El agente secreto. Джозеф Конрад

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El agente secreto - Джозеф Конрад Clásicos

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Poco después, al cabo de una semana, cayó en mis manos un libro que, por lo que yo sé, nunca logró el favor del público; se trataba de los recuerdos notablemente resumidos de un subdirector de la policía, un hombre evidentemente capaz que había recibido el nombramiento cuando lo de los atentados con dinamita en Londres, durante el noveno decenio del siglo pasado. El libro era bastante interesante, y además era muy discreto; y hoy ya he olvidado de qué trataba. No contenía revelaciones interesantes, era de grata lectura, y eso era todo. Ni tan siquiera me detendré a explicar porqué me llamó la atención un pasaje de unos siete renglones, en que el autor (creo que se llamaba Anderson) reproducía una breve conversación mantenida, tras un inesperado atentado anarquista, en los pasillos de la Cámara de los Comunes, con el Ministro del Interior; que me parece que en aquellos momentos era Sir William Harcourt. El Ministro estaba muy irritado, y el funcionario era todo disculpas. La frase que más me llamó la atención, de las tres que cruzaron entre ellos, fue esta irritada salida de tono de Sir William Harcourt: “Todo eso está muy bien. Pero su idea de secreto parece que consiste en que el Ministro del Interior no se entere de nada.” No era gran cosa en sí misma, pero muy típica del genio de Sir William Harcourt. No obstante, debe de haber habido alguna suerte de inspiración en el entorno emocional del incidente, porque de repente me sentí estimulado. A continuación se produjo en mi mente lo que cualquier entendido en química comprende mediante la analogía que proporciona el caso de la adición de la más menuda gota de la clase apropiada con el fin de que se precipite un proceso de cristalización en un tubo de ensayo que contiene una solución incolora.

      Al principio, advertí en mí un cambio mental, que perturbaba mi sedentaria imaginación, en la que extrañas formas, de claros perfiles, pero imperfectamente configuradas, brotaban y reclamaban mi atención, al igual que hacen los’ cristales con sus formas inesperadas y grotescas. Me quedé absorto ante el fenómeno, del que brotó incluso el pasado: América del Sur, un continente de soles rudos y revoluciones brutales; el mar, las vastas extensiones de agua salada, espejo de los gestos airados y las sonrisas del cielo, el espejo de la luz del mundo; se me presentó después la visión de una enorme ciudad, de una ciudad monstruosa, más poblada que algunos continentes, con su poder humano, como si fuera indiferente a los gestos airados o a las sonrisas del cielo: una cruel devoradora de la luz del mundo. Había suficiente espacio para situar cualquier cuento en ella, había la profundidad necesaria para cualquier pasión, suficiente variedad para cualquier escenario, y oscuridad suficiente para sepultar cinco millones de vidas.

      De manera irresistible la ciudad se convirtió a continuación en el trasfondo de un periodo de profundas e indecisas meditaciones. Vistas inacabables se abrían ante mí en direcciones variadas. ¡Tardaría años en dar con el camino correcto! ¡Parecía que iba a tardar años...! Lentamente, la aurora de la convicción de la pasión maternal de la señora Verloc se levantó hasta convertirse en una llama que se interponía entre mí y aquel trasfondo, tiñéndolo con su secreta pasión, y recibiendo de él, a cambio, algo de su sombrío colorido.

      Este libro es aquel cuento, reducido a proporciones manejables; todo su contenido fue sugerido por la absurda crueldad de la explosión de Greenwich Park, e investigaba sus circunstancias. Ante mí tenía una tarea que no diré que fuera ardua, sino de la más absorbente clase de dificultad. Las figuras reunidas en torno de la señora Verloc, y directa o indirectamente relacionadas con la trágica sospecha de ella respecto de que “la vida no consiente muchas investigaciones”, son el fruto de esa misma necesidad. Personalmente nunca he tenido dudas de la realidad del cuento de la señora Verloc, pero había que desgajarla de su oscuridad en esa inmensa ciudad, había que conseguir que fuera creíble. Y no me refiero tanto a su alma, cuanto a lo que la rodeaba; no a su psicología, sino a su humanidad. Luchaba yo agriamente para mantener a distancia los recuerdos de los paseos nocturnos y solitarios que daba por Londres a mi llegada a esta ciudad, no fuera que se agolparan y abrumaran con su presencia todas las páginas de esta narración, pues nacían, uno tras otro, de un estado de ánimo tan hueco, en cuanto a sentimiento e ideas, como cualquier otro en el que anteriormente hubiera escrito un renglón. Respecto de ello, creo que El agente secreto es una obra de arte auténtica. Incluso la intención puramente artística, la de aplicar un método irónico a un asunto de esta clase, se formulaba de manera deliberada, y con la creencia firme de que sólo el tratamiento irónico me permitiría decir lo que sentía que tendría que haber dicho con desdén y piedad. Una satisfacción menor de mi vida de escritor ha sido la de habérmelas arreglado para llevar a buen término y hasta su conclusión, me parece, la determinación a la que había llegado. En cuanto a los grandes personajes a quienes la necesidad imperiosa del caso —el caso de la señora Verloc— hace avanzar hasta el frente del escenario sobre el fondo de Londres, también de ellos obtuve aquellas satisfacciones menores que realmente son de gran importancia ante la abundancia de dudas oprimentes que cercan de forma incesante a quien se dedica a labores de creación. Por ejemplo, me gratificó oír sobre el propio Vladimir (quien me brindó una buena ocasión para una presentación caricaturesca) que un hombre con experiencia del mundo había dicho que “Conrad debía de haber tenido contactos con ese mundo, o bien poseía una excelente intuición de cómo eran las cosas”; porque el señor Vladimir “no sólo era verosímil en cuanto a los detalles, sino que era correcto respecto a lo fundamental”. Posteriormente, un visitante americano me aseguró que toda clase de refugiados anarquistas de Nueva York le había asegurado que el libro lo había escrito alguien que sabía mucho acerca de ellos. Me pareció que se trataba de un elogio muy valioso, sobre todo teniendo en cuenta que yo había visto aún menos anarquistas que el omnisciente amigo que me proporcionó la primera indicación de lo que sería la novela. Sin embargo, no digo que no haya conocido yo momentos, mientras escribía el libro, en los que hube de ser un revolucionario radical; no diré que más persuadido que ellos, pero sí que había alentado una intención más concentrada que la que hubieran conocido ellos en toda su vida. No digo esto por alardear. Me dedicaba a cumplir con mi deber. En todos mis libros he procurado cumplir con mi deber. He procurado cumplir con completa entrega. Y tampoco hago esta otra afirmación por alardear. No habría sabido hacerlo de otra manera. Me habría aburrido excesivamente fingir.

      Las pautas para crear algunos de los personajes, tanto los respetuosos con la ley, como los que no la respetaban en absoluto, proceden de fuentes diversas, que quizá, aquí y allá, algún lector reconozca. No son muy recónditas. Pero no es mi cometido el de dar legitimidad a los actos de ninguno de ellos, e incluso en lo que se refiere a mi opinión general sobre las reacciones morales, como las que pueda haber entre delincuentes y policía, todo lo que me atreveré a decir es que me parecen, cuando menos, discutibles.

      Los doce años que han transcurrido desde la publicación del libro no me han hecho cambiar de actitud. No lamento haberlo escrito. Recientemente, en circunstancias que ninguna relación guardan con el sentido de este prólogo, me he visto obligado a despojar a esta narración del traje literario de indignado desdén que tanto me costó cortar y coser hace años. Por decirlo de alguna forma, he tenido que contemplar los huesos descarnados. Confieso que se trata de un esqueleto aterrador. Pero siempre mantendré que al relatar la historia de Winnie Verloc, hasta su anarquista conclusión en la más completa soledad, locura y desesperación, y al relatarla como lo he hecho, no he querido infligir una ofensa gratuita a los sentimientos de la humanidad.

      Joseph Conrad, 1920

      ·

      Se dedica afectuosamente este sencillo relato del siglo XIX a H. G. Wells, cronista del amor, señor de Lewisham, biógrafo de Kipps, historiador de los tiempos por venir.

      Capítulo I

      El señor Verloc, al salir por la mañana, dejó nominalmente la tienda a cargo de su cuñado. Podía hacerlo porque había escaso movimiento a cualquier hora y prácticamente nulo antes del anochecer. Al señor Verloc apenas le importaba su actividad visible. Y,

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