De mentes y dementes. AA.VV
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De acuerdo con varios estudios en los que se compara una cultura con otra, los desórdenes de personalidad ocurren con mayor frecuencia en los países industrializados que en los menos desarrollados, donde tienden a predominar los lazos sociales más estrechos. En las comunidades de familias grandes o pueblos pequeños, los papeles están definidos con claridad y los supuestos desórdenes evolucionan lentamente, si es que se presentan. Como si fuera un capullo, la comunidad garantiza que ninguna persona pueda experimentar el aislamiento o una sensación de inutilidad; por contraste, la vida en el Occidente moderno y desarrollado es frenética e incierta, y quizá sea este tipo de desórdenes de la personalidad el precio que pagamos por nuestra libertad individual. Un estudio realizado por Joel Paris, de la Universidad McGill, apoya esta noción. Paris descubrió que una persona impulsiva e inestable desde el punto de vista emocional, es decir, más propensa a desórdenes limítrofes, exhibe síntomas clínicos con menor frecuencia en las culturas con lazos sociales más estrechos.
Conforme la globalización se vaya extendiendo más y con paso firme, el diagnóstico adecuado de los pacientes de otras culturas se convertirá en un asunto cada vez más apremiante. Por lo tanto, los psicólogos y los psiquiatras tendrán que volverse más cosmopolitas en su educación; deberán poseer, por lo menos un conocimiento rudimentario de la cultura y del lenguaje de un paciente o bien llamar a un intérprete a sus consultas. Por ejemplo, es más probable que una mujer turca recién llegada a los EE. UU. que sufre depresión se queje de dolor en varias partes del cuerpo, en lugar de expresar sensaciones de tristeza. Esta tendencia hacia la llamada somatización es común en la cultura turca, aunque podría derivar en un diagnóstico falso en Boston o en Río de Janeiro.
El entendimiento de las diferencias que existen entre una cultura y otra es importante no solo para el diagnóstico de los desórdenes mentales, sino también para su tratamiento. La psicoterapia de orientación occidental se basa en la idea de que los pacientes puedan evolucionar por sí solos y se sientan libres de determinar su propia conducta. Estos enfoques no son útiles para las personas que provienen de sociedades tradicionales, con frecuencia altamente religiosas, donde el bienestar mental radica más bien en satisfacer las expectativas de la familia y de la comunidad. El objetivo de la terapia para esas personas deberá ser el de satisfacer las demandas de su cultura.
Sigue sin respuesta la cuestión de si existe un común denominador de los desórdenes de personalidad a nivel multicultural y, hasta que no se resuelva, cualquier diagnóstico deberá estar, en gran parte, abierto a la interpretación cultural.
EL SOMBRERERO LOCO
Aquí todos estamos locos. Yo estoy loco. Tú estás loca.
GATO CHESHIRE A ALICIA
En el séptimo capítulo de Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas —título original— (1865), Alicia llega a la mesa donde la Liebre de Marzo —March Hare—, el Sombrerero —The Hatter— y el Lirón —Dormouse— beben té de forma muy peculiar. Desde el principio se percata de que algo no va bien, pues le dicen que no hay sitio para nadie más cuando en realidad sobran asientos; le ofrecen vino que no hay y le preguntan acertijos de los que ellos no saben ni jota. En particular, le parece extraño que el Sombrerero hable de forma ilógica y que su reloj, el que escucha y remoja en la bebida caliente, le dé el día del mes, mas no la hora. Fastidiada por los cuentos absurdos del Lirón, los constantes juegos de palabras sin aparente lógica del Sombrerero y los modos rudos de la Liebre de Marzo, decide partir de ahí con la idea de haber participado en «Una merienda de locos», título del capítulo.
A pesar de que Charles Lutwidge Dodgson (1832-1898), mejor conocido por el seudónimo de Lewis Carroll, nombrara al personaje del bombín simplemente como Sombrerero, en el imaginario popular se le conoce con el calificativo de Loco, lo cual no está tan errado si se atiende a las afirmaciones del Gato de Cheshire —que desaparece con y sin sonrisa— en el capítulo anterior y si se juzga el comportamiento del anfitrión como excéntrico debido a las constantes preguntas sobre el sentido de las palabras: «veo lo que como» y «como lo que veo», por ejemplo. En cualquier caso, resulta interesante que Carroll haya elegido a alguien con este oficio para protagonizar un capítulo tan disparatado.
Se sabe que en la época en la que el matemático y escritor británico Dodgson escribió esta entrañable novela, creada a partir de unos cuentos que les narró a tres hermanas —una de ellas llamada Alice Liddell, a quien le dedicó su obra— en un paseo por el río, el oficio del sombrerero gozaba de una popularidad singular —recordemos la frase: «Loco como sombrerero»—, debido a que el uso de mercurio para procesar el fieltro producía en los artesanos intoxicaciones crónicas y agudas que les hacía sufrir patologías, alterando sus facultades mentales. De hecho, no fue sino hasta 1953 cuando se comenzó a estudiar seriamente este fenómeno y se llegó a la conclusión de que este metal era el responsable de ocasionar trastornos graves, lo cual se denominó científicamente como hidrargirismo. Además de los síntomas comunes de intoxicación, esta enfermedad produce cambios en el ánimo y en el comportamiento, como tristeza, ansiedad, insomnio, irritabilidad, excitación y susceptibilidad emocional.
Ahora bien, si recordamos que el Sombrerero le cuenta a Alicia que fue condenado por el Tiempo a permanecer en la hora del té, las 6 de la tarde, por querer matar el tiempo cantando —¡qué dilema!—, y se pasea ansioso alrededor de la mesa, cambiando de lugar cada vez que necesita una taza limpia, melancólico, esperando que su reloj cambie la hora, con una verborrea atípica, no nos parecerá extraña la elección del autor por un oficio que, aunque con sombrero, deja volar a «la loca de la casa».
LO QUE NO SABEMOS DE LA LOCURA
¿Qué es la locura? Frente a ella se pueden adoptar dos posiciones: o bien, como Pascal, decidimos que todos los hombres están locos —«los hombres están tan necesariamente locos que no estar loco sería estar loco con otro tipo de locura»—, o bien calificamos de locos solo a ciertos individuos y consideramos que los otros son «normales», aunque esta posición no puede sostenerse científicamente.
Cuando la palabra psiquiatría fue creada (1842), el término locura fue rechazado por los psiquiatras, porque no lo consideraron científico. Así, en el momento en que la locura se convirtió en una «enfermedad mental», solo quedaba aplicar a la psiquiatría los métodos de la medicina, con la esperanza de descubrir la causa y el tratamiento de la enfermedad.
En 1826, Antoine Bayle (1799-1858), médico del manicomio Charenton,6 descubrió que la parálisis general —enfermedad de Bayle7— estaba asociada a la meningitis crónica. Hubo que esperar casi un siglo para que esa meningitis revelara su origen sifilítico. La vía estaba trazada: si se estudiaba el cerebro, se encontraría la causa de los trastornos mentales. Esta ilusión se reforzó cuando se diseminó, en los años 20, una epidemia de encefalitis letárgica, conocida también como «enfermedad de Von Economo» o «mal del sueño».8
Hoy en día, debido a los avances de la ciencia y la tecnología, se puede estudiar más a fondo el cerebro, pero nuestra ignorancia sobre la naturaleza y las causas de la locura no es por ello menos considerable.