que el espíritu del señor Reed, molesto por los agravios sufridos por la hija de su hermana, podía salir de su morada en la cripta de la iglesia o en el mundo desconocido de los muertos, y alzarse ante mí en esta habitación. Enjugué mis lágrimas y acallé mis sollozos, temerosa de que una señal de pena extremada pudiera despertar una voz sobrenatural para que me consolase, o llamar de las tinieblas un rostro resplandeciente para inclinarse sobre mí con extraña lástima. Esta idea, aunque en teoría era un consuelo, me pareció que sería terrible si se hacía realidad. Intenté con todas mis fuerzas reprimirla, procuré ser fuerte. Sacudiendo la cabeza para quitarme el cabello de los ojos, levanté la cabeza e intenté mirar intrépida por la habitación. En ese momento apareció una luz en la pared. Me pregunté si era un rayo de luna que penetraba por algún resquicio de la persiana. Pero no; la luz de la luna no se movía, y esta sí; ante mis ojos, se deslizó por el techo y tembló encima de mi cabeza. Ahora puedo suponer que este haz de luz probablemente fuera el reflejo de una linterna de alguien que cruzaba el jardín, pero entonces, con la mente propensa a abrigar ideas de horror y con los nervios sacudidos por la agitación, creí que la luz móvil y veloz era el mensajero de una aparición del más allá. Me latía rápidamente el corazón, me ardía la cabeza; mis oídos se llenaron con un sonido que me pareció el batir de alas, sentí algo junto a mí, me sentí oprimida, ahogada; mi resistencia se derrumbó. Corrí hasta la puerta y la sacudí desesperadamente. Se acercaron pasos apresurados por el corredor, giró la llave y entraron Bessie y Abbot.

      —Señorita Eyre, ¿está enferma?

      —¡Qué ruido más espantoso! ¡Me ha atravesado! —exclamó Abbot.

      —¡Sacadme de aquí! ¡Llevadme al cuarto de los niños! —grité.

      —¿Por qué? ¿Se ha hecho daño? ¿Ha visto algo? —preguntó de nuevo Bessie.

      —Oh, he visto una luz y pensaba que venía un fantasma —había cogido la mano de Bessie y ella no la apartó.

      —Ha gritado adrede —declaró Abbot, con cierto desprecio—. Y ¡qué grito! De haber sufrido un gran dolor, se le podría perdonar, pero solo quería traemos a todos aquí. Conozco sus tretas.

      —¿Qué sucede aquí? —preguntó otra voz autoritaria, y se acercó por el corredor la señora Reed, su tocado agitado por la prisa y sus ropas crujiendo tempestuosamente—. Abbot y Bessie, creía haber dado instrucciones de que Jane Eyre permaneciese en el cuarto rojo hasta que acudiera yo misma.

      —La señorita Jane gritó muy fuerte, señora —dijo Bessie suplicante.

      —Dejadla ir —fue la respuesta—. Suelta la mano de Bessie, niña; no te vas a librar de esta manera, te lo aseguro. Odio los engaños, especialmente los de los niños. Es mi deber enseñarte que tus trucos no funcionarán. Ahora te quedarás una hora más, y solo en el caso de total sumisión y tranquilidad te dejaré salir.

      —Oh, tía, ¡piedad! ¡Perdóneme! No puedo soportarlo, ¡castígueme de alguna otra manera! Me moriré si…

      —¡Silencio! Esta violencia me repugna —y seguro que era verdad. A sus ojos, yo era una actriz precoz; me consideraba realmente un compendio de pasiones virulentas, un espíritu innoble y de duplicidad peligrosa.

      Habiéndose retirado Bessie y Abbot, la señora Reed, hastiada de mi angustia ya frenética y mis sollozos incontrolados, me empujó bruscamente y cerró la puerta con llave, sin más palabras. La oí alejarse y, poco después de que se hubo marchado, supongo que sufrí una especie de

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