Memoria Del Museo Nacional De Medicina Eduardo Estrella. Francisco Rigail Arosemena
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LXI. Al finalizar el siglo continúan las Donaciones Médicas
Agradecimientos
Mis agradecimientos a las instituciones que auspician la presente impresión, como son: la Fundación “Centro de la Cultura Médica Ecuatoriana”; el Museo Nacional de Medicina “Eduardo Estrella” y, la Sociedad Ecuatoriana de Historia de la Medicina.
De modo particular mi gratitud por el apoyo económico para esta publicación: al Señor Doctor José Tohme Amador, Presidente de la Fundación “Centro de la Cultura Médica Ecuatoriana”; a ECUASANITAS S.A.; a la Clínica Internacional y, al Señor Arturo Segovia Peñaherrera, familiar y amigo.
Y, al entrar a imprenta este trabajo dejo, además, expresa constancia de mi agradecimiento, a los Colaboradores Especiales por su participación en la corrección y el levantamiento de los textos.
Dedicatoria
A la ilustre memoria del fundador
Profesor Doctor Eduardo Estrella Aguirre
A su distinguida familia:
María Ángeles Santos de Estrella
Ana, Guillermo, Alicia y Nuria Estrella Santos;
por su abnegación y contribución.
Prólogo
Los pueblos que desaparecieron de la memoria humana o apenas quedaron como entes fantasmagóricos - deben ser numerosos -, huérfanos debieron haber sido de quienes animados por razones poderosas y de lealtades para con su circunstancia perdieron el sueño y se empeñaron en conservar todo testimonio que diera fe que, la comunidad a la que pertenecían, existió con singularidades que la hacían irrepetible, única.
Tales testimonios se constituyen en la única posibilidad que tiene el hombre, como ser racional, de neutralizar la finitud de la vida y perennizarse en el tiempo. Aquellos testimonios, las células de identidad de un pueblo, son el sustento de la historia que les corresponde. Tanto más fidedigna, estructurada y racional cuanto mayor fue el empeño de conservar toda huella del pasado.
Los museos y las bibliotecas responden a tal empeño. Un noble empeño. Los protagonistas, hombres singulares a quienes les aterraba la posibilidad de dejar de ser, de quedar por ahí perdidos en los laberintos de la memoria escueta, el recordatorio oral, sujeto siempre de todas las imprecisiones, de todos los subjetivismos, de todas las interpretaciones arbitrarias. Protagonistas de acciones y aventuras admirables aquellos que se empeñaron en crear museos y bibliotecas.
La historia de los grandes museos o de las grandes bibliotecas, como la del Museo del Hombre, en París, o la Biblioteca de Medicina del Instituto Nacional de Salud de los Estados Unidos, digamos, sagas inauditas que dignifican a la especie humana en grados superlativos.
Me ha correspondido, en mis andanzas por el mundo, llegar a percatarme que los pueblos que concluyeron por constituirse en poderosas naciones son aquellos que por generaciones de generaciones fueron acumulando los testimonios de su presencia en la tierra. Son los que cuentan con los mejores museos y bibliotecas. Tales portentos no aluden solamente al espacio geográfico que les fue propio, sino también a todos aquellos que recibieron su impronta. El Museo Británico es el mejor ejemplo. Es así como ahí se encuentran, y fueron recibidos como bienes preciosos, piezas de valor incalculable traídas desde los desventurados países africanos, digamos, cuyos nativos no habían llegado al punto de considerarlos y conservarlos como bienes nacionales. En los Estados Unidos la Biblioteca de la Gulf ofrece posibilidades de información sobre los países latinoamericanos como no es posible hallarlas en ninguno de ellos. Cuando las tropas norteamericanas invadieron México no dejaron papel impreso que no pasara a los centros de información de los Estados Unidos. Saqueadores o no, es indudable que tal depredación, o similares, pudo darse en magnitudes colosales por la desidia, la indiferencia y la miopía de los propios nativos. La mayor colección de momias egipcias se halla en el Museo Británico al igual que templos griegos íntegros. Importantes bibliotecas ecuatorianas, particulares, pasaron a engrosar los acervos de las norteamericanas, ante la indiferencia de nuestras autoridades.
Batallas perdidas en la lucha eterna entre la civilización y la barbarie; capítulos frecuentes de la historia nacional.
De ahí que verle a Eduardo Estrella empeñado en crear un Museo Nacional de Historia de la Medicina fue para mí la evidencia de que había compartido los mejores años de mi vida de investigador con un hombre excepcional.
Con el doctor Estrella se daba el producto maduro y bien logrado de generaciones de médicos ecuatorianos cultos que fueron surgiendo en la historia de la constitución de nuestra sociedad, de nuestra nacionalidad. Producto bien logrado que en línea de continuidad se inicia con los amautas y quipucamayocs prehispánicos, el siglo de la Ilustración con Eugenio Espejo y los jesuitas que crearon en Quito las mejores bibliotecas del continente y, ya en nuestra modernidad, con figuras tan cultas como Benjamín Carrión, el fundador de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, o quienes hicieron posible el Museo del Banco Central. Batallas ganadas por la civilización en su enfrentamiento inacabado con la barbarie.
Hoy el Museo Nacional de Historia de la Medicina es una realidad. Es la historia de tal magna empresa la que refiere este libro. Una historia de luces y de sombras, El protagonista, un compatriota admirable, Eduardo Estrella. Tan solo una voluntad fraguada en el crisol del ímpetu ibérico y la perseverancia aborigen pudo vencer tantos obstáculos, tantas limitaciones.
Hoy los médicos ecuatorianos contamos con un espacio devotamente dedicado a la historia de nuestra profesión. Una