Nuestro universo. Jo Dunkley

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constelación por constelación. El libro combina el catálogo y las constelaciones del Almagesto de Ptolomeo con descripciones de criaturas y objetos imaginarios de la tradición árabe, a partir de patrones formados por las estrellas; también incluye el primer informe sobre nuestra vecina, la galaxia de Andrómeda, a la que en ese momento se consideraba una mancha de luz de apariencia distinta a la de una estrella común. En ese mismo siglo, Abu Sa’id al-Sijzi, astrónomo persa él también, propuso la idea de que la Tierra rota sobre su propio eje, un paso en la dirección contraria de Ptolomeo, que sostenía que la Tierra estaba fija. Persia también fue la cuna del gran observatorio de Maraghe, un centro de investigaciones fundado en 1259 por el sabio Nasir al-Din al-Tusi en las colinas de Azerbaiyán. Allí se congregaron astrónomos de Persia, pero también de Siria, Anatolia y China con el objeto de observar en detalle los movimientos planetarios y la posición de las estrellas.

      En los siglos xvi y xvii se produjo una profunda revolución en la astronomía. En 1543, el polaco Nicolás Copérnico publicó De Revolutionibus Orbium Coelestium, donde proponía que la Tierra no solo rotaba sobre su propio eje, sino que giraba alrededor del Sol junto con los demás planetas. La idea recibió duras condenas por parte de la Iglesia Católica, que la consideró una herejía; de hecho, para que finalmente se la aceptara fue necesario el apoyo sostenido de varias figuras clave y años de nuevas observaciones. El avance decisivo llegó con la invención del telescopio, a principios del siglo xvii.

      Vemos gracias a la luz. Cuanta más luz acumulamos, más lejos podemos ver en el espacio. Un telescopio es, en parte, un recipiente para acumular luz con mucha más capacidad que el ojo humano, lo que nos permite percibir distancias mayores en la oscuridad del espacio y distinguir mejor lo que vemos. El astrónomo italiano Galileo Galilei fue el primero que apuntó un telescopio hacia el cielo, en 1609. Se trataba de una versión primitiva diseñada por él mismo, que aumentaba el paisaje del cielo unas veinte veces. Con eso le alcanzó para ver que Júpiter tiene sus propias lunas, que aparecían como puntos de luz a cada lado del planeta y cambiaban de posición a medida que giraban. Si no se observan con telescopio o con un par de binoculares modernos, quedan ocultas; su luz es tan débil que no las habrían descubierto a simple vista.

      En 1610, Galileo publicó sus observaciones de las lunas de Júpiter, junto con descripciones de la irregular superficie de la Luna y de las estrellas ocultas que había descubierto, en su popularísimo tratado Mensajero sideral. Allí apoyaba la visión de Copérnico, alentado por el descubrimiento de las lunas de Júpiter: la existencia de esas lunas demostraba que había objetos celestes que no giraban alrededor de la Tierra. Por desgracia, las pruebas de Galileo no convencieron a la Iglesia Católica, que mantuvo su férrea oposición al modelo copernicano del cosmos y condenó a Galileo a permanecer preso en su hogar hasta el día de su muerte.

      A pesar de la oposición de la Iglesia, los astrónomos siguieron avanzando. El alemán Johannes Kepler, que adhería a las ideas de Copérnico y de Galileo, demostró en 1609 que todos los planetas se movían alrededor del Sol con trayectorias en forma de elipse (que es como un círculo un poco aplastado). También descubrió que los planetas obedecían un patrón específico: la distancia que los separa del Sol permite predecir el tiempo que les lleva trazar una órbita completa alrededor del astro. Cuanto más lejos están del Sol, más tiempo tardan, pero la distancia y el tiempo no aumentan en la misma proporción: a un planeta que está al doble de distancia del Sol que otro planeta le lleva casi tres veces más recorrer una órbita entera. En ese mismo siglo, en 1687, el físico inglés Isaac Newton propondría su ley de gravitación universal y explicaría por qué funcionaba ese patrón, en su famosa obra Principia. Según esa ley, todo objeto con masa atrae a otros objetos, y cuanto más grande es el objeto y más pequeña es la distancia que lo separa de otro, más fuerte es la atracción. Si estamos dos veces más cerca del objeto, sentiremos una atracción del cuádruple de intensidad y nos llevará menos tiempo trazar una órbita completa alrededor de él. La ley de Newton explicaba los patrones que había detectado Kepler, según los cuales los planetas y el Sol giraban alrededor de un centro de masa en común, y mostraba que las leyes de la naturaleza funcionan de la misma manera en los cielos que en la Tierra. Había llegado el momento en que la observación y la teoría coincidían en todo: por fin se tomaba en serio una alternativa al sistema celeste de Ptolomeo en todo el mundo. La Tierra sí giraba alrededor del Sol.

      En el siglo xix, se produjo una segunda revolución en la astronomía, impulsada por la invención de la fotografía en 1839, mérito de Louis Daguerre. Hasta ese entonces, las ilustraciones en astronomía se hacían a mano, lo que traía aparejadas imprecisiones inevitables. Las cámaras fotográficas, en cambio, no solo permiten medir con mayor precisión la posición y el brillo de los objetos celestes, sino que además posibilitan las exposiciones prolongadas, lo que hace que reciban más luz de la que percibe el ojo humano. En 1840, el científico angloestadounidense John William Draper tomó la primera fotografía de una luna llena, y en 1850, William Bond y John Adams Whipple tomaron la primera fotografía de una estrella, Vega, en el Observatorio de la Universidad de Harvard. En la década de 1850 también se inventó el espectroscopio, artefacto que separa las diferentes longitudes de onda de la luz recibida por un telescopio (tema que ampliaremos en el capítulo 2). Estos avances permitieron que los astrónomos elaboraran extensos catálogos de estrellas pertenecientes a nuestra galaxia, la Vía Láctea, e incluyeran su posición, nivel de brillo y color.

      A principios del siglo xx, los astrónomos ya construían telescopios más grandes para llegar a lugares del espacio cada vez más lejanos. Estos progresos se sumaron a otros avances clave en nuestra comprensión de la física, incluidas las teorías de la relatividad general de Albert Einstein y de la mecánica cuántica de Max Planck, Niels Bohr, Erwin Schrödinger, Werner Heisenberg y otros. Las nuevas ideas permitieron que los astrónomos avanzaran muchísimo en la comprensión de la naturaleza de los objetos en el espacio, y del espacio en sí. Entre los logros más notables figuran el descubrimiento que Edwin Hubble hizo en 1923 de que la Vía Láctea no es más que una galaxia entre tantas, y el de Cecilia Payne-Gaposchkin, en 1925, de que las estrellas están compuestas principalmente de hidrógeno y de helio (temas que ampliaremos en los capítulos 1 y 2).

      Hay dos avances tecnológicos del siglo xx que vale la pena destacar, y ambos tuvieron lugar en los Estados Unidos, más precisamente en Nueva Jersey, en los Laboratorios Telefónicos Bell, una empresa de investigación y desarrollo conocida comúnmente como Bell Labs. El primero se produjo en 1932 y fue obra de Karl Jansky: consistió en el descubrimiento de que es posible observar ondas de radio provenientes de objetos espaciales y significó abrir una nueva ventana hacia el universo. Esa ventana se abrió aún más en la década de 1960 con la inclusión de otros tipos de luz que el ojo humano tampoco puede ver. El segundo avance importante fue la invención del dispositivo de carga acoplada, también conocido como CCD, creado en 1969 por Willard Boyle y George Smith. Mediante un circuito eléctrico que convierte la luz en una señal eléctrica, este artefacto produce un tipo de imagen digital que conocemos bien: es la que se utiliza en los teléfonos celulares. Estos dispositivos son más sensibles que las películas fotográficas, lo que permite a los astrónomos capturar imágenes de objetos espaciales más lejanos o de luz más débil.

      En las últimas décadas, se produjeron abundantes avances en la tecnología, las teorías y la informática de la astronomía que nos trajeron a nuestro estado de conocimiento actual. Ya hemos recorrido con la vista todo el camino del universo observable, hemos encontrado millones de galaxias fuera de la nuestra y elaborado una descripción coherente de la evolución de nuestro Sistema Solar en el contexto de nuestra galaxia. La travesía que culminó en nuestra comprensión actual del universo y las muchas cosas extrañas y maravillosas que hoy sabemos sobre su funcionamiento constituyen el tema de este libro.

      Con los años, a medida que se amplió el alcance de la astronomía, también fue cambiando la naturaleza del trabajo que realizan astrónomas y astrónomos. El título de «astrónomo» o «astrónoma»1 sigue siendo el más genérico: se aplica a quienes estudiamos e interpretamos lo que vemos en el cielo, pero también hay otros. Algunos no nos

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