La escuela que dejó de ser. Xavier Massó Aguadé
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Entre los muchos méritos de este libro no es el menor el proporcionarnos algunas herramientas terminológicas para abordar el análisis del territorio educativo. De especial relevancia en el contexto actual es la precisión quirúrgica con la que el autor explica cómo la educación ha sido puesta al servicio de los intereses puramente mercantiles y cómo esto ha sido posible por la confluencia entre los fieles de la iglesia de la «buena nueva educativa» y los promotores de la teocnología, definida como «una nueva forma de teología instrumental con las nuevas tecnologías como pretexto», una confluencia que nos remite a las raíces teológicas que, de forma secularizada, siguen operando en este ámbito. El planteamiento sobre el economismo o fragmentación en diferentes productos de lo «educativo» para su comercialización, como paso previo y necesario para la implantación de la concepción economicista de la educación, con la consiguiente destrucción de su sentido previo, es una de las mejores aportaciones del libro. Pero si esta perversión ha sido posible es debido, por encima de todo, al abandono cómplice de los poderes públicos cuyo deber es la protección de instituciones como la escuela pública. Sin embargo, el sistema educativo ha sido vaciado progresivamente de su función esencial y vertebradora de todas las demás, la transmisión de conocimientos para la formación de ciudadanos críticos (y, también, cómo no, de profesionales cualificados), siendo sustituida por una suerte de educación caritativa de carácter asistencial en lo emocional. Emulando la leyenda del posadero de Eleusis, un tal Procusto, nuestros representantes políticos recortan metódicamente, con cada nueva reforma legislativa, las dimensiones del saber y con ello las posibilidades del alumnado de llegar a ser ciudadanos autónomos y críticos. Es un ejercicio de traición histórica no solo a la escuela y al conocimiento, sino a los más elementales deberes de cualquier representante público para con sus representados. En una labor de pura psicopatía que, se dice, tiene como fin responder a las necesidades de los alumnos, se les falta al respeto y se les condena a la indigencia intelectual con un «discurso amable» que queda, en las páginas finales, más que suficientemente desmontado y denunciado en sus perniciosos efectos.
Para los que leemos mucho y escribimos menos, pues la maestría en la escritura que demuestra el autor está reservada para unos pocos privilegiados, El fin de la educación es un libro engañosamente ligero, que parece corto. No lo es y es necesario que no lo sea. Lo que dice está expresado con una precisión y un ritmo difíciles de encontrar en un texto especializado, al menos sobre educación. Es, de hecho, un texto que permite a cualquiera interesado en las cuestiones educativas, sea especialista o no, sumergirse críticamente en las falacias y en los mitos educativos. Ejercicio necesario para apreciar lo que vale el conocimiento por sí mismo y para ser conscientes del peligro que corre una institución que creíamos ganada para la ciudadanía, como la escuela pública, y que estamos perdiendo. No cambiaríamos ni una coma, ni una expresión, ni una metáfora, ni un argumento, solo nos queda el reconocimiento agradecido de que su lectura nos ha ayudado a la mejor comprensión de los problemas educativos y nos ha dado argumentos para la defensa ilustrada de la escuela pública. Esperamos que así sea también para el lector que está a punto de aventurarse en las magníficas páginas que siguen.
Carlos Fernández Liria
Olga García Fernández
Enrique Galindo Ferrández
Noviembre de 2020
A Eva
La educación es una función tan natural y universal
de la comunidad humana, que por su misma evidencia
tarda mucho tiempo en llegar a la plena conciencia
de aquellos que la reciben y practican.
(Werner Jaeger, Paideia; los ideales de la cultura griega, 1947)
Introducción
La pedagogía de la sospecha
En una conocida metáfora, Ludwig Wittgenstein[1] comparó su propia obra con la escalera de mano que nos ha servido para subir a un nivel superior y que hay que arrojar una vez utilizada: cumplida su función, ha perdido cualquier utilidad y hasta se ha convertido en un estorbo para movernos por el nuevo nivel al que nos permitió acceder. Una metáfora que parece directamente inspirada en la situación actual de nuestros sistemas educativos, a poco que admitamos que toda innovación comporta el desplazamiento de aquello a lo que esta viene, total o parcialmente, a substituir.
Porque lo cierto es que la mayoría de sistemas educativos del ámbito cultural occidental se encuentran desde hace unos cuantos años en estado de innovación permanente, sin aparente solución de continuidad. Nuevas ideas y metodologías pedagógicas se aplican de manera recurrente y constante, desplazando a las anteriores, como respuesta a las supuestas insuficiencias de los «clásicos» modelos académicos propios de las instituciones escolares. Incluso en un país que, como Finlandia, obtenía los mejores resultados en los informes PISA[2], la fiebre innovadora acabó imponiéndose hasta «conseguir» una espectacular caída de puntuación[3] que, a su vez, justificó «nuevas» innovaciones, la cuales, a su vez… etc. En ocasiones, como en el caso de España, y muy particularmente, dentro de España, en Cataluña, este síndrome innovador ha adquirido proporciones enfermizas.
La innovación se presenta como justificada en sí misma y por sí misma. Incluso aunque no tenga nada de «nueva», lo que suele ser el caso, se nos ofrece como el talismán educativo que nos llevará hasta la Arcadia pedagógica prometida que tanto se nos resiste. Y si no es la comprensividad, será la inclusividad, o el aprendizaje basado en proyectos, o estos mismos «proyectos» evaluados cualitativamente, o la educación por competencias, o las adaptaciones curriculares personalizadas, o la abolición de las materias que no «gusten», o la inclusión de otras nuevas, o su impartición en lengua inglesa, o… en fin, la próxima innovación aún por pergeñar.
El delirio innovador ha llegado hasta tales extremos que, parafraseando el famoso texto inicial del Manifiesto Comunista[4], bien podemos decir que un fantasma recorre las escuelas, el fantasma de la innovación pedagógica… Cabe preguntarse entonces si con tanto frenesí arrojadizo no habremos estado echando por la borda, junto a las viejas e inservibles escaleras, travesaños indisolublemente ligados a la propia noción de enseñanza, que es, sería de suponer, el objetivo y la razón de ser del sistema educativo. Porque, de ser así, no se trataría entonces de simples remedos aplicados según el conocido método consistente en «dar palos de ciego», sino de un cuestionamiento de la propia idea de sistema educativo. Y algo de esto parece haber.
Hay en general un amplio consenso social en que el sistema educativo está en crisis; en que no cumple con las funciones, las necesidades, los requisitos y las expectativas que tiene encomendadas y que se esperan de él. En definitiva, la sociedad parece percibir que como mínimo una buena parte de lo que se hace en las instituciones escolares, y cómo se hace, ni interesa a nadie ni tiene utilidad alguna para sus usuarios, a saber, la población escolar, el alumnado. La institución escolar, basada en el modelo académico, suele verse también como una estructura anacrónica de corte decimonónico, incapaz de dar respuesta coherente a estas expectativas: es memorística, jerarquizada, compartimentada, intelectualizada, basada en clases magistrales, en exámenes, en deberes… un anacronismo que chirría al contacto con la compleja realidad social del siglo XXI.
Cualquiera