exLiCación. Anonimo
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Estos eran los frágiles mimbres con los que debía comenzar a componer una vida cuando llegué a Madrid para estudiar en la universidad.
Había estado pasando todos los veranos de mi vida en un pueblo de Madrid junto a mis abuelos maternos, por lo que el camino no me resultaba nuevo, pero recuerdo perfectamente el tórrido viaje en el taxi, mi comentario burlón al taxista insinuando que había dado un rodeo innecesario y su indignación diciéndome que yo no tenía ni idea de cómo llegar desde el aeropuerto. Recuerdo perfectamente cruzar la puerta blindada del piso de mi abuelo y a mi abuelo recibiéndome en medio de aquel largo pasillo al que apenas llegaba luz aunque afuera uno pudiera quedarse ciego por el sol. Recuerdo todos los trastos tirados por todos lados que yo no podría tocar porque eran de mi abuelo y yo en cierto modo estaba ahí de paso, como huésped provisional. Y recuerdo que nada más entrar con una de las maletas que llevaba tiré un cuadro y pensé que aquello no debía ser una buena señal. Aquel primer año en Madrid me sentí como si me hubiera rescatado de un naufragio un barco que hacía aguas.
Todo aquello, todo lo que me había pasado no lo veía exactamente como piezas de un puzzle que tuvieran que encajar, no. Yo veía aquello, intuía que podía estar todo relacionado entre sí, pero me dedicaba más bien a poner las piezas unas encima de otras formando una torre, o alineadas esparcidas por el suelo en forma de tren, o cualquier cosa menos tratar de hacerlas coincidir. De hecho, creo que el único intento que tuve de conferirle cierto orden con anterioridad fue cuando tenía unos ocho años. A esa edad mediante una epifanía estuve convencido de ser un nuevo Jesucristo durante algunos meses. El nombre de mi madre también era María, mi padre era un ente, yo también era hijo único y aunque durante la infancia todo apuntaba a desembocar en una mísera existencia, compartía con el de Nazareth estelar futuro. En fin.
Durante mi segundo año en Madrid en esas estaba cuando te vi. Leí que la primera visión del amor resulta fatídica, en cuanto al fatum griego se refiere, aunque al otro también. Atxaga hacía que un personaje de un cuento suyo lo viera todo púrpura cuando ella se le apareció. Otras personas describen que todo se paraliza. Yo mismo protagonicé, por lo visto, una revelación similar en la que mi cabeza estaba rodeada de mariposas, según me dijo la testigo. A mí lo que me sucedió aquella mañana en el aula magna de la facultad, desde la sexta o vigésima línea de aquel anfiteatro que disponía las mesas en bancales, es que te vi a través de un ojo de pez. Tú absorbías la luz a tu alrededor, seguramente a causa de una disfunción gravitatoria que curvaba los rayos solares, así como deformaba, haciéndolos diminutos, los cuerpos de la gente que te acompañaba. Recuerdo ese vestido ceñido blanco, unas botas con calentadores, tu pelo castaño con reflejos de tinte caoba y una constante sonrisa. Yo me aferré a la mesa desde mi sexto o vigésimo bancal, no fuera que me acabara cayendo, y esa aparición me desarmó. Posteriormente, supe que la historia ya me estaba encadenando. Que yo creaba las señales y las señales me recreaban a mí.
Tuvieron que transcurrir algunas semanas para que, tras armarme de valor, fuera capaz de acercarme a ti. Un día que te hiciste la despistada leyendo en el suelo a la salida de clase. Creo que te pregunté por lo que estabas leyendo, creo que era Ramsés o algo así. Enseguida tuve que hacer un esfuerzo por obviar ese dato y sustituirlo por algo de Flaubert. Caminamos un poco hasta la salida de la facultad. Yo te dije: «¿Sabes? Me dueles» y creo recordar que me marché corriendo. En mi cabeza todo funcionaba, la cámara, el plano, mi pose grave, alejarme de allí sin dar opción a réplica, todo funcionaba. Y a ti, de algún modo, algo te encajó.
Sin embargo, los recuerdos y, más aun los que se creen compartidos, son unos farsantes.
Me resultó sorprendente cuando la primera novia que tuve en la post-adolescencia (el post es perfectamente prescindible), en una ocasión se animó a recordarme un momento muy especial, de gran intimidad, de delicada conexión, durante el cual, en un trastero a escondidas, nos besamos ocultos de sus padres. Ella recordaba mi sudor, el calor que hacía fuera, la tensión, nuestros labios furtivos buscándose a refugio de la mirada de sus padres. Ella se dejaba corromper por el deseo de manera clandestina. Yo, en realidad, tenía ganas de mear, estaba sudado porque había llegado hasta su casa en bici y no me apetecía nada estar allí por todo el polvo que estaba cayendo de los trastos allí guardados. ¿En cuántos hermosos momentos una persona habrá permanecido más atenta a un retortijón que a la mirada embelesada y ajena al retortijón, por cierto? ¿En cuántas fotos de un mitin de Hitler, donde aparece una multitud entregada, podríamos llegar a encontrar personas meditando sobre qué dar de cenar a su pequeño Gunther o si liarse con la hermosa Margaret? ¿Cuántos recuerdos ni siquiera llegaron a producirse en la realidad y con los años van brotando condicionados, condicionantes? Yo guardo en la memoria un hecho, el hecho se adapta a lo que mi memoria considera correcto en cuanto a cómo debería haber acontecido y, finalmente, el hecho acaba condicionando tanto a mi memoria como a posteriores hechos.
Quizás no te viera a ti aquel primer día en la universidad entrando en el aula magna. Quizás no te estuvieras haciendo la despistada para hablar. Quizás mi dicción me traicionara y cuando dije aquello de: «¿Sabes? Me dueles», tú entendiste cualquier otra cosa, o un cómico «Me hueles» que, seguido de mi huida, hubiera resultado hilarante, lo cual, por supuesto, despertaría tu interés en conocerme mejor. «¡Mira qué gracioso el chaval!» Los recuerdos son traicioneros y, sin embargo, es el hilo conductor de nuestra vida, las miguitas de pan de Hansel y Gretel adentrándose en el bosque.
«Panta rei». Nunca nos bañamos dos veces en el mismo río ni siquiera somos dos veces el mismo conjunto de células bañándose. Por ejemplo, las células del intestino se renuevan cada cinco días, las plaquetas viven unos diez, la epidermis puede llegar al mes, renovamos parte de los huesos cada año y, en total, podemos tardar unos quince años en prácticamente volver a nacer. Salvo, eso sí, gran parte de nuestras neuronas, que se van retorciendo como ramas secas mientras a su alrededor todo muere y renace. Nuestras neuronas son capaces de fijar un cuerpo que en realidad ya no existe en la recreación de un espacio físico que en realidad nunca llegó a existir. Y nosotros fiamos nuestra suerte a ello.
Que Proust arrancara con el aroma de las magdalenas es similar a las arcadas que le arranca un alimento nuevo a un paciente de quimioterapia si lo vuelve a probar tras el tratamiento. Somos el maldito animal condenado a forrajear aplicando un método de ensayo y error, por lo que cuando algo sentaba mal, más nos valía recordar su olor para no volver a probarlo, si con suerte se sobrevivía en mitad de la sabana al primer ensayo. El aroma, el sutil aroma dulzón de la mantequilla en Combray, el pequeño bollo que sugiere toda una vida, no es más que la bomba nuclear hormonal capaz de alterar toda nuestra memoria y devolver vivencias ficticias.
Y nosotros, con prácticamente todas las células de nuestro cuerpo cambiadas, confiando en un hipocampo sometido a los caprichos de la química, creemos y creamos una historia donde engarzamos las mejoras galas que somos capaces de recrear. Yo te imagino al pie de la escalera, yo me imagino hablando con voz grave, adentrando con firmeza cada palabra en el arado del futuro, y, tras eso, ya todo cambia.
Durante aquellos casi diez meses en los que estuvimos corriendo constantemente, eufóricos, de un lado para otro como perros jóvenes que se reconocen en un parque, todo, por primera vez, cobró sentido. Dijimos muchas cosas, sobre todo yo. Dije que no podríamos seguir juntos mucho más tiempo porque yo aún tenía cosas pendientes por hacer. Tenía que escribir y con tanta felicidad no me daba tiempo. Debía tener una hija. También me esperaba un divorcio. Era necesario que cayera en lo más profundo, era necesario que pasara un tiempo en el clásico calvario haciendo las tradicionales paradas en la prostitución, alcoholismo, depresión, miseria y aspirar a la literatura redentora. Recuerdo que dije eso en un pasillo de la facultad. Sin resultar excesivamente impostado, al menos aquella ocasión. Parecía que estuviera sencillamente constatando un hecho: «Mira, yo puedo caminar porque tengo dos piernas, hay luz porque es de día y una noche me despertaré en un charco de vómito porque me ha tocado». Era sencillísimo. Para mí tenía una lógica aplastante.