Luz de luna en Manhattan. Sarah Morgan
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Читать онлайн книгу Luz de luna en Manhattan - Sarah Morgan страница 12
—Tú conoces a todo el mundo.
—Nos conocemos en los congresos. Este mundillo es increíblemente pequeño. ¿A qué hora traerás a esa perra?
—De camino al aeropuerto. La sacaré a pasear antes de llevártela y organizaré que Harriet vaya a buscarla luego. ¿Cuándo te viene bien?
«Nunca me viene bien».
—¿Esta noche? Intentaré salir pronto.
—Bien. Le daré mi llave de tu apartamento por si llegas tarde y así puede entrar y recoger a Madi. Practica a llamarla por su nombre, Ethan. Madi. No «el perro». Madi.
—Tengo que dejarte. Tengo dos horas para dejar mi casa a prueba de perros, perdón, a prueba de Madi.
—No es necesario. Es muy civilizada.
—Es una perra.
—Te va a encantar.
Ethan lo dudaba. Sabía que la vida casi nunca era así de sencilla.
Capítulo 4
—¿Glenys? —Harriet se detuvo en el umbral del apartamento, con la llave en la mano y unas cuantas bolsas a sus pies. Le molestaba el tobillo, pero no tanto como unos días atrás. Confiaba en que eso fuera buena señal—. Soy yo, Harriet. ¿Estás ahí? No has contestado al timbre y no quiero asustarte.
—¿Harriet? —Glenys Sullivan apareció en la puerta de la cocina, agarrando con fuerza un andador—. Harvey y yo estábamos preocupados por ti, querida. Llegas tarde.
—Hoy me muevo un poco más despacio —contestó Harriet.
Cerró la puerta. Ella también estaba preocupada por Glenys. Desde la muerte de su esposo, diez meses atrás, había perdido eso y Harriet sabía que no estaba bien. En consecuencia, había optado por entrar a verla siempre que pasaba por allí. Y si en ocasiones «pasar por allí» implicaba dar un rodeo, pues también lo hacía. Una vez organizados los paseos, no solía ver mucho a sus clientes, así que disfrutaba de la visita.
—Hace unos días tuve una caída y he tenido que descansar el pie. No fui muy lista.
Glenys llevaba casi cinco décadas viviendo en el mismo apartamento soleado del Upper East Side, rodeada de sus libros, sus muebles y su colección de perros de porcelana.
—¿Te caíste? ¿Hay hielo en las calles? —preguntó.
—Todavía no, pero habrá pronto. Han anunciado nieve y tengo los dedos congelados. Necesito buscar los guantes —contestó Harriet.
Llevó las bolsas a la cocina, sin hacer caso del dolor del tobillo. Lo había descansado un par de días y le había puesto hielo, como le había dicho el doctor. Le dolía todavía, pero estaba cansada de estar encerrada en el apartamento y deseaba ver a Glenys.
—No quería que tuvieras el frigorífico vacío. La gente está como loca. Ya están vaciando los supermercados y de momento solo han caído cuatro copos —dijo.
Se inclinó a acariciar a Harvey, un terrier West Highland de ocho años al que llevaba dos años sacando. Tenía un buen equipo de paseadores, pero había perros a los que solía sacar personalmente y Harvey era uno de ellos. Era un perro cariñoso y listo y ella lo adoraba.
—Recuerdo la borrasca de 2006, cuando tuvimos setenta centímetros de nieve, pero ni siquiera esa fue tan mala como la tormenta de nieve de 1888.
Harriet se enderezó.
—En 1888 tú no habías nacido.
—Mi bisabuela hablaba mucho de ella. Las vías del tren quedaron bloqueadas por los montones de nieve. Algunos de los viajeros permanecieron días atrapados en vagones. Se podía cruzar andando el río East desde Brooklyn hasta Manhattan. ¿Te lo imaginas?
—No. Con suerte, esta vez no será tan grave, pero, si lo es, no morirás de hambre —Harriet terminó de guardar las latas de comida en el armario—. ¿Has almorzado hoy?
—He comido mucho.
—¿De verdad?
—No, pero no quiero que te preocupes. La verdad es que no tenía hambre.
Harriet chasqueó la lengua.
—Tienes que comer, Glenys. Tienes que conservar las fuerzas.
—¿Para qué necesito las fuerzas? No salgo nunca del apartamento. Mis huesos no están para muchos trotes.
—¿Has ido al médico? ¿Le has dicho que tienes más dolores? —Harriet empezó a guardar los alimentos en el frigorífico, aprovechando para revisar las fechas de los pocos artículos que había ya dentro. Tiró un queso cubierto de moho y unos tomates que parecían a punto de convertirse en puré.
—Me dijo que me duele más porque la artritis está peor. También dijo que tengo que moverme. Lo cual no tiene sentido. ¿Cómo voy a moverme si la artritis está peor? Esos médicos no saben nada.
Harriet pensó en el doctor que la había visto en Urgencias y en el modo en que lo consultaban otras personas.
Él sabía mucho.
El doctor E. Black.
Se preguntó de qué sería la E. ¿Edward? ¿Elliot?
Sacó un cartón de huevos y queso fresco y cerró la puerta del frigorífico.
—Si tu doctor cree que tienes que moverte, es que tienes que moverte.
¿Evan? ¿Earl?
—Eso es más fácil decirlo que hacerlo. Tengo miedo de que me fallen las piernas. Si ocurriera eso, me caería en la acera y me pisaría la gente.
—Pues entonces tienes que andar con alguien a quien conozcas. Conmigo, por ejemplo. Te daría confianza saber que te puedes agarrar a alguien si lo necesitas.
—Tú vienes a pasear a mi perro, no a mí. Eres paseadora de perros, no de humanos.
—Paseo a algunos humanos. Personas excepcionales como tú. Podemos sacar a Harvey juntas —Harriet echó tres huevos en un bol y los batió junto con algunas hierbas que cultivaba en una jardinera en su ventana—. A él le encantaría. ¿Te lo imaginas paseando con dos mujeres? ¡Cómo le subiría el ego!
—No necesita más ego. Ya se cree que es el rey. ¿Qué haces?
—Te preparo una deliciosa tortilla. Si no comes algo, no te sacaré a pasear —Harriet echó los huevos en una sartén y subió el fuego—. Voy a añadirle algo de queso y espinacas. Es bueno para tus huesos.
—Mis huesos ya no tienen remedio. No creo que pueda andar hoy, querida.
—Solo un paseo corto