Mis memorias de África. Jesu´s Sanz Montes
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I
LA AVENTURA DE DEJARNOS
SORPRENDER POR DIOS
Nos asomamos a diario a nuestro habitual paisaje en el que no pocas veces volcamos una mirada perdida y cansada, gastada de mirar sin afán lo que juzgamos demasiado visto y conocido. No es así propiamente hablando, aunque sea así como tantas veces lo vivimos. Y es que lo que pone una nota de verdadera novedad no es la vida en sí, que puede repetir rostros y circunstancias que son familiares, sino que la novedad descansa en el modo en que miramos esos rostros y abrazamos esas circunstancias, hasta el punto de poder estrenarlas o reestrenarlas cada día.
Es aquí donde entra el guiño de Dios, que se agazapa para poder sorprendernos si nosotros nos dejamos sorprender por su infinita creatividad, que es indomable ante el secuestro que con chantaje nos infligen el cansancio ahíto de aburrimiento y la rutina llena monotonía. Pero el Señor se sacude esas lacras y vuelve a intentar cada día captar la atención del corazón en una aventura siempre despierta y atrevida. Si supiéramos dejarnos provocar por la constancia tenaz de un Dios tan persuasivo y respetuoso, veríamos cómo el horizonte de nuestro andar cotidiano se sorprendería realmente hasta hacernos exclamar con aquel estupor que su paso por nuestro mundo, hace ya dos mil años, provocaba en todas las buenas gentes.
Me acompañaron en este primer viaje de 2012 el delegado episcopal de Misiones en la diócesis de Oviedo, don José Antonio Álvarez Álvarez, y otro sacerdote compañero suyo en la misión diocesana en Guatemala años atrás, don César Rodríguez García. Los dos tuvieron que salir de allí cuando la guerrilla los tiroteaba y salvaron la vida de milagro. Sabedor del gran peligro que corrían entonces en ese sufrido rincón de Centroamérica, el arzobispo de Oviedo de entonces, Mons. don Gabino Díaz Merchán, les pidió que regresasen de inmediato a Asturias, y así lo hicieron ellos, en medio del dolor que suponía dejar aquella tierra y, sobre todo, aquellas comunidades cristianas que ellos acompañaban como sacerdotes. Pero se vinieron con un misionero dentro de sus corazones y, reintegrados en su diócesis asturiana, es fácil reconocer en su ministerio esa huella imborrable que ha dejado en todos ellos el paso por la misión.
Nos esperaba el padre Alejandro Rodríguez Catalina, que lleva años en Benín, habiendo estado antes en Burundi cuando allí teníamos otra misión diocesana, y de la que también hubo que salir por motivos semejantes ante las guerras tribales que han sido y son tan frecuentes en el continente africano. Estaba, pues, bien acompañado por estos hermanos sacerdotes que tenían en el hondón de sus almas el sello misionero con el que el Evangelio del Señor te marca para siempre.
He ido tomando apuntes, y cada día escribía unos renglones en mis páginas del diario, que luego mandaba a nuestros canales a través de un blog que nuestra Oficina diocesana de medios de comunicación había creado para seguir la visita, cada una de ellas. De este modo, en varias ocasiones compartía con amigos y lectores las ideas e impresiones que día tras día, noche tras noche, se me iban ocurriendo, suscitando en mi corazón una vivencia inédita de mi vida cristiana, del sentido de mi ministerio como sacerdote y obispo, del acopio de mi llamada franciscana, de la Iglesia universal con todos sus mapas, todos sus climas, todos sus llantos y todas sus sonrisas. Por ese motivo, al querer compartir ahora mis notas a modo de memorias vividas en África, como si de un epistolario fechado y franqueado en Benín durante mis breves visitas misioneras se tratara, lo que deseo es abrir esas cartas y contar con sencillez lo que fui viendo, oyendo, rezando, pensando. Es esa misma sencillez de los primeros cristianos, que contaban con sus cartas y testimonios el impacto que les supuso aquel imborrable acontecimiento: haber encontrado a Jesús, haber encontrado la comunidad cristiana a la que él confió el anuncio evangelizador hasta el fin del mundo. Como decía el apóstol san Juan: «Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y lo que hemos tocado con nuestras manos acerca de la Palabra de vida, es lo que os anunciamos» (1 Jn 1,1).
En medio de tantos escenarios de este convulso mundo, cuando hay tanta mentira como método para arrebatar el poder o para perpetuarse en él, al ver demasiadas violencias de toda calaña donde sufren y caen los más vulnerables, sean quienes sean, de pronto emerge este inmenso ventanal tan lleno de verdad, de belleza y de bondad, que he podido descubrir y gozar en las comunidades cristianas a las que atienden mis hermanos misioneros en África. Sé que en ese continente hay también pandemias, tragedias, masacres, genocidios… pero yo he podido ver un vergel precioso en medio de un mundo que no sabe ni entiende cómo sería la vida si secundásemos el plan de Dios.
1
COMIENZA LA SORPRESA
CON LA QUE DIOS BENDICE
Días atrás andábamos pensativos. Un prolongado viaje a una tierra lejana, y vacunarse ante posibles enfermedades de las que solo había oído hablar en las películas y en los relatos de expediciones. Yo creía que ser arzobispo en Oviedo no tenía más historia que esa de centrarse en los cuatro puntos cardinales de un territorio geográfico bien preciso y delimitado, sin salirse de la historia viva que seguimos escribiendo desde los siglos que atrás nos presiden y nos contemplan. Pero se ve que Asturias, como Iglesia, como comunidad cristiana que es dentro de ese espacio que nos enmarca y dentro del tiempo que ahora nos pertenece, es algo más que cuanto sucede entre los dos puertos: el puerto de Pajares, que nos abre a la meseta castellana y leonesa, y el puerto del Musel, que nos pone delante el mar Cantábrico, con todos sus horizontes abiertos.
Salir de la tierra, es decir, dejarse empujar libremente, sabiendo que la mano que tienes detrás es esa con la que Dios mismo nos anima en nuestros desánimos, acaricia con toda su ternura o nos detiene ante nuestros precipicios por sí mismo o a través de sus ángeles. «Sal de tu tierra» (Gn 12,1) se le dijo a Abrahán cuando el mismo Señor le quiso asomar a lo que ni él imaginaba para poderlo sorprender. Ahora nosotros queríamos también dejarnos sorprender por ese Dios amable y cómplice de lo bueno, lo verdadero y lo bello, y jamás rival de nuestra felicidad. Nos dejamos llevar.
Todo esto nos hacía estar pensativos sin estar pesarosos. Porque la historia cristiana de esta tierra también ha sabido de largos viajes, y nuestras gentes saben mucho no solo de decir adiós y aventurarse allende los mares en busca de trabajo cuando este ya no daba para más entre nuestras villas y valles, sino que también Asturias ha escrito un precioso relato misionero cuando en lugar de ir a la búsqueda de una salida laboral era la urgencia de anunciar a Jesucristo como quien comunica una buena noticia aventurándose a ir más allá de todos los «finisterres» lingüísticos, culturales, políticos, religiosos… a fin de decir con la sencillez de los santos aquello que se dijeron los primeros seguidores de Jesús cuando unos y otros se comunicaban el gran hallazgo: «Hemos encontrado al Mesías» (cf. Jn 1,35-42).
Ponerse en marcha y emprender una andadura tan novedosa como incierta para mí es lo que llenaba de misterio una hazaña semejante como misionero por unos días, yendo al encuentro de unos hermanos que en Benín trabajan pastoralmente, poniéndose a disposición del obispo de N’Dali. No es, por tanto, la curiosidad turística lo que me mueve, no se explica desde un intercambio cultural o para realizar un safari fotográfico, ni siquiera desde la noble misión altruista del voluntariado. Si un obispo siempre está llamado a acompañar a ese pueblo que le ha sido confiado, a sostener la entrega y la