Repensar la antropología mexicana del siglo XXI. Pablo Castro Domingo

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Repensar la antropología mexicana del siglo XXI - Pablo Castro Domingo Biblioteca de Alteridades

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el ejercicio de una antropología en casa (sea cual sea el sentido que queramos atribuir al término “estar en casa”) imposibilita separar analíticamente ambos lenguajes (o, mejor dicho, los tres lenguajes: el lenguaje objeto del nativo, el lenguaje propio del antropólogo y el tercer lenguaje de la teoría antropológica). ¿En qué medida puedo considerarme nativo y en qué medida soy experto cuando estudio las fiestas de mi ciudad, una manifestación de protesta, un concierto de rock, una unidad hospitalaria? No se trata ya, en los términos en que alguna vez se planteó, de la banal discusión entre etnógrafos de fuera y de dentro —de la posibilidad de que los nativos ejerzan como “antropólogos de sí mismos”, o de las virtudes relativas a cada una de estas posiciones—. Ese planteamiento es equívoco porque sigue tomando las posiciones de insider-outsider como inamovibles y dadas, como si trazaran una frontera siempre bien delimitada y estable. El problema, al menos en la antropología urbana en contextos modernizados, es que esa línea es sutil y mudable. Las barreras entre dentrofuera poseen múltiples niveles y se desplazan permanentemente. Uno puede ser “colega” para un grupo de rockeros, “técnico cultural” ante un organizador de fiestas, “padre” para una enfermera de neonatos. O puede ser un completo extraño para todos ellos, con independencia de su origen, lengua y nacionalidad (Cruces, 2003:173).

      George Devereux (1983) en su ya clásico libro De la ansiedad al método en las ciencias del comportamiento plantea que el trabajo de investigación nos habla más del investigador que de lo investigado, mostrando cómo esta relación entre investigador/sujeto de investigación obliga a que el investigador no sólo mire al otro sino que se mire a sí mismo en el proceso y esa observación se constituya en parte de los datos construidos:

      […] el sujeto más capaz de manifestar un comportamiento científicamente utilizable es el mismo observador. Esto significa que un experimento con ratas, una excursión antropológica o un psicoanálisis contribuyen más a la comprensión del comportamiento si se ven como fuente de información acerca del psicólogo de animales, el antropólogo o el psicoanalista que si se consideran tan sólo una fuente acerca de las ratas, los primitivos o los pacientes (Devereux, 1983:22).

      Aquí aparece un aspecto casi nunca explicitado: la dimensión afectiva del trabajo de campo. A diferencia de las ratas que observa un psicólogo animal, los antropólogos observamos a seres humanos iguales a nosotros, que nos responden, nos cuestionan y nos obligan a la autoreflexión.

      La reflexividad que argumenta Rosana Guber pasa por una dinámica afectiva presente en toda relación humana. La angustia que nos provoca el primer encuentro, los lazos afectivos que se construyen, las animadversiones que surgen, etc., son el telón de fondo del trabajo etnográfico, pero es un fondo no explícito aunque determinante en los resultados.11

      Este ejemplo nos lleva a un tercer aspecto relevante: la construcción del dato, su interpretación y su validación.

      LA CONSTRUCCIÓN DEL DATO: SU INTERPRETACIÓN Y VALIDACIÓN

      La información que obtenemos en campo es siempre una construcción que se da entre la tensión teórica, la información obtenida empíricamente y otras informaciones basadas en fuentes diversas.

      Hay todo un proceso —largo y complejo y poco explicitado— entre la información que nos da un informante, lo que de ello elaboramos e interpretamos para colocarlo de manera organizada, tanto en el diario de campo como en el producto final de la investigación.

      En esta sección quiero reflexionar sobre tres aspectos que me parecen centrales en la construcción del dato, su interpretación y su validación: la traducción cultural que tiene que realizar el investigador frente a la información que recibe; el paso entre la experiencia vivencial y la escritura y la realización del trabajo de campo en solitario vs. el trabajo de campo en equipo.

      Una cuestión central es que para interpretar un dato necesitamos primero que nada ubicarlo en el contexto cultural y de la visión de mundo que tiene el sujeto que nos lo brinda. Cuando un campesino indígena me describe cómo encontró una serpiente, la mató, le cortó la cabeza y entierra sólo la cabeza del animal “para que no lo mire”, tengo que ubicar desde qué visión de mundo me habla y en ella, qué papel juegan las serpientes y qué significado tiene el hecho de “que lo mire”. Sin ello, no puedo interpretar la información recibida. Pero esto no es privativo del trabajo con indígenas o grupos distantes culturalmente hablando. En el campo urbano el esfuerzo es tal vez auń mayor porque partimos de la idea de que como vivimos en el mismo espacio y todos somos “urbanitas” seguramente compartimos la misma cosmovisión, lo cual es incorrecto. Ello implica que tenemos que presentarnos, en cualquier lugar donde hagamos trabajo de campo con la misma pregunta: ¿cuál es el contexto cultural e ideológico de la persona que tengo enfrente? Para desde allí tratar de interpretar lo que nos dicen. Con esto quiero plantear que no es posible la interpretación sin la contextuación.

      Esta contextuación implica a su vez varios procesos que tal vez parezcan obvios pero que no siempre lo son: la información previa sobre el grupo y su cosmovisión, el contexto social y político en el contacto inicial; y sobre los sujetos que entrevistamos. Muchas veces la información previa referente a nuestros sujetos de investigación no siempre se puede obtener de antemano; se va obteniendo de manera paulatina y en la medida en que vislumbramos las diversas aristas que de la realidad que tenemos enfrente.

      El momento sociopolítico en el que uno entra a una colectividad es determinante para la información que se obtiene y es necesario reflexionar sobre ello. Lo óptimo sería hacer dicha reflexión antes de pisar el campo, porque es información valiosa en sí misma, aunque desgraciadamente no siempre tenemos los elementos para hacerlo.

      En 2012 hicimos trabajo de campo en la colonia La Malinche, en la Ciudad de México. Nos interesaba documentar un proceso de lucha urbana en contra del proyecto vial denominado la Supervía Poniente. Cuando nos acercamos al grupo —gracias a la intervención de algunos intelectuales que nos conectaron con los pobladores— se encontraban en el momento álgido de la lucha y de la amenaza de represión. Esta situación determinó la información que quisieron darnos: nada que comprometiera su proceso, lo cual restringía bastante nuestra posibilidad de investigar, ya que el miedo y la sospecha estaba presente aun cuando las personas que nos presentaron eran gente comprometida con su lucha, y a quienes conocían bien. Tuvimos entonces que construir una estrategia diferente para entrar al problema central: la memoria de las luchas pretéritas y los procesos de urbanización de la zona en los años setenta del siglo pasado. El recuerdo de cómo llegaron a esas tierras, la manera en que construyeron sus viviendas, la lucha por la regularización de los terrenos y la entrada de servicios, etc., nos permitió acercarnos a entender el problema contemporáneo, y nos brindó elementos para contrastar y contextuar la lucha actual. En ese entramado, entre el pasado y el presente, la reflexión teórica se constituye en una suerte de bisagra ordenadora entre la realidad vivida por los sujetos de investigación, sus narrativas, y la posibilidad nuestra de darle sentido a esas narraciones.

      Ya que:

      Hacer trabajo de campo conlleva indefectiblemente una especie de ejercicio de topologización y sincronización de la cultura. En el esfuerzo por ajustar sus desplazamientos a un territorio abarcable y por sintonizar sus actividades con un ritmo de vida extraño —o, por ponerlo a la inversa, en sus esfuerzos por mapear los lugares y abstraer el esqueleto temporal de las acciones nativas— todo etnógrafo enfrenta un problema central: el del encaje entre las coordenadas (representadas) de su escritura etnográfica y las coordenadas (vividas) del campo; entre la construcción abstracta y panóptica de un mapa y un calendario y la constitución, en realidad difusa, de la vida local (Cruces, 2003:169).

      En este proceso narrativo encontraremos que a veces las voces son “disonantes”. Es decir, no siempre la información es homogénea, articulada, y consistente. La validación generalmente la obtenemos

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