Los Mozart, Tal Como Eran. (Volumen 2). Diego Minoia
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El agua en la Europa del siglo XVIII
Para entender cómo han cambiado los usos y abusos a lo largo de los siglos, el ejemplo del agua es paradigmático. En nuestras ciudades modernas damos por sentado este precioso bien: basta con abrir un grifo y ahí está, frío o caliente según nuestras necesidades.
Se calcula que el consumo per cápita de agua (usos domésticos, industriales, públicos y agrícolas) ha pasado de 200 litros diarios a mediados del siglo XX a más de 2000 litros en la actualidad (y más, para las zonas más derrochadoras del mundo). Para tener una percepción inmediata de la diferencia, basta con pensar que en 1700 un ciudadano de París podía disponer de una media de 5 litros de agua al día, que aumentó a 10 litros a finales de siglo.
Es evidente que, con esas cantidades disponibles, la limpieza personal no ocupaba el primer lugar en la lista de usos del agua: el baño se realizaba en el río y en verano (para los varones, aunque existía una idea preconcebida sobre la nocividad para el organismo de tal práctica, que se temía que hiciera perder fuerza al cuerpo) o en los escasos baños públicos.
En 1789 había en París unos 300 baños públicos, a los que se añaden un millar de baños privados en las casas de la nobleza (pero sólo una décima parte de los palacios aristocráticos, en 1750, estaban equipados con un baño especial, aunque Luis XVI en Versalles mandó construir seis).
En la época de los Mozart, por tanto, en las ciudades europeas el agua no era un bien cómodamente disponible para todos, como lo es hoy.
La escasez de agua se compensaba con la difusión de las normas de "buenas costumbres", aumentando el número de prendas de vestir en los armarios: el cuerpo sucio se "cubría" con ropa limpia (y el blanco de la ropa empezó a asociarse con la virtud personal).
No sólo eso, se pensaba que el lino, al absorber la suciedad y el sudor del cuerpo, lo dejaba limpio.
Por lo tanto, se considera adecuado, incluso siguiendo el consejo de los médicos, cambiarse de camisa cada 2/3 días, quizás en verano o si se era rico con más frecuencia.
Sólo se lavaban cuidadosamente con agua las partes visibles del cuerpo: cara, manos y cuello.
Unos pocos afortunados (nobles, altos funcionarios, instituciones religiosas, hospitales) habían recibido "privilegios" especiales que les permitían el acceso directo a los acueductos públicos, que sólo servían a unos pocos distritos de la ciudad.
Todos los demás se abastecían del pozo común, de la fuente del barrio o de los vendedores ambulantes que se abastecían directamente de los ríos o canales y que iban de casa en casa ofreciendo agua transportada en cubos.
Sin embargo, las aguas de los ríos y canales, especialmente los pertenecientes a las ciudades, estaban cada vez más contaminadas por actividades que vertían sus efluentes directamente en los cursos de agua: curtidurías, carnicerías, lavanderías, etc.
Ya en el siglo XVII los principales ríos europeos, como el Támesis y el Sena, se definían como letrinas (el escritor Beaumarchais, sarcásticamente, decía que "los parisinos beben por la noche lo que han vertido al río por la mañana"), pero todavía es de ellos de donde Londres y París toman las cantidades imprescindibles de agua para saciar la sed de su población.
Sin embargo, las zonas más alejadas de la ciudad quedaban excluidas de los canales que llevaban el agua de los ríos de la ciudad a los barrios, que tenían que satisfacer sus necesidades cavando pozos colectivos (en los patios de los bloques de pisos o en las plazas del barrio) o, para los ricos, los cuales eran privados.
Sin embargo, ni siquiera los pozos daban agua cristalina, contaminados como estaban en la capa freática por infiltraciones de todo tipo: desde los pozos negros hasta las aguas residuales de los cementerios, que dieron lugar a epidemias de cólera y tifus.
El agua, si no se utilizaba para fines externos, debía hervirse en cualquier caso.
El oro blanco se convirtió en poco tiempo en un "lujo necesario" hasta el punto de empujar a los Estados a inversiones masivas en acueductos que, como en el caso de París (casi como contrapunto) se financiaron con un impuesto sobre el vino consumido en la ciudad.
Aún así, durante mucho tiempo el agua corriente era un lujo para unos pocos y, para los que tenían la suerte de vivir cerca de una fuente (otros tenían que recorrer un largo camino con el peso del suministro de agua sobre sus hombros), las colas significaban largos tiempos de espera.
Las mujeres, al ser las principales encargadas de buscar el agua, podían llevar a casa una media de 15 litros cada vez y quizá, tras el esfuerzo de llevarla de la fuente a la casa, tenían que subirla cuatro, cinco o seis pisos hasta el apartamento.
En 1782 se inauguraron las bombas hidráulicas de los hermanos Perrier, que tomaban el agua del Sena y la distribuían en los canales disponibles, permitiendo incluso un lavado parcial de las calles principales con la consiguiente mejora de la salubridad del aire.
A pesar de ello, la mayoría de los ciudadanos tuvieron que seguir utilizando los pozos y las fuentes públicas, a menos que pudieran permitirse comprar a los aproximadamente 20.000 porteadores/vendedores que recorrían incesantemente las calles con sus cubos llenos de agua.
Otro dato interesante aportado por Leopold se refiere al correo en París. Por un lado se quejaba del coste de enviar/recibir el correo a/desde fuera de la ciudad: las cartas se pesaban y se tasaban de forma sorprendentemente cara, por lo que pidió a Hagenauer que utilizara hojas de papel finas y al hijo de Hagenauer, Johann (que tenía la tarea de escribirle noticias y hechos ocurridos en Salzburgo o que pudieran ser de interés) que escribiera en letra pequeña. Por otro lado, alababa la comodidad del llamado "pequeño correo" que permitía comunicarse dentro de París de forma rápida (la ciudad estaba dividida en zonas y el correo salía cuatro veces al día para ser distribuido en los diferentes sectores). El tamaño de la ciudad, de hecho, hacía que "los viajes fueran a veces largos y caros, teniendo que pagar el transporte público (Leopold se preocupaba de presentarse de forma decente y evitaba ir andando a los aristócratas para no llegar sudado y manchado por la suciedad de las calles).
Una confirmación de su reticencia a viajar a pie se encuentra en una carta fechada el 9 de enero de 1764 en la que, acabando de regresar a París desde Versalles, escribe al notario Le Noir informándole de que ha pasado por su casa sin encontrarle y señalando que "he llegado a su casa incluso a pie; ¡es realmente sorprendente!". Para valorar lo notable de la distancia, hay que tener en cuenta que la residencia de Van Eyck, donde los Mozart eran huéspedes, estaba situada cerca de la plaza de Vosges, mientras que la casa del notario Le Noir estaba en la calle de Echelle, detrás del Louvre y de los jardines de las Tullerías, a unos 2,5 kilómetros, todo ello en terreno llano y practicable en menos de 30 minutos.
Esta carta al notario nos muestra otra curiosidad: quienes no tenían sirvientes para recibir a los invitados en ausencia del dueño de la casa colocaban una pizarra en la entrada, donde los visitantes escribían sus nombres, para saber quién había pasado... y así lo hacía Leopold. Cuando podía, Leopold utilizaba el "fiacre", carruajes públicos numerados (como los taxis actuales) que definía como miserables, mientras que en ocasiones más importantes se veía obligado a contratar "carruajes de remesas", muy caros ya que se alquilaban para todo el día, pero permitían entrar en los patios de los palacios nobiliarios directamente en carruaje (mientras que el "fiacre" tenía que parar en la carretera y los invitados, por tanto, tenían que entrar a pie, lo cual rebajaba la percepción de su estatus social y económico).
Los Mozart, como hemos visto, llegaron a París el 18 de noviembre de 1763 y