Mosko-Strom. Rosa Arciniega

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Mosko-Strom - Rosa Arciniega Crisálida

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calles y los barrios no tienen nombre sino que están numeradas en un orden racionalmente calculado, en la que los medios de transporte (tranvías, trenes aéreos, metro, coches…) mueven una avalancha humana que lo llena e inunda todo «como un alud formidable», y en la que, latiendo por debajo del asfalto, palpitan las «vísceras de la ciudad»:

      la fantástica catarata del metropolitano, surcando a enormes velocidades las entrañas de Cosmópolis en todas direcciones; centenares de miles de finos hilillos telefónicos y telegráficos, revueltos como una madeja, pero perfectamente enhebrados en su extremidad, vibrando sin descanso, incesantemente, como los nervios sensoriales de un cuerpo humano en momentos de intensa emoción; el entresijo formado por los cables de la luz, por los tubos del gas, por las enormes tuberías de agua en su doble acometida de salida y entrada, toda aquella complicada red metálica, en fin, fina, vibrante y sensitiva como el sistema nervioso de un cuerpo humano. Y todo aquel enorme mecanismo incomprensible y sutil, obediente y sumiso a la mano, a la inteligencia del hombre; todo dispuesto para servir al hombre, único señor de las grandezas creadas por él (pp. 92-93).

      Por eso, al observarla, el profesor Dixler se pregunta: «¿No era esto maravilloso? ¿No constituía esto, acaso, el más grandioso ideal, la más altísima de todas las religiones? ¿Una fe, una esperanza en este Progreso no podría llevar también al hombre a la caridad, a la fraternidad y, con ellas, al propio Bien universal?». Y es la propia novela la que responde a través de las historias de los personajes y de los diálogos de Jackie Okfurt con su maestro Sampson Dixler y su amigo Max Walker: «Todo cabe en esta ciudad que viste a las almas, como a sus edificios, de hierro y cemento, que ha enterrado, por inservibles, el amor y el libre albedrío de los hombres». Es lo que ve en los demás, en sus antiguos colegas, poseedores de todo lo que materialmente pudieran necesitar o desear, pero ciegos a las bellezas del mundo y de la vida, anestesiados los verdaderos sentimientos por el torbellino de la ciudad:

      Y, detrás de estos dos hombres representativos, Jackie Okfurt veía a las inmensas multitudes anónimas, a Cosmópolis entera, poseída también del vértigo de la más fantástica de las precipitaciones. También acuciadas, espoleadas violentamente por la prisa. Millones de obreros sin espíritu ya, maquinizados, idiotizados por un plan de racionalización del trabajo. Millones de burócratas, comerciantes, artistas, toda una ciudad, todo un mundo, pasando por la vida sin tiempo de contemplarla, en el colmo de la velocidad y del vértigo. Arañándose, despedazándose unos a otros, todos afanados en su rápido triunfo, en su presente bienestar material. Y, sin embargo, todos, aun los triunfadores, presos, maniatados dentro de las argollas creadas por ellos mismos. Todos infelices por la ausencia de un ideal, manoteando en el vacío más espantoso... (p. 163).

      Todos aparecen ansiosos de una cosa: «tiempo, tiempo». El tiempo, cuya velocidad asfixia, cuya falta angustia, al que se da culto como a un verdadero dios («El tiempo era medido, sopesado allí, como el polvillo de oro, como las limaduras de un diamante por un joyero judío»). En la fábrica, todo está regulado por él; los cronómetros, «insobornables supervisores», lo ajustan milimétricamente, consiguiendo que todo marche «con absoluta precisión»:

      Allí no se hablaba más que el lenguaje del cálculo, el idioma de la exactitud y de la rapidez. Números de talleres, números de máquinas, números de hombres...

      Los ojos del ingeniero Max Walker saltaban desde los papeles donde estampaba su firma a la esfera del reloj. Las tres menos cinco, menos dos minutos, las tres... Ansiosamente pedía tiempo. «¡Tiempo, tiempo! ¡Ah, no poder poseer el don de la ubicuidad!».

      Abajo, en la explanada, en las naves de los talleres, la rueda giratoria seguía su vertiginoso ritmo invariable. Y los hombres, invariablemente también, cebando sin cesar aquellas mandíbulas de gargantúa. «Chas, chas; chas, chas; arriba, abajo; arriba, abajo». Incansablemente, isócronamente, como las olas del mar, como el ritmo cardíaco, como el tic-tac de un reloj (pp. 113-114).

      Y ese mismo esquema fabril es el impuesto también en la ciudad y en la vida en general de las gentes, un tiempo deshumanizado y acelerado que se traga al hombre en pro de la eficacia. Igual que lo hace el fenómeno que da lugar al título de la novela, el Maelstrom o Mälstrom o Mosko-Strom, que se produce en el archipiélago de la provincia noruega de Nordland, «un embudo colosal en perenne hervor, en un vórtice furioso y aspirante a donde iban a parar con increíble violencia peces, maderos, barcos, hombres, todo cuanto se ponía al alcance de su sima succionante, para ser arrojados después, rotos, hechos trizas, por debajo de las aguas». Un hecho que el pueblo ha convertido en leyenda, según la cual «el terrible vórtice aspirante era producido por un pulpo gigantesco, un monstruo multisecular cuyos enormes tentáculos […] removían sin cesar las aguas para atraer la comida hacia su boca insaciable».

      Para Max Walker, al principio de la novela, este ritmo y precisión conseguidos por el progreso técnico eran motivo de orgullo y le producían satisfacción al considerar que, si se extendía a toda la sociedad, serían parte fundamental de los logros a los que podía llegar la humanidad:

      Una Religión —él, que no tenía ninguna—, un Amor —él, que no había conocido ninguno— vinieron a llenar su íntimo vacío espiritual: la Religión de la Ciencia; el Amor del Progreso humano. Ciencia y Progreso que, para el estudiante de ingeniero Max Walker, cobraban formas tangibles en las exactitudes de la Técnica, en los adelantos e inventos que, esclavizando a voluntad las fuerzas ignotas y elementales del Cosmos, convertían al hombre moderno en un auténtico semidiós (p. 45).

      Jackie Okfurt, sin embargo, le hace ver la cara oscura de esa realidad:

      —Pero no, Walker. El verdadero Mälstrom no está allí. Está aquí, ¡aquí!, en el centro de Cosmópolis. Aquí es donde vive y agita sus tentáculos formidables, donde abre su boca succionante el verdadero pulpo; ese pulpo moderno de la ambición que arrastra hacia su vórtice inesquivable a la Humanidad entera... (p. 251).

      Mosko-Strom es, por lo tanto, una gran distopía, una distopía de la forma de vida a la que conduce la civilización moderna, dominada por los «beneficios» que los adelantos técnicos y las comunicaciones han creado en las grandes ciudades. Cosmópolis es, en este caso, la ciudad utópica, moderna, trepidante, rápida y ordenada; el remedo antitético de todas aquellas urbes que, desde La República de Platón —pasando por La ciudad de Dios de San Agustín, la isla Utopía de Tomás Moro, La Ciudad de Sol de Campanella y La Nueva Atlántida de Francis Bacon; y por los proyectos del socialismo utópico que llevaron incluso a la práctica Charles Fourier, Saint-Simon o Robert Owen—, el hombre ha soñado siempre, buscando la felicidad a través de una sociedad perfecta donde no existe ningún tipo de injusticia o esclavitud, y que, siguiendo el desarrollo de los acontecimientos —y principalmente el contrapunto del discurso de Jackie Okfurt—, nos va enseñando su otra cara:

      subía hasta allí el estruendo lejano de la Avenida 24, abierta en pleno corazón de Cosmópolis y en toda su efervescencia en estas primeras horas de la mañana. Era como un fragor de tormenta, como la orquestación de una sinfonía bárbara y elemental, con rudas disonancias y estremecimientos poderosos e intermitentes […].

      Bocinas de autos, bruscas trepidaciones de motor, sacudidas de camiones y tranvías, de carromatos y trenes eléctricos, todo ese rugido de infierno, en fin, indescriptible, monótono y desesperante, que asciende como la vaharada de un gas asfixiante, desde el fondo de las grandes urbes hacia las nubes (p. 70).

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