España. Santiago Alba Rico
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España
Santiago Alba Rico
Primera edición, enero de 2021
© de cada texto, sus respectivos autores
© Editorial Lengua de Trapo
Calle Corredera Baja de San Pablo, 39
28004, Madrid
Colección Ensayo
Diseño de colección y cubierta: Alejandro Cerezo
Directores de colección: Jorge Lago y Manuel Guedán
Maquetación: Alicia Gómez (malisia.net)
Corrección: Blanca Luján
ISBN: 978-84-8381-267-9
Texto publicado bajo licencia Creative Commons. Reconocimiento —no comercial—. Sin obra derivada 2.5. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando autoría y fuente y sin fines comerciales.
España
Santiago Alba Rico
A mi amigo Gorka Larrabeiti, casi una vida
1. ¿Otra vez España?
Si yo soy español, lo soy
A la manera de aquellos que no pueden
Ser otra cosa: y entre todas las cargas
Que, al nacer yo, el destino pusiera
Sobre mí, ha sido ésa la más dura.
Luis Cernuda, Díptico español
Iba a empezar este libro con la frase: «de niño Cervantes me daba miedo». Lo hago y no puedo. Ese miedo se fundaba en un óleo de época en el que se veía al llamado «manco de Lepanto», vestido de negro y con gorguera, escribiendo con pluma de ave el manuscrito de Don Quijote de la Mancha. Si ese era todo el fundamento de mi miedo, mi miedo no tenía fundamento, porque ese cuadro no existe. Existe un óleo falsamente atribuido a Juan de Jáuregui, presuntamente pintado en 1600, en el que se ve a un hombre barbado de medio cuerpo y con gorguera, pero no tiene una pluma en la mano ni ha sido capturado por el pintor en el trance de escribir. Existe también un grabado de Manuel Salvador Carmona, realizado para la Real Academia en 1780 a partir de un dibujo de José del Castillo, en el que sí se ha representado al escritor ejercitando su oficio, pero no es un óleo y es, además, una evidente ficción relacionada más con la incipiente exaltación cervantina que con la vida y el cuerpo de Cervantes. Mi memoria combinó ambas obras para construir un Cervantes adusto, oscuro, imperial, guerrero seco, letrado áulico, completamente despojado de todo encanto romántico. Lo que más miedo me daba era la gorguera, ese accesorio indumentario —tan semejante al escotoma de una migraña— que mantenía la cabeza posada en una bandeja de encaje, por encima del cuerpo, en una metafórica decapitación o, mejor dicho, en una desomatización perpetua, pues era el resto de su anatomía lo que quedaba excluido y sin riego sanguíneo y, aún más, sin mando ni dueño. La gorguera era la guillotina de la movilidad y de la gracia.
Mi memoria se había inventado esa imagen como España se había inventado a Cervantes. Es interesante recordar, en efecto, que no se conserva ningún retrato suyo porque, casi con toda seguridad, no se le hizo ninguno en vida. A veces, para enfatizar la importancia de la cultura española en Europa, se menciona que Cervantes fue traducido enseguida al inglés y al francés mientras que Shakespeare, muerto el mismo año, no fue conocido fuera de sus fronteras hasta el siglo xix. Pero este dato, que en realidad revela la mayor apertura de Inglaterra y Francia hacia las producciones extranjeras, no dice nada acerca de cómo se trató a Cervantes en la propia España. Cervantes muere pobre, poco conocido y sin retrato, al contrario que Lope, Quevedo o Calderón; y hasta que el ilustrado Gregorio Mayans, nuestro primer cervantista, escribe en 1737 su biografía, nadie se lo toma realmente en serio. Luego, el nacionalismo del siglo xix, en un país derrotado y fratricida, convertirá el Quijote en la obra clásica por excelencia, expresión del «alma nacional». Con la generación del 98 se cierra el relato y España misma pasará a ser «quijotesca». No sé si hay otro ejemplo de un país cuyo «carácter nacional» se resuma en un adjetivo derivado de un personaje literario. Alemania no es «fáustica»; Inglaterra no es «hamletiana»; Francia no es «tartufesca». España, naturalmente, no es «celestinesca» o «donjuanesca», porque esos personajes, como los universales Fausto, Hamlet o Tartufo, inequívocamente ligados a sus temperamentos e historias nacionales, recogen su fuerza concreta de identidades comunes más o menos seguras. España, al contrario, necesita, como el golem, un certificado de existencia. Don Quijote es un hombre que intenta existir sin lograrlo del todo, con medio caballo y media armadura, idea que encaja muy bien con la autoconciencia de un país, descabalgado de un imperio, que existe poco y con dificultades y solo a fuerza de nostalgia y voluntad. España, no los españoles, es «quijotesca»; los españoles son lo que pueden, según tiempo y lugar, algunos donjuanescos, algunos celestinescos, luego más bien berlanguianos, hoy sobre todo almodovarianos. Pero España es una nación mal montada, vestida con restos del pasado, que no acaba —no acaba— de existir. Hamlet es inglés (aunque sea danés) pero no es Inglaterra. Don Quijote es un español fallido (cristiano nuevo, exiliado en el campo, tocado del ala) y es, por esa razón, España misma, la España pensada con angustia, hasta hace poco, por varias generaciones de intelectuales, reformadores y políticos.
A mí, en todo caso, de niño me daba miedo la gorguera, que sintetizaba la abducción franquista de Cervantes en el interior de una historia solemne y seca: el héroe de Lepanto, la gloria de nuestras letras españolas. Ese cuadro inventado a