Historia breve del mundo contemporáneo. José Luis Comellas García-Lera

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Historia breve del mundo contemporáneo - José Luis Comellas García-Lera Historia y Biografías

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Bélgica para aislar a británicos de prusianos, fue sin embargo sorprendido por ambos en Waterloo, y enviado prisionero a la isla de Santa Elena, en el centro del Atlántico, donde terminaría sus días en 1821. Con la caída de Napoleón triunfaban dos elementos tan contrapuestos como el Antiguo Régimen y los nacionalismos románticos.

      La revolución, que había iniciado su ciclo en América, cerraría ese ciclo en América. Era lógico que la independencia de Estados Unidos, desde fines del siglo XVIII, alentara la de los territorios dependientes de España y Portugal (no tanto la del Canadá, arrebatado por los ingleses a Francia, sometido a ocupación militar, y con una población muy débil). Cierto que las condiciones de los países iberoamericanos no eran las mismas que las de los anglosajones. La América española no estaba formada por una sociedad de colonos, pertenecientes casi todos a una sola clase, sino por un complejísimo conglomerado étnico, distribuído además sobre un territorio que iba de California a Patagonia, sumamente diversificado por la geografía y los climas. Era un hecho que tendría singular importancia en el reparto de poderes resultante de un movimiento emancipador.

      Estos territorios estaban habitados por unos 17 millones de hombres, de los que solo unos 4 eran blancos. Los demás podían ser indios, mestizos —los más numerosos—, negros o mulatos. En muchas partes, y especialmente en los virreinatos nuevos —Nueva Granada y Río de la Plata—, creados en el siglo XVIII, florecía una burguesía comercial criolla, muy influyente, y no siempre bien avenida con la de origen peninsular, también establecida en los principales puertos. América española había prosperado en la centuria de las Luces, mediante un tráfico cada vez más intenso con Europa, y contaba con familias acomodadas y cultas, a la altura de las del Viejo Continente. Pero estas clases florecientes pensaban que podrían alcanzar una prosperidad aun mayor con un régimen de independencia, que les permitiera comerciar no solo con España, sino con el resto del mundo. A este deseo se unía la proliferación de las ideas de libertad que ya iban ganándose a todas las clases distinguidas de Occidente.

      Por si ello fuera poco, en el siglo XVIII se había operado lo que J. Lynch llama «la segunda conquista de América». La expresión, probablemente, no es acertada, pero responde al prurito de los políticos españoles de racionalización y centralización, idéntico al operado en la Península. Se crearon dos nuevos virreinatos, numerosas intendencias, y una frondosa burocracia, eficaz, pero exigente, se desparramó por todo el continente. Quizá lo más decisorio fuera la sustitución del funcionariado criollo por el de origen pensinsular, tal vez mejor preparado en las técnicas de la administración, pero que venía a quitar los puestos a los nacidos en América. Ya a fines del siglo XVIII o principios del XIX se iniciaron los primeros movimientos secesionistas —entre ellos los Comuneros del Socorro, Nariño, Gual, Miranda—, facilmente sofocados, pero que a los ojos de los americanos dieron especial gloria a los «precursores».

      Pero el hecho que vino a cambiar radicalmente la situación fue la invasión de España por las tropas napoleónicas. Así como en la Península se había formado una Junta Central, también en muchas capitales de América se constituyeron Juntas, teóricamente españolistas, que no obedecieron al rey intruso de Madrid. Gran parte de ellas se titularon «Juntas defensoras de los derechos de Fernando VII». No está bien explicado el mecanismo mediante el cual estas Juntas pasaron de españolistas a independentistas. En todo caso, este cambio se opera entre los años 1808 y 1810.

      La emancipación de la América española es un hecho muy complicado. Aparte la heterogénea composición de aquellas sociedades, entre los residentes blancos había realistas españolistas, realistas independentistas, liberales españolistas y liberales independentistas. Al fin fueron estos, en los que se juntaban el número y la influencia, los que se impusieron.

      —En Caracas, aunque la Junta actuaba teóricamente en nombre de Fernando VII, uno de los principales patricios, Simón Bolívar, pidió una Constitución y una Declaración de Derechos. Perdió Caracas ante las tropas del españolista Monteverde, aunque la recuperó en 1813. En la cuenca del Orinoco, otro españolista, Boves, levantó a los llaneros, que pusieron en serio peligro la independencia venezolana, y recuperaron Caracas, mientras Bolívar declaraba la «guerra a muerte». Era aquella una guerra civil más que otra cosa, en la que se discutían principios e intereses muy distintos. Mientras tanto, aparecía un nuevo foco independiente en Bogotá, con Nariño.

      España, agotada por la guerra napoleónica, apenas pudo enviar en 1815 una pequeña fuerza de 10.000 hombres, mandada por el general Morillo. Se trataba, sin embargo, de tropas entrenadas, que vencieron facilmente a Bolívar, el cual tuvo que refugiarse en Jamaica, apoyado por los ingleses.

      —En Chile había una sociedad más homogénea en lo racial, con unos 500.000 blancos y solo 100.000 indios, pero con un reparto muy desigual de fortunas, por la existencia de grandes hacendados. Grupos ilustrados, más numerosos, aunque menos ricos, imprimieron el giro de la Junta hacia la formación de una «Patria Nueva», bajo la dirección de Bernardo O’Higgins. Pero la lucha entre españolistas e independentistas —no siempre violenta— tardó bastante en decidirse. Cuando ya predominaban los segundos, el virrey de Perú, Abascal, envió tropas a Chile, que tomaron Santiago en 1814. La rebelión parecía dominada.

      —Lo que hoy constituye Argentina era también una zona de muy claro predominio de la población blanca. Buenos Aires, con 50.000 habitantes, era una culta población mercantil, mientras en el interior eran mayoría los hacendados más afincados en las viejas tradiciones, a los que, sin embargo, les interesaba la disposición de amplios mercados a donde poder exportar sus productos. R. Zorraquín nos pinta felizmente aquella sociedad de funcionarios, terratenientes y comerciantes, relativamente homogénea, pero no siempre bien avenida.

      Aquí la pugna entre la administración española más los agentes mercantiles peninsulares, partidarios de mantener el monopolio, y la burguesía criolla que deseaba el librecambismo, se había manifestado desde algún tiempo antes. El golpe definitivo lo dio un pretendido cabildo abierto en Buenos Aires, al que sin embargo no acudió el pueblo, sino solo un grupo de 251 ciudadanos, que depusieron al virrey Hidalgo de Cisneros, y crearon una Junta presidida por Cornelio Saavedra. Hubo roces con los territorios del interior, por un lado más españolistas, por otro opuestos a Buenos Aires. En 1816, el Congreso de Tucumán consiguió limar diferencias, y proclamar la independencia de las Provincias Unidas del Sur, nombre que en un principio adoptó la nueva nación. Fue entonces cuando comenzó a destacar la figura del general José de San Martín.

      En España se preparó un Cuerpo Expedicionario de 25.000 hombres, que se esperaba fuesen suficientes para reducir a los rioplatenses, y acabar con el foco más activo entonces, impulso que podía contribuir de modo decisivo a restablecer el control de América. Pero este Cuerpo se sublevó en la Península para proclamar la Constitución liberal española, y los insurgentes quedaron libres. Desde entonces, la situación cambió de signo.

      —El caso de México es un poco especial. Era un virreinato antiguo, donde se había formado una fuerte aristocracia criolla de muchas generaciones, cuya economía se basaba en la propiedad. La burguesía comercial era mucho más débil. Por el contrario, la mayoría de la población estaba formada por indios y mestizos. El conjunto de aquella sociedad tenía más arraigadas que en otras partes las ideas tradicionales, y era más difícil imaginar allí una revolución.

      Por eso los primeros intentos secesionistas —si es que lo son siquiera— resultan tener un carácter muy distinto, y van más contra la aristocracia que contra la dominación española en sí. Estos primeros intentos son obra de clérigos idealistas. Miguel Hidalgo, autor del «Grito de Dolores», era un párroco culto y tradicional, que encarnaba, según Gómez Rubio, un «modernismo cristiano». Su grito se hizo en nombre de Fernando VII y la Virgen de Guadalupe, pero iba contra las estructuras establecidas, y suponía una guerra civil. Hidalgo logró reunir una

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