Luz de luna en Manhattan. Sarah Morgan
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Harriet parpadeó. Él había conseguido que la mujer pasara del ataque a la disculpa con unas cuantas frases.
Probablemente tenía mucha experiencia lidiando con situaciones difíciles en Urgencias, pero, aun así, aquello tenía mucho mérito. Se había mostrado amable, educado y solícito.
Aquel hombre desperdiciaba su talento trabajando de doctor. Debería ser negociador de rehenes.
Lo cual era un alivio porque, por un momento, la había puesto nerviosa.
Cuando por fin volvió a cerrar la puerta, Harriet se había relajado un poco. Esa sensación duró hasta que él giró hacia ella y vio que el brillo peligroso había vuelto a sus ojos.
La amabilidad que había mostrado hablando con su vecina parecía haberlo abandonado. Y ella sabía por qué. Porque la señora Crouch no era el objetivo de su enfado.
Este parecía estar reservado para Harriet, aunque ella no tenía ni idea de por qué la consideraba responsable. No era ella la que había roto el paquete de harina ni tirado la pasta y el papel higiénico por el apartamento.
Fuera cual fuera la razón, estaba enfadado y a ella no se le daba bien tratar con hombres enfadados.
Una parte de ella quería seguir a Madi y esconderse detrás del sofá, pero aguantó firme y se recordó que él tenía motivos para estar un poco enfadado, pero no debería estarlo con ella.
—¿Usted es la canguro de perros de la que habló mi hermana? —preguntó él.
Harriet tragó saliva.
—No soy una canguro. Solo los paseo y sí, soy…
—Y, si es una paseadora de perros, ¿por qué no ha sacado al maldito perro?
Harriet tuvo la sensación de que la habitación se quedaba sin aire.
Tuvo que esforzarse para inhalar.
—¿Cómo dice?
—Si su trabajo era pasear al perro, ¿por qué no lo ha hecho?
La rabia de la voz de él alteró de tal modo a Harriet, que tardó un momento en contestar.
—He llegado cinco minutos antes que usted. Mi plan era sacar a Madi y luego limpiar esto.
—Dos paseos —él hablaba entre dientes, como si no se atreviera a mover los labios por si salía un torrente de palabras acaloradas y los escaldaba a los dos—. Debra dijo que había organizado que paseara al perro dos veces al día.
—Es verdad, pero me dijo que no viniera esta mañana porque ella la iba a sacar y a ayudarla a que se quedara tranquila aquí.
Él miró a su alrededor con expresión de incredulidad.
—¿A usted le parece que ha estado tranquila?
Madi gimió.
—¿Podría bajar la voz? La está poniendo nerviosa —«y no solo a Madi». Harriet trató de ignorar el modo en que le latía con fuerza el corazón y le temblaban las manos y se acercó a la perra—. Tranquila, preciosa. Todo va bien. No tengas miedo. No hay nada que temer —hablaba para sí misma tanto como para el animal.
—No, no va todo bien. ¿Cómo ha dicho que se llamaba?
Harriet se sintió un poco mejor con Madi en los brazos. El animal le trasmitía el calor de su cuerpo a través de la piel. A las dos les latía muy deprisa el corazón.
—Harriet. Harriet Knight.
—Pues bien, señorita Knight, he tenido un día largo y duro, así que me disculpará si no me encanta volver a casa y encontrarme mi apartamento lleno de basura.
—Yo no lo describiría así exactamente.
—¿No? —él miró la pasta que cubría el suelo—. ¿Y cómo describiría usted eso? ¿Qué es lo que ha pasado?
—Supongo que le ha interesado el contenido de la bolsa y ha decidido verlo más de cerca. Mientras esté con usted, creo que será buena idea que guarde la comida en los armarios para que esté segura. Yo me encargaré de eso —contestó ella. Técnicamente, eso no era parte de su trabajo, pero no quería que estuviera enfadado con Madi.
—¿Y qué pasará mañana? —él echó a andar hacia ella con aire amenazador—. Y pasado mañana. ¿Me voy a encontrar con esto todos los días?
—N… n… n… —Harriet intentó contestar pero no pudo formular la palabra. Estaba atascada. Bloqueada. Sintió horror. Horror y vergüenza. ¿Eso había ocurrido de verdad? Había tartamudeado. Después de tantos años sin tartamudear ni una sola vez, lo había hecho. Volvió a probar—. N…n…n…
No. «No».
Madi soltó un aullido de protesta y Harriet se dio cuenta de que la apretaba con demasiada fuerza.
Relajó los brazos y se obligó a respirar.
¿Por qué le había ocurrido eso? Pero, por supuesto, sabía la respuesta. Porque Ethan Black le había gritado. No se le daba bien tratar con personas enfadadas. O quizá le empezaba a afectar el estrés de salir continuamente de su zona de confort. Sí, tal vez fuera eso.
Por suerte, él no parecía darse cuenta de su problema al hablar. Estaba demasiado distraído por el desastre de su apartamento.
Harriet tragó saliva, confiando en que fuera solo un incidente pasajero. Quería intentar hablar de nuevo para poner a prueba esa teoría.
—Hay días en los que casi no estoy en casa. Debra me aseguró que el perro no sería un problema.
—Madi estaba abu… bu… burrida.
No era pasajero. Había empezado a tartamudear y parecía que ya no podía parar. Harriet, mortificada, decidió que la única opción era dejar de hablar. Tenía que salir de allí e intentar calmarse. Tenía que descubrir qué había fallado.
Volvía a sentirse como una adolescente a la que le daba miedo hablar por si se le atascaban las palabras.
Que vivía con miedo a las miradas de impaciencia o, peor aún, de lástima.
No importaba lo que Ethan Black pensara de ella. Con él mirándola con aire enfurruñado, no conseguiría calmarse.
Se levantó, agarró la correa de Madi y su abrigo y la llevó a la puerta, tras pararse a recoger su propio abrigo por el camino.
—¿Adónde va?
—Fuera —Harriet contestó con una sola palabra y no se quedó a hablar más. Salió huyendo.
Aquel reto había durado ya demasiado.
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