España. Santiago Alba Rico
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No se puede escapar: siempre hay alguien «recordando» España: un chalado de derechas, un chalado de izquierdas, un juez, un nacionalista catalán o vasco, un policía. Y basta que se agrave la misma crisis que pareció franquear la posibilidad de una transformación para recaer de nuevo en el agujero negro del ensayismo español y sus angustias imperativas. No pensamos en España porque vuelva a la existencia; es que vuelve a la existencia porque pensamos en ella; y vuelve entonces, inexistente y gritona, arrastrando del rabo, como el perro embromado, todo su ruidoso pasado de cadenas y latas.
En 1688 el médico suizo Johannes Hoffer puso nombre a una nueva enfermedad que mataba como a chinches a los soldados europeos desplazados para luchar lejos de sus hogares: «nostalgia», neologismo formado a partir del griego y que podríamos traducir como «el doloroso deseo de regresar». En el siglo xix, siglo de los nacionalismos y de los progresos científicos, se descubrió que muchos de ellos habían muerto, en realidad, de tuberculosis. Los síntomas eran los mismos: pesadumbre, adelgazamiento, pulso débil o irregular, consunción, marasmo y muerte. La «nostalgia» abandonó entonces el campo de la clínica para pasar a definir la dolencia de las almas prisioneras que se sienten atadas a un cuerpo desplazado de su lugar natural, un cuerpo que ha ido a parar a donde no debe. Ahora bien, en el siglo xvii, todos esos soldados enfermos —a los que incluso se impedía cantar porque la música agravaba su mal— sentían, sí, el «doloroso deseo de regresar», pero de regresar, ¿a dónde? A su aldea, a su madre, a su novia, al amigo de infancia, al pan de la tierra, a veces a su lengua ancestral, bienes tangibles cuya reunión, en el siglo xix, comenzó a llamarse con un nombre abstracto: España o Catalunya o País Vasco o Italia o Francia. Se decía «España» o «Catalunya» o «País Vasco» y uno se ahorraba hacer la lista de las piedras, árboles y cuerpos concretos sin los cuales resultaba vano o difícil vivir. Desde siempre la humanidad se ha movido de un lado para otro y la diferencia entre sus miembros no reside en que unos se muevan y otros no, sino en que unos pueden volver y otros no. Los que pueden volver suelen ser ricos; los que no pueden volver suelen ser pobres. La nostalgia —que es lo contrario del spleen— es cosa de pobres. Durante siglos los españoles han salido de sus casas para no volver: los que se iban a hacer las Indias en travesías infinitas sin certezas; los que en el siglo xix y xx eran mandados a luchar y morir a África o a Cuba o a Filipinas; los que, tras la guerra de 1936, se exiliaron en México o Argentina; los que, a partir de 1958, emigraron a Francia, Suiza o Alemania soñando con «atar los perros con longanizas». Los pobres llamaban «España» a la lista de cosas que no iban a volver a ver; los ricos, yendo y volviendo de vacaciones con ligereza cosmopolita, la llamaban poco y pensaban aún menos en ella, porque España no era un inventario de ausencias minuciosas sino una tranquilizadora sensación sin materia: de seguridad, de poder, de libertad.
Me pregunto entonces: ¿«patria» es aquello de lo que se siente nostalgia —deseo doloroso, quizás imposible, de regresar— o aquello que nos está esperando, cierto e inevitable, desde el momento en que salimos de casa? ¿Es la lista de las cosas queridas o la sensación de seguridad? En España las cosas han cambiado mucho en los últimos cuarenta años. Por un lado, víctimas privilegiadas del «fin del neolítico» y el selfismo tecnológico (ver capítulo IV), hemos ido perdiendo casi todo vínculo con la aldea, que ya no existe; con la madre, a la que cuidan extraños en una residencia; con la novia, porque somos poliamorosos; con el amigo de la infancia, porque tenemos 15.000 amigos en Twitter, Facebook e Instagram; con el pan de la tierra, porque comemos atún de Somalia y tomates chinos; también con la lengua ancestral, porque nos vamos quedando sin cosas propias que nombrar. Al mismo tiempo, el crecimiento económico y la integración en la UE en 1986 han transformado a los españoles, de emigrantes que eran, en livianos cosmopolitas sin fronteras o, lo que es lo mismo, en turistas seriados que vuelven a casa sin haber salido jamás de ella. La nostalgia ha desaparecido de nuestras vidas: es que hemos perdido al mismo tiempo el miedo y la lista de las piedras y de los cuerpos. Una pérdida es buena; la otra no tanto. Frente a los nativos españoles, hoy son los migrantes subsaharianos los molestos, incómodos, irritantes custodios de todas las nostalgias. Muchos de ellos, paradójicamente, arrojan al mar sus pasaportes nacionales para que Europa no los pueda devolver a sus países de origen. Muy pronto, sin dejar de ser pobres, habrán perdido también ellos su inventario de intensas poquedades.
El nombre de España ya no reúne un puñado de objetos perdidos ni un fajo de falsos recuerdos manufacturados sino algunos derechos elementales depositados en un pasaporte, ayer despreciado, hoy privilegiado. Si perdemos el pasaporte, ahora que ya no nos quedan «intensas poquedades» a las que regresar, nos aferraremos con desesperación a la memoria y al «conocimiento». Por eso, da miedo ponerse a pensar en España en un momento en que se acumulan de nuevo en su futuro dificultades y sombras.
«España» es un nombre bastante estable que, cabalgando la Hispania romana, existe desde hace muchos siglos. Lo mismo pasa con países como Grecia, Italia o Egipto, cuya antigüedad toponímica ha generado la ilusión de una continuidad histórica, contradictoria con el hecho de una existencia nacional muy reciente, a la que se ha llegado tras decenas de cruces étnicos, sacudidas culturales y variaciones territoriales. El nombre de Francia, por ejemplo, es mucho más joven, pero su existencia nacional bastante más antigua. Como los humanos vivimos a través de los nombres, a los que asociamos intensas poquedades y abstractas muchedumbres,