Yo sí pude del valle de lágrimas a la cima de los listillos. Jesús María López-Davalillo y López de Torre
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Cuando me subo al coche abro las ventanillas para que se vaya ese apestoso olor a tabaco que el estrés me obliga a consumir y al final arranco con la diaria monotonía de dirigirme a mi trabajo para ganarme el pan nuestro de cada día, actualmente con mucho más sudor de mi frente porque ha empezado el verano, máxime en la ciudad donde vivo desde que abandoné mi pueblo (mejor dicho, villa), que, con un clima continental, es un poco agobiante en esta estación veraniega.
De camino a la oficina tengo que parar en la gasolinera porque, a pesar de estar concienciado de los ahorros imprescindibles, este coche es incapaz de andar aún sin ese espantoso y caro líquido que el empleado me echa en el enorme depósito, aunque solo se mueve la aguja un poco, ya que si echo más de cien doblones se me destroza el presupuesto. Por este motivo yo no noto demasiado ni las subidas ni las bajadas de los precios de las gasolinas, ya que siempre pongo la misma cantidad.
Por cierto, siempre voy a gasolineras donde hay empleados, porque en las otras, además de mancharme las manos y muchas veces el pantalón, la corbata o la camisa, me cuesta lo mismo a pesar del trabajo que realizo para ponerme el combustible, lo cual es tremendamente injusto, y no estoy dispuesto a trabajar gratis para nadie, menos sin conocerle, y tener la sensación de que se queda con una parte de lo que pago por llenar el depósito.Además, disminuye el paro, porque debían contratar a expendedores de gasolina. Por eso debemos unirnos en este propósito a fin de que todos aportemos cuanto podamos para avanzar en el imparable camino hacia el pleno empleo.
Desprovisto ya del dinero que, según convenio, voy a ganar hoy, llego a la oficina y, como siempre, no puedo aparcar y lo tengo que dejar en doble fila.
La verdad es que recuerdo que un día aparqué. No se pueden hacer una idea de las ganas que me dieron de dejar allí el coche para siempre, entre otros motivos por la envidia de todo el personal por tener el coche aparcado en la puerta. No es por falta de civismo; de hecho, no molesta a nadie y si así es en alguna ocasión inmediatamente se retiran los coches que estorban, ya que este sistema de aparcamiento lo utilizamos todos los que trabajamos en la empresa.
Esta práctica vamos a tener que dejarla de una vez, porque es malo para el empresario y para el empleado. Me explico: de vez en cuando aparecen unos guardias, normalmente en moto, que no es que traten de disuadirnos de las obligaciones ciudadanas respecto a la normativa de tráfico, ni siquiera que estorben a algún otro conductor o peatón. Simplemente, sacan su bloc de multas para cubrir su cupo diario de recaudación para las siempre deterioradas arcas del Excelentísimo Ayuntamiento.
Ante esta agresión y dadas las excelentes cualidades de observación de la proba funcionaria de recepción de lo que ocurre en la calle, suenan los teléfonos de todos los despachos y, como si de un simulacro de fuego se tratara, todos nos abalanzamos hacia la calle para retirar los coches y dar varias vueltas hasta encontrar donde deshacernos de ellos, o bien esperar a que los valerosos agentes hayan dado por finalizada su útil, inestimable y pública labor de vigilancia.
Esta necesaria operación nos lleva algo más de media hora y nos vemos obligados a ello por culpa del Ayuntamiento, por lo que, sinceramente, no podríamos calificarlo como pérdida voluntaria de tiempo, aunque el empresario entiende injusto tener que abonarla; pero esto sería lo de menos si no fuera porque en ocasiones los esforzados agentes de la autoridad logran su objetivo y me colocan una multa, que supone como mínimo el salario convenio de toda la semana, y eso si tengo suerte de que no intervenga la grúa, porque en ese caso ¡qué les voy a contar yo!
Hasta hace no mucho tiempo estas multas no le quitaban el sueño a nadie, ya que todos teníamos como orgullo contar a los amigos cómo no las pagábamos porque no tenían poder ejecutivo y blablablá, pero desde hace un tiempo te embargan las cuentas corrientes (desgraciadamente, demasiado corrientes), te envían cortos y amenazantes mensajes, contratan a empresas privadas que te «presionan» y que, de paso, se lo van contando al portero para vergüenza y oprobio ante el vecindario, donde a los pocos días todo el mundo se entera de que el vecino del décimo, además de ser absolutamente incívico, debe mucho dinero y le van a embargar, le citan del juzgado vaya a saber por qué, etc.
En cualquier caso, si algún día no hay sustos de este tipo, pasado el tiempo de «calentamiento» para poder iniciar el trabajo de forma progresiva y no dañar excesivamente mi equilibrio psicológico, saco, como todos, unos cuantos papeles con los siempre urgentes, importantes y numerosos asuntos para empezar mi angustiosa tarea.
En cualquier caso, es inútil porque, como es del dominio público, la burocracia se autoalimenta, por lo que, entre lo que yo hago y el apoyo de todos mis compañeros, somos capaces cada día de generar trabajo para otros cinco, lo que no solo nos agobia y sume en la desesperación de la labor inacabada, sino que, en un esfuerzo de solidaridad, nos obliga a acudir con las presiones necesarias al empresario para que aumente el número de burócratas que hagan ejército con nosotros.
Creo que es una labor de protección no solo de nuestro trabajo, sino de la humanidad en su conjunto, ya que de esta forma cada uno de nosotros logrará dar trabajo a varios y, con ello, dinero para ellos y sus familias y, por supuesto, crear personas como yo, que algún día se planteen lo que están haciendo. Porque ¿no sería mejor dejar el trabajo para otros? Disponiendo de más tiempo podría al fin ganar más dinero y, en definitiva, vivir mejor.
De esta manera llegaríamos al pleno empleo, que en un estado de bienestar como en el que vivimos sería alcanzar casi la perfección, sobre todo si en lugar de utilizar la fuerza bruta para prestar nuestros servicios primara la aportación intelectual.
El trabajo intelectual, como todos los facultativos indican, requiere de periodos de descanso frecuentes, aunque breves, que ayuden a rendir luego más, por lo que cada cierto tiempo se requiere hacer una parada, junto con unos cuantos compañeros,para poder intercambiar experiencias vitales y laborales que nos ayuden a enriquecernos mutuamente.
Solo surge un problema, que cada uno de estos recesos supone un nuevo gasto para el café, la cerveza… (otro gasto que nos evitaríamos si estuviéramos en nuestra casa sin los problemas y la ansiedad que supone el trabajo).
Desde luego, yo decidí hace tiempo de manera responsable que no debía hacer más de dos descansos de este tipo por la mañana, ya que de otra forma mi economía se vería gravemente afectada (las cosas, en general, suelen ser buenas con moderación, me decía yo para no entristecerme demasiado).
Tras las primeras y agotadoras cinco horas de duro trabajo llega el ansiado descanso, más prolongado que los otros porque debemos ocupar un tiempo en recobrar las fuerzas perdidas con un refrigerio breve que nos permita seguir trabajando.
La verdad es que, de por sí, el nombre de refrigerio me parece poco apropiado para el hecho de comer, que es como siempre se ha dicho. Recuerdo oír a mis mayores: «¡Si no comes bien, ¿cómo vas a trabajar?!».
Claro, ellos tenían otro concepto del trabajo.Ahora simplemente te comes un sándwich con un refresco de cola y sigues trabajando igual que antes. Que ni mucho menos significa que los de antes trabajaran así, porque si hubieran trabajado tan poco como nosotros hemos llegado a conseguir con nuestros «derechos» a fin de rendir lo mínimo, no hace falta pensar mucho sobre lo que nos hubieran dejado como herencia. Seríamos aún más pobres y no podríamos afrontar el futuro con tanto entusiasmo (por cierto, ¿qué será del futuro de los que nos siguen en este valle de lágrimas?).
Olvidándome de estas disquisiciones filosóficas, lo que quería decir es que en lugar de refrigerio me han gustado siempre mucho más términos como ágape, banquete, comilona, etc., pero el hecho es que no puede ser de esa forma, entre otras