El valle perdido y otros relatos alucinantes. Algernon Blackwood

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El valle perdido y otros relatos alucinantes - Algernon  Blackwood

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es perfecto, el lugar perfecto —respondió Parnacute con placer, recordando su correspondencia. Pues, desde luego, los búhos no habían sido liberados con los demás pájaros.

      —Y para mi pequeña usted había pensado que tal vez un lorito…

      —Un loriescuamiverde, papá —interrumpió ella, con un grado de emoción demasiado intenso para las sonrisas, y pronunciando el nombre como lo había aprendido: en una sola palabra—, y una lagartija.

      Se dirigieron al tragaluz, la jaula de los búhos bajo el brazo del pastor. Abajo recibirían el lori y la lagartija al darle su boleto a la enfermera.

      —Y recuerda —agregó Parnacute pícaramente, hablándole a la niña—, ¡hay que peinar sus pantalones de plumas con un peine muy fino!

      El pastor volteó un momento desde la claraboya mientras ayudaba a pasar a los niños y los búhos, que apenas cabían.

      —Tendré algo que decir sobre esto en mi sermón del próximo domingo —dijo. Sonrió y desapareció su cabeza.

      —Pero, espere, mi estimado señor… —gritó el profesor, tropezándose con una maceta de tan contento y abochornado que estaba, y sólo alcanzó el tragaluz a tiempo para añadir—: ¡Y recuerden, en el piso de abajo hay pasteles y limonada!

      A todos los animales se les encontró un hogar feliz; el último carruaje ya se había ido, y la enfermera había salido a buscar al señor de las flores. Parnacute esparció comida en la azotea, y musgo y jirones de tela para poder hacer nidos, en caso de que alguno de los pájaros regresara. Solo, se quedó parado viendo el ocaso derramar su oro sobre incontables casas: las jaulas de los hombres y las mujeres de la ciudad de Londres.

      Se sentía exhausto; el cielo era reconfortante y agradable de contemplar…

      Se sentó a descansar, consciente de una gran debilidad ahora que había pasado la emoción y empezaba a sentir el efecto. Probablemente se había extralimitado.

      Su mente volvió a su primera excentricidad impulsiva de hacía dos meses.

      —Ya sabía yo que iba a tener que pagarlo —murmuró, con una sonrisa—, y así fue. Pero valió la pena. —Paró repentinamente para tomar aire un momento. Estaba absolutamente agotado; la emoción de todo lo sucedido había sido demasiada para él. Debía llegar a casa lo antes posible para descansar.

      La enfermera regresaría en cualquier momento.

      Un sonido de alas batiendo rápidamente en el aire pasó sobre su cabeza, y volteó para arriba y vio el vuelo de las palomas que pasaban. Le pareció, también, que apenas alcanzaba a oír las notas de un mirlo cantando a lo lejos, en el parque al final de la calle. Recordó las frases de aquella inquietante y terrible lista. “Canta su nota salvaje”, “Se oye a casi doscientos metros”, “Loco de canto”. Un espasmo momentáneo recorrió su cuerpo. En el aire, muy lejos, las gaviotas aún circulaban, tomando camino con todo el esplendor de la verdadera libertad hacia el mar.

      “Hoy en la noche”, pensó, “anidarán en las ciénagas o en lo alto de los riscos solitarios. Bien, bien, ¡muy bien!”

      Se puso de pie, tieso y con dificultad, para ver mejor a las palomas y para oír al mirlo, y en ese momento sonó la campa­na en la planta baja; estaban a la puerta la enfermera y el señor de las flores.

      “Qué raro”, pensó. “¡Le di la llave!”

      Se dirigió hacia el tragaluz, con paso vacilante entre las cajas de flores; pero antes de que llegara, una cabeza y unos hombros aparecieron repentinamente por la abertura.

      “Qué raro”, volvió a pensar, “que haya subido tan rápido…” Pero no completó el pensamiento. No era la enfermera en absoluto. Una figura muy diferente siguió al surgimiento de la cabeza y los hombros, y ahí enfrente de él, parado en la azotea, estaba… un policía.

      Era el policía.

      —Oh —dijo Parnacute en voz baja—, ¡es usted! —un tumulto salvaje de anhelo y felicidad se apoderó de su corazón e hizo que le resultara imposible pensar en algo más que decir.

      La enorme figura azul sonrió con su sonrisa res­plandeciente.

      —Un vuelo más, señor —dijo respetuosamente la voz argéntea y resonante—, y el último.

      Las palomas pasaron volando sobre ellos con un agudo zumbido de aleteos. Los dos hombres voltearon hacia arriba elocuentemente y vieron su contorno desaparecer sobre los tejados. Un silencio profundo se abrió entre ambos.

      Parnacute era consciente de que estaba sonriendo y contento.

      —Estoy listo, me parece —dijo en tono bajo—. Usted prometió…

      —Sí —respondió el otro con una voz que era como el tañer de un gong de plata—, lo prometí: sin dolor.

      El policía se acercó suavemente a él; no hizo ningún sonido; las constelaciones de Orión y las Pléyades resplandecían en el cuello de su abrigo. Hubo otro zumbido veloz de las palomas que volvieron a sobrevolar y giraron abruptamente, pero esta vez no había nadie en la azotea para contemplarlas, y parecía que su formación en V, al irse perdiendo de vista entre destellos, era más grande y oscura que antes…

      Y cuando la enfermera regresó con el señor para llevarse las cajas, subieron a la azotea y encontraron el cuerpo de Simon Parnacute, profesor de Economía Política retirado, tendido boca arriba entre las flores. La jaula humana estaba vacía. Alguien había abierto la puerta.

      LOS MALDITOS

      I

      —TENGO MÁS DE CUARENTA AÑOS, Frances, y estoy muy habituado a mis maneras —dije de buen humor, listo para ceder si ella insistía en que su felicidad dependía de que la acompañara a su visita—. Ahora mismo se me ha acumulado mucho el trabajo, como bien sabes. La pregunta consiste en saber si podré trabajar ahí, con un montón de gente desconocida en la casa.

      —Pero Mabel no menciona a otros invitados, Bill —replicó mi hermana—. Tengo entendido que no hay nadie con ella, y también que se siente sola.

      Noté su indudable decepción al verla mirar por la ventana hacia donde nada había, pero para mi sorpresa no me presionó; la invitación de la señora Franklyn sobre su regazo, escrita en una caligrafía infantil, evocaba la imagen de la viuda del banquero con su tímida e insignificante personalidad, sus ojos de color gris pálido y su expresión de niña retrasada. También recordé la espaciosa mansión que su difunto marido alteró para adaptarla a sus necesidades particulares. Varios años antes hicimos una visita, y sus enormes espacios infecundos me sugirieron una nave del Museo de Kensington provisionalmente adaptada para comer y dormir. La comparación mental con el diminuto departamento de Chelsea en donde mi hermana y yo vivíamos modestamente hizo acudir a mi memoria otros pormenores poco valiosos pero seductores: una buena biblioteca, el órgano, la habitación tranquila para trabajar que me sería asignada, el servicio perfecto, la deliciosa taza de té por las mañanas

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