Historia crítica de la literatura chilena. Группа авторов

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instrumento para asimilar y armonizar con las tendencias contemporáneas en tecnología, cultura, política y moral europeas. Hasta bien entrado el siglo XVIII los trabajos impresos no fueron tanto un medio de articulación de los intelectuales y burócratas locales con la realidad inmediata, sino más bien vínculos que los mantuvieron conectados con España y el resto de Europa (61-62).

      Cabe notar que este conocimiento que se transmitía a través de los libros debe entenderse desde otros presupuestos que los actuales: como explica Anthony Grafton, hacia el 1500 los intelectuales manejan un conocimiento que no ha cambiado mucho desde la antigüedad, ven la historia y el cosmos como ordenados y estables, y trabajan con un saber que debe ser estudiado más que mejorado (13-19).

      Los libros describen el mundo como un todo, de ahí que se afirme que en la época colonial «había un convencimiento sobre la unidad del saber: el pensamiento jurídico, filosófico y científico son diversas facetas de un mismo saber» (Mazin 53).

      Si bien el desarrollo de las ciencias, el nuevo conocimiento geográfico y el descubrimiento del Nuevo Mundo tensionan este saber ya completo y ordenado, en muchos casos la novedad se intentaba acomodar más que contrastar con lo establecido, y los textos antiguos continuaron proveyendo un lenguaje e imágenes para dar cuenta de lo «nuevo» (Grafton 253 y ss.). Grafton interroga las formas en que el conocimiento tradicional mantuvo su vigencia e influencia hasta finales del siglo XVII y describe un proceso lleno de contradicciones y de traslapes más que un progreso en donde el nuevo conocimiento reemplaza al antiguo. En este contexto, la presencia de libros de tema religioso y la escasez de publicaciones sobre América en las bibliotecas de la metrópoli y de la Colonia apuntan precisamente al poder de la autoridad heredada y a las formas complejas y contradictorias en las que las experiencias y conocimiento del Nuevo Mundo se incorporan a este saber. Las universidades latinoamericanas más completas transmitían los conocimientos tradicionales y contribuían de esta forma a mantener su prestigio. De acuerdo a ello, las universidades se ordenaban en una estructura de cuatro facultades: teología, artes, derecho y medicina, y trabajaban con un programa de estudios estandarizado (Lafaye 239).

      El ámbito cultural chileno en la Colonia no puede, pues, sino ser considerado como parte de este entramado. Las bibliotecas coloniales chilenas siguen, de hecho, la tendencia hacia los temas religiosos que existe en Hispanoamérica: el clásico estudio de Isabel Cruz determina que entre los años 1550-1650 predominaban los libros religiosos, los que fueron desplazados al segundo lugar por los de tema jurídico en el período de 1655-1750. Con todo, los libros jurídicos, aunque mayores en número, no tienen presencia en todas las bibliotecas, como sí ocurre con los religiosos (Cruz 110 y ss.)8. En Chile solo en el siglo XVIII se pueden encontrar bibliotecas considerables, como la del obispo Alday, la más grande, con más de 2.000 volúmenes, y la de José Valeriano de Ahumada, con 1.400 volúmenes (Millar y Larraín 176-7). En los siglos anteriores la presencia de bibliotecas es escasa: Cruz registra a ocho particulares que poseían libros entre 1655 y 1665, de los cuales solo tres tenían más de doce títulos; entre 1695 y 1705 registra a cuatro particulares con libros, de los cuales solo uno tenía una buena biblioteca (Cruz 110). Estas bibliotecas están muy lejos de las más grandes de ciudad de México, como la del obispo fray Juan de Zumárraga o, en el Perú, la del clérigo Francisco de Ávila, que contaba a su muerte en 1647 con 3.108 volúmenes. La escasez de libros sobre América también puede verse claramente en el estudio de Cruz: en los inventarios de 15 bibliotecas chilenas que corresponden al período de 1750-1820, solo pesquisa dos títulos sobre Chile: la Histórica relación del Reino de Chile de Alonso de Ovalle y el Compendio de la Historia geográfica, natural y civil del Reyno de Chile de Juan Ignacio Molina (173 y ss.).

      Tal como en el resto de la América hispánica, los libros circulan en el estrato alto, es decir, entre clérigos, frailes, letrados de profesión civil –médicos, abogados, escribanos– y comerciantes (109).

      Por otra parte, en Chile se consideran los mismos hitos que en el resto de Latinoamérica para dar cuenta de su desarrollo cultural: la fundación de la Universidad en San Felipe en 17479 y la llegada de la imprenta en 1811, recién después de la Independencia. Se ha señalado lo tardío de la incorporación de la universidad y de la imprenta en comparación con otras ciudades latinoamericanas: Lima y México tuvieron universidad en 1551, la imprenta se instaló en México el año 1540 y en Lima en 158110. Bernardo Subercaseaux muestra que la llegada de la imprenta a Chile no solo fue tardía en comparación con los virreinatos, sino también en relación al resto de Latinoamérica (11). Estos datos nos permiten articular, por tanto, algunas particularidades de la vida intelectual del Reino de Chile durante la colonia, y describir las condiciones en las que circulaba la producción letrada.

      La importancia secundaria de Chile dentro de la administración colonial –un Reino dependiente del Virreinato del Perú–, su aislamiento geográfico y la guerra de Arauco dieron, pues, la impronta al desarrollo de las letras en el Reino. La configuración de un espacio propiamente letrado requiere de una institucionalidad que se desarrolla en la ciudad, en conjunto con la implantación de una burocracia estatal: «la historia del saber en las Indias no puede desvincularse de su red de ciudades, la más grande de la monarquía española […] Esa red requirió de unas mismas estructuras jurídicas y de gobierno, es decir de un aparato administrativo que uniera los territorios entre sí» (Calvo cit. en Mazín, 57). Es decir, está vinculado a las ciudades y, más incluso, a la instalación de un aparato burocrático y a una forma de hacer carrera funcionaria11.

      En ese sentido, habrá que destacar que durante el siglo XVI el Reino de Chile no contaba con ninguna ciudad importante: si en 1575 la ciudad de México alcanzaba los 3.000 vecinos y Lima 2.000, Santiago de Chile tenía solo 375 vecinos y le seguía la ciudad de Valdivia, con 230 (Guarda 23). Jacques Lafaye enfatiza las diferencias entre diversas regiones latinoamericanas:

      Solamente una cuarta parte de la población vivía en ciudades, que en su mayoría eran pequeñas. Es precisamente en ellas donde la cultura española se hizo provinciana y, muy pronto, arcaica, por falta de contacto con España. Sólo las capitales de los virreinatos, como Lima y Ciudad de México, y los grandes puertos de mar más próximos a Europa, como La Habana y Santo Domingo, prosiguieron bajo la influencia directa de España. Y, también, únicamente las cortes de los virreinatos, las audiencias y los conventos pudieron sostener una cultura escrita y estimular, al menos de forma episódica, una cierta actividad literaria (245).

      A pesar de lo anterior, la conquista de Pedro de Valdivia había sido exitosa, lo que permite a Gabriel Guarda afirmar que «los habitantes de Chile habían procurado un desarrollo similar al de las demás regiones de América», el que se interrumpe con el alzamiento indígena de 1598: «a partir de 1600 deben resignarse a abandonar tal proyecto. El Reino adquiere fama de pobre y, fuera de Santiago, las antiguas ciudades –caso único en el continente– si no han desaparecido del todo, normalmente decrecen» (54). Armando de Ramón señala que hacia la segunda mitad del siglo XVII, Santiago fue abastecedora de alimentos, pertrechos y soldados de las ciudades del sur, «obligación que, según se dijo entonces, le impidió alcanzar siquiera un modesto grado de prosperidad» (34). Aunque la población fue aumentando en ese siglo, inundaciones, terremotos, el alzamiento indígena de 1655 y la crisis económica entre 1635 y 1685 –que implicó la baja de precios de productos chilenos, principalmente agropecuarios– determinaron que solo a comienzos del siglo siguiente pudiera completarse la consolidación urbana de Santiago:

      [y]a durante la segunda mitad del siglo XVII parecía evidente que los burócratas y los mercaderes estaban alcanzando, tanto en Chile como en toda América española, los más altos lugares en la estructura social, desplazando a guerreros y encomenderos. La vieja sociedad señorial de la conquista se extinguía en un ocaso poco glorioso, mientras trepaban a los lugares de privilegio hombres nuevos, poseedores de una mentalidad mercantilista, frente a la cual nada pudieron hacer los descendientes de los primeros pobladores hispanos, la mayoría de ellos arruinados por la prolongada crisis económica, política y social de aquel siglo (Ramón 87).

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