Tan cerca de la vida. Santiago López Petit
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La Escuela de la Vida
Antes de desaparecer, el holograma de la mujer ha añadido algo más. Siento no recordarlo. Seguramente, el discurso anterior tampoco es muy exacto. Si he sido capaz de reproducirlo es porque me ha dejado bastante perplejo. Yo sabía a lo que venía y ahora no entiendo nada. El holograma de la mujer ha asegurado que alguien nos ha declarado una guerra. ¿Quién podría atreverse? Esta amenaza me parece totalmente absurda. Y, además, ¿qué tiene que ver con el curso al que me he apuntado? Es probable que hayan querido rodear de misterio nuestra llegada para acrecentar nuestra curiosidad e interés. Lo que no entiendo, entonces, es por qué este aviso de peligro. Yo sabía a lo que venía. Quería hacerme famoso y este curso prometía un camino rápido para conseguirlo. Además, también me daba la posibilidad de conocer a gente. Observar es una de mis actividades preferidas. Cuando viajo en metro me entretengo mirando los rostros de los pasajeros e intento imaginar cuál será su trabajo. A veces, sin embargo, las manos son más indicativas.
Pues bien, el holograma antes de volatilizarse nos ha pedido que nos pusiéramos en círculo —en realidad ya formábamos un círculo, pues automáticamente nos habíamos situado a su alrededor— y también que nos diéramos las manos. Confieso que he sentido un cierto reparo. ¡Así, de pronto, dar la mano a un desconocido! Más exactamente a dos. Y mientras nos encontrábamos en esta tesitura, la vida, es decir, el holograma hablante, nos ha rogado finalmente que cada uno de nosotros escogiera un seudónimo con el que de verdad se sintiera identificado. El seudónimo no tenía que reflejar tanto nuestra personalidad como nuestra imagen. De un modo más preciso: la imagen que desearíamos mostrar a los demás. La Escuela de la Vida, y eso era una novedad para mí, lejos de asignarnos un número, nos permitía darnos un nombre y convertirnos así ya, directamente, en una marca propia en el mercado libre del ciberespacio.
Mientras estaba pensando qué seudónimo sería el más apropiado para mis aspiraciones, no sé muy bien cómo, me he encontrado con un hyperphone entre las manos. Supongo que me lo ha alcanzado alguno de mis compañeros. Cuando lo he puesto en funcionamiento, ha aparecido una frase escrita en mayúsculas: EL HYPERPHONE ES TU CORDÓN UMBILICAL CON LA VIDA. He sentido una cálida protección y que, por fin, algo importante podía sucederme. Bajo esta frase destacada seguían tres instrucciones muy concretas. La primera era que debíamos mandar una foto nuestra una vez por semana. La segunda, que al final del día grabáramos un mensaje de voz, el que quisiéramos. Y la última, colocar siempre el hyperphone bajo la almohada al acostarnos. De cumplir correctamente las indicaciones, se nos aseguraba, el programa de gestión del estado de ánimo sabría guiarnos y corregir los trastornos de aprendizaje que pudieran surgir. Asimismo, y como resultado de la evaluación permanente de los objetivos que cada uno se fijara, recibiríamos puntos virtuales. Estos puntos virtuales serían muy útiles para poder planificar con rigor la eclosión de nuestras capacidades y competencias. Lo digo con toda sinceridad, creo que el hyperphone puede ser la mano que buscaba desesperadamente en la oscuridad.
Se confirmaría de este modo que ha sido un acierto venir a esta escuela y una suerte que me aceptaran. No, no voy a contar ahora mi vida, puesto que ya es un poco tarde y hemos empezado a organizar la sala en la que dormiremos. Además, es una vida como tantas otras. Tiene un momento álgido y luego un largo descenso, pero no al infierno, sino al desierto de la espera. Un momento álgido es una intensidad coagulada. Si tu sangre es normal y sufres un corte, diminutas células, conocidas como «trombocitos» o «plaquetas», llegan al rescate. Estas células en forma de disco, las más pequeñas del torrente sanguíneo, se aglutinan en segundos para sellar la herida. Cada gota de sangre suele contener unos ciento quince millones de plaquetas, de modo que la ayuda siempre está a mano y presta, si la herida no es grave; todo vuelve a la normalidad casi sin percatarnos de ello. La coagulación de la sangre nos salva, ciertamente, pero ¿dónde queda la herida? La herida por la que un puñado de dolor bregaba por aflorar. Ni la señal de la herida queda suprimida ni el dolor desaparece. Pero la sangre ya no se ve. Las renuncias de que está hecha la vida son pruebas del proceso civilizador. La normalidad ha triunfado. Por eso, estoy contento de que me hayan admitido en esta escuela. El uniforme de diario es la esperanza, la esperanza en que cada uno de nosotros puede ser el protagonista de su propio cambio.
Cuando decidí presentarme como candidato, deseaba interrumpir esa monótona espera que me tenía secuestrado. Era una espera sin esperanza. Quería pronunciar una palabra y la palabra no salía de mi boca. Yo creo que masticaba las palabras y que por esa razón no podían salir. A veces podía lanzar un grito. Y luego el silencio. Un silencio tan vacío que hasta se tragaba el aire. En cambio, aquí todo es diferente. Tengo mi propia marca y, por fin, puedo ser yo mismo. No ese perdedor. Ese iluso. Ese… escrupuloso acérrimo que solo podía tocar el mundo con las puntas de sus dedos por miedo a mancharse. Además, y quisiera resaltarlo, finalmente podré desembarazarme de esa mirada melancólica que me tenía ya cansado.
Lo sé muy bien. He dicho antes que me gusta observar. Observar es, seguramente, la actividad más digna que nos queda cuando el momento álgido se ha escurrido entre los dedos de las manos, pero ¿la mirada del que observa el mundo no es necesariamente melancólica? ¿Por el hecho de ser meramente un observador, porque el mundo es como es, o porque existe la noche y la noche no existiría si no tuviéramos ojos? Una pregunta me lleva a la otra. La mecánica cuántica hace mucho nos enseñó que el observador modifica el objeto de estudio, que la medida de una propiedad altera al sistema mecánico-cuántico impidiendo la medida precisa de otra propiedad. Siempre he creído que si la ciencia comprendiera de verdad esta imposibilidad, tendría que ser más melancólica. En cambio, no es así. La ciencia es inconscientemente optimista. Empleando las funciones de onda que representan meras probabilidades, se las arregla para desentrañar con éxito el mundo de las partículas subatómicas. Evidentemente, la condición es no hacerse preguntas inadecuadas; por ejemplo, por qué funcionan tan bien las ecuaciones para explicar este extraño mundo invisible que, sin embargo, nosotros solo podemos describir mediante paradojas. El éxito de la ciencia reside, seguramente, en su capacidad de autolimitación. Mediante un implacable juego de limitaciones logra funcionar a la perfección y, a la vez, alejar de sí esta insidiosa melancolía del observador. Aquí, por el contrario, nos animan continuamente a superar cualquier límite que se ponga delante de nosotros. El discurso de bienvenida era claro a este respecto. Por eso, una de las consignas preferidas, y que aparece en las numerosas pantallas de televisión, asegura: «Tú puedes ser lo que deseas. Solo existe un obstáculo: tu obstinación en pensar lo contrario». Nos dan confianza y creen en nosotros.
Me siento acurrucado en el vientre de la vida. No se puede pedir más. Aquí te devuelven la curiosidad y las ganas de aprender. Pero, sobre todo, una esperanza que —al no estar aquejada de ceguera porque la esperanza más segura es aquella que reside en uno mismo— puede colmar el vacío de la melancolía. Yo no fallaré. Yo no me fallaré. Quizás es una escuela un poco extraña, pero gracias a ella conseguiré hacerme famoso. En el fondo, voy a hablar sin ambages, quiero ser famoso para que me dejen tranquilo. Tener éxito en esta sociedad es el único modo de poder controlar tu vida. Porque, si no, ¿adónde huir? Ciertamente, el éxito acarrea alabanzas hipócritas, frialdad y mucho autoengaño. Es esencial, por tanto, un trabajo largo y constante que destierre la lisonja y expulse toda idea de merecimiento. Pero, entonces, si realmente no merezco el éxito, ¿significa que soy un fraude? Esta idea nunca me abandona. Sí, soy un fraude y todos los que hemos sido admitidos en este curso somos un fraude. Solo la vida, que no engaña jamás, esta vida que nos acoge con los brazos abiertos, podrá liberarnos de esta condena.
No ha sido fácil escoger el seudónimo. Nuestro grupo consta de cincuenta personas desconocidas entre ellas, si bien sus motivaciones tienen que ser bastante parecidas puesto que han superado el mismo proceso de selección. Decidir libremente el seudónimo que será nuestra marca, el nombre con el que nos identificaremos y que también tendrá que representarnos, ha supuesto empezar a establecer ciertas reglas de funcionamiento. Por votación hemos descartado los colores. Los colores son muy útiles para describir estados de ánimo, incluso pueden asociarse a ciertos