El Vigésimo Octavo Libro. Guido Pagliarino
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—¡Se dice enviado del Altísimo! ¡Blasfemia! —Y, siguiendo, se murmuraban cosas en los oídos y, cada cierto tiempo, alguno de ellos se daba la vuelta por un momento, mirándonos con expresión ceñuda: no he podido entender los malos deseos que seguramente estaban expresando.
Era voluntad del Altísimo que esa comida no fuera tranquila. Después de no mucho, se han reunido delante de mi porche algunos discípulos especialmente fanáticos del profeta Juan, llamado el Bautista, estrictos observantes de la Ley, los cuales, según se comenta, han formado un grupo cerrado. Los he reconocido de inmediato, ya que sus personas son conocidas en la ciudad, siempre dando vueltas para molestar a todos por naderías. Alguien debía haberlos informado de mi invitación. También ellos la han tomado con nuestra comida:
—¡Cómo! —han reprochado a Jesús por boca de uno de ellos, todos mirándonos con dureza—: ¿En estos días sagrados nosotros ayunamos santamente y tus discípulos no lo hacen?
Si hubiera sido por mí, habría echado sencillamente a ese cretino y a sus compañeros:
—¡Meteos en vuestros propios asuntos, imbéciles!
Pero el Maestro, sonriendo tranquilo, replicó mansamente:
—No es posible que los invitados a una boda estén de luto mientras el esposo está con ellos. Ayunarán cuando el esposo se vaya. ¿Quién pone un paño nuevo sobre un vestido viejo? Vuestras costumbres son como un vestido viejo ya raído. El remiendo con tela nueva desgarraría el vestido produciendo un rasgón peor. Tampoco se pone el vino nuevo en odres viejos y ya consumidos, pues estos revientan por la fermentación residual, se pierden y el vino se derrama. Por el contrario, se pone el vino nuevo en odres nuevos, así se conservan también los viejos.
—¡En la Ley no se dice nada similar! —ha replicado con dureza otro de esos tipos molestos. Se han ido con expresiones de gran indignación.
A continuación, hemos discutido acerca de las palabras de Jesús, concluyendo que llevaba un mensaje nuevo, pero que también el viejo merecía conservarse. Por el contrario, entonces nos preguntábamos qué significaba que el esposo dejara de estar con los invitados. ¿Se refería Jesús a sí mismo? ¿Hará un viaje solo? ¿Se casará y nos abandonará? ¿Por qué no se explica claramente, al menos con nosotros?
¡Mis primeras horas como discípulo han sido realmente farragosas! Mientras estábamos solo en la mitad de la comida, ha llegado sofocado el jefe de la sinagoga de Cafarnaúm, Jairo, se ha puesto de rodillas delante del Maestro y le ha dicho jadeando con la cabeza baja y las manos juntas:
—Mi hija se está muriendo, pero si vienes y pones tu mano sobre ella, vivirá.
Supongo que había tenido noticias de la curación del paralítico. Sin embargo, en ese momento ha llegado alguien a la carrera gritando sin ninguna delicadeza:
—¡Ha muerto!
Jairo se ha puesto en pie lanzando un grito; sin embargo, consciente de su propio cargo, se ha rehecho de inmediato y… ha dicho a Jesús algo que me pareció completamente absurdo:
—¡Si quieres, ella resucitará!
Devolver la vida es mucho más que sanar un mal: he pensado que el maestro se encontraba en un gran problema. Por el contrario, se ha levantado de la mesa y se ha ido con Jairo, con nosotros detrás, movidos por la curiosidad. No era suficiente. Por el camino, una mujer que sufría notablemente por hemorragias ininterrumpidas en el útero desde hacía doce años y había sido por ello excluida de la comunidad de oración porque era impura, como todas las mujeres durante la menstruación, se le ha acercado por la espalda, pasando entre los muchos que habían empezado a seguirlo, y le ha tocado la túnica. Sin darse la vuelta, el rabí ha preguntado, pero con una mirada que no expresaba una verdadera interrogación:
—¿Quién me ha tocado? —Debía haber visto ya a esa pobre desgraciada. Se ha dado la vuelta y le ha dicho sencillamente—: Ánimo, hija mía. Tu fe te ha curado— Y ella realmente se ha curado.
—¡Sí, ha parado! —ha gritado llena de alegría.
—Ve de inmediato a lavarte —le ha ordenado el Maestro—, luego preséntate a un sacerdote casado y no viudo y haz que te vea su esposa, para conseguir de él la declaración oficial de pureza y ser readmitida en la oración en el templo.
Nos ha llevado más de media hora llegar a la casa del jefe de la sinagoga, bastante alejada. Para mi decepción, Jesús solo ha llevado consigo a Simón, Santiago y Juan y, mientras entraba, nos ha pedido a los demás que lo esperáramos fuera, junto a la puerta de atrás, por eso lo que sigue me lo contaron mis condiscípulos después de salir.
Viendo en la casa flautistas recién convocados para acompañar las oraciones fúnebres y oyendo lanzar los habituales gritos de dolor, el Maestro les ha ordenado:
—Iros, porque la joven está viva y solo está durmiendo.
Esas personas habituadas a los lutos y en absoluto involucradas si no es por dinero, se han burlado de él:
—¡Ha llegado el gran médico!
—¡Pero qué pedazo de tonto!
—Las pillas al vuelo, ¿eh? ¡Menudo listo!
Ha intervenido Jairo y ha echado de malas formas a esos villanos e incluso a sus familiares y siervos, que se habían amontonado en torno a Jesús y creaban confusión. Luego, le ha vuelto a rogar que resucitara a su hija, una joven, que, según me han dicho, parecía tener unos doce años. Inmediatamente, el Maestro ha tomado la mano de la muerta, le ha ordenado que se levantara y… ¡se ha levantado! Ha ordenado que le dieran de comer e inmediatamente y, sin quedarse al menos a escuchar el agradecimiento y las alabanzas de Jairo, ha salido por la puerta de atrás, que da al huerto donde lo esperábamos los demás. Yo, al saber que la joven estaba viva de nuevo, me he quedado estupefacto. Se ha corrido de inmediato la voz en torno a la vivienda, aunque a nuestro rabí, como luego he sabido, no le gusta el entusiasmo de una multitud ávida solo de cosas sensacionales. Aunque el Maestro haya salido discretamente por la puerta de atrás ha sido entrevisto por el acompañante de dos ciegos que inmediatamente nos ha seguido con ellos, que han empezado a gritar de forma ensordecedora:
—Hijo de David, ¡ten piedad de nosotros! —Y así han atraído al resto de la gente.
Cuando hemos intentado volver a sentarnos en mi mesa, siempre seguidos por esa muchedumbre molesta, los ciegos por fin se han atrevido a acercarse. El Maestro les ha preguntado:
—¿Creéis que puedo curaros?
Le han respondido de inmediato:
—Sí, Señor.
Y Jesús:
—Que se haga de acuerdo con vuestra fe. —Y han visto.
Luego ha pedido a la multitud que se vaya y a los dos que no divulgaran el hecho, pero no se habían alejado mucho cuando ya gritaban con fuerza la noticia a todos aquellos con los que se encontraban. Así que han llegado otras personas que, sin dejarnos continuar con la comida recién reanudada, han presentado a Jesús un endemoniado mudo y el Maestro, nuevamente conmovido, expulsando al demonio de ese mal ha devuelto la palabra al pobre hombre, pero algunos fariseos seguidores de Shamai, que se habían acercado a espiar, han hecho correr la voz, delante de la casa, de que le había ayudado el Diablo: ¡otros