Una mirada oblicua. Varios autores
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Sarmiento se convierte así en una cineasta de la escucha, y hace de su documental una verdadera cámara de resonancia donde repercuten el pietismo y la sentimentalidad, y en ese gesto, modesto pero letal, convierte a quien emite un sonido en un bárbaro: un donjuán con ínfulas retóricas, repleto de preciosismos y de labia florida de depredador, un seductor histriónico y torpe. Según una superstición difundida, el amor no se dice, es lo que se sustrae, lo que no se deja tocar por un discurso, aquello que se manifiesta en el silencio o en actos, pero nunca en palabras. Alan Pauls decía que El último tango en París, esa fatídica película de Bertolucci, terminó convirtiéndose en un género de ese tipo, “el de las películas empeñadas en contar hasta cuándo y hasta dónde puede resistir una experiencia de pasión amorosa sin caer en el bochorno burgués, trivial, inadmisible, de las palabras; es decir, sin arruinarse”18. El hombre cuando es hombre es el revés sarcástico de ese último tango. A ese silencio aristocrático se opone al parloteo chillón de la declaración de amor, con sus rituales, canciones y técnicas de seducción, con sus pathos y transgresiones. El hombre cuando es hombre no se trata del amor, entonces, porque tal vez es cierto que no hay saber sobre el amor, sino de aquello que, del amor, precisamente por convertirse en una fórmula o dispositivo normativo, termina por ser asfixiante e incluso letal.
No del amor, decíamos, sino de la productividad del discurso amoroso, de las figuras que origina, de las valoraciones que pone en juego y de los efectos que produce. Y este documental se transforma en una verdadera máquina melodramática de detección de esas figuras que produce El hombre cuando es hombre: la mujer-bestia, la mujer-madre, la mujer-virgen y la mujer-puta, todas ellas dispositivos de un esquema que ha hecho de las posiciones sexuales un conjunto de identidades reificadas y pasiones normativas. Como una suerte de santo y seña, de advertencia o adenda, Sarmiento comienza su documental con algunas imágenes que se descuelgan de la forma que toma luego el documental, pero que a su modo lo condensan: unos hombres a caballo pastorean, doman y preñan a su ganado. Corte. Nace una niña y apenas lo hace, la madrina incrusta un aro en su oreja. Corte. La estatua de una virgen señorea el patio de un colegio de mujeres. Corte. La puta aparece en su ausencia. Son tomas largas, dilatadas, que demoran el comienzo del filme, como si una cuota de pudor, distancia crítica, risa o congoja acompañara a su autora.
El documental se ganó una protesta pública del embajador de Costa Rica en Francia, porque lo consideró una ofensa para su país. Su enojo se fundamentaba en un malentendido. No se enjuiciaba aquí al hombre costarricense de carne y hueso, en verdad a ningún hombre de carne y hueso. Lo que Sarmiento muestra con extremada sutileza es el conflicto constitutivo de la posición sexuada. Nadie nace hombre o mujer, no hay anatomía que lleve inscrita una identidad. Lo que hay son vías de realización, codificaciones de la relación amorosa, instituciones simbólicas desde las cuales se tramita la masculinidad o la feminidad. El título del documental es elocuente en ese sentido. El hombre cuando es hombre: es decir, el hombre cuando ocupa efectivamente el lugar de la masculinidad, ese lugar de artificio que es toda sexualidad. Y cuando lo hace, eso pareciera mostrar este documental, no puede sino hacerlo mediante una misoginia constitutiva, una producción jerárquica de los sexos que termina por constituirse psíquicamente. El momento álgido del documental viene de la entrevista que Sarmiento realiza a dos hombres encarcelados por dar muerte a sus esposas. En el testimonio, lo que aparece como síntoma es la insoportabilidad de que la mujer pueda amar a otro o, como dice Lutereau, de la imposibilidad de soportar “la estructura femenina del deseo (…). ‘Puta’, en ese sentido, no ha dejado de ser en el tiempo el insulto que nombra este drama”19, el drama de que la mujer aparezca convertida en rival de la potencia de goce.
Mirado retrospectivamente, a la luz de la fuerza que ha cobrado el feminismo hoy, el documental abre nuevas preguntas: ¿Cómo habitar la sexualidad allí donde las instituciones simbólicas en las que se tramitaba la masculinidad y la feminidad han entrado en crisis? ¿Cómo pensar el erotismo y el amor? ¿Cómo eludir el riesgo de producir nuevas normatividades o euforias identitarias? ¿Cómo pensar un feminismo que, afirmando la opacidad del cuerpo y el deseo, elabore una crítica de la violencia? ¿Cómo no hacer del amor una pasión triste? “La naturaleza es una pose muy difícil de sostener”, parece decirnos Sarmiento, y quizás esa sea la frase —que tomamos prestada de Oscar Wilde— para pensar un feminismo sin doxa, sin sentidos cristalizados, sin esencialismos, abierto a la pregunta por la alegría y la emancipación.
En el año 1975, la cineasta filma su primer corto de ficción. Se llama La dueña de casa. Realizado después de Un sueño como de colores y antes de El hombre cuando es hombre, este registro puede ser leído como una respuesta enfática pero sutil a la ordenación clásica de las mujeres en política. Si en Un sueño como de colores Sarmiento exhibe el lugar público de la mujer administrado bajo la fantasía masculina, si en El hombre cuando es hombre explora las formas de la transferencia amorosa a través de la doxa y el mandato masculino, en La dueña de casa Sarmiento se preguntará por las relaciones de las mujeres con lo público, lo privado y lo doméstico. Se trata de una cita que la cineasta realiza desde el exilio a los últimos días de la Unidad Popular, condensados en la “campaña de las cacerolas”, ese género de protesta que se inaugura en Chile con las mujeres opositoras al gobierno de Allende. “Que se acuse constitucionalmente al presidente y que lo saquen el 21 de mayo mismo, porque tiene destruido, molido … y este es un gobierno corrompido y degenerado, señor, degenerado y corrompido, inmundo. Comunistas asquerosos, tienen que salir todos de Chile”, bramaba una mujer que apoyaba la candidatura de Sergio Onofre Jarpa y Gustavo Alessandri al Congreso, y que Patricio Guzmán registró en su brutalidad más exacta en La batalla de Chile I (1975).
A diferencia del documental de Guzmán, cuyo registro pertenece más al de los grandes relatos políticos y sus disputas en el espacio de lo público, La dueña de casa se inmiscuye en el espacio doméstico de aquellas mujeres pertenecientes en su mayoría a una élite privilegiada, católica, conservadora y liberal de derecha, para mostrar una especie de franja sensible y menos grandilocuente desde donde interrogar la política. Nuevamente, como en sus dos filmes mencionados anteriormente, la cineasta no despoja lo familiar de sus identidades reconocibles, sus estereotipos y sus marcas, sino que expone sus retóricas, frases hechas, gesticulaciones, comportamientos, maneras de pensar, estilos de vestir, porque como buena lectora de doxas, Sarmiento prefiere hacer del cine una máquina de disección y no un lugar desde el cual formular edictos o prescripciones; una máquina de pensamiento y no un podio.
En La dueña de casa, no hay iconos exaltados de la feminidad, sino su revés más pedestre: la mujer que lava, friega, cose, borda, ve telenovelas y gritonea a su empleada. Una economía doméstica que Sarmiento rastrea y retrata sobre todo a partir de su lenguaje, de sus formas específicas de interlocución que se han vuelto completamente insoportables: “roto”, “china de mierda”, “dime con quién andas y te diré quién eres”, “huacho”, “upeliento”, “cochino”. Ese énfasis en las marcas, usos y fricciones de las palabras nos permiten medir no solo la degradación del mundo sino el desprecio por la vida popular, sus luchas sociales y la experiencia colectiva que el golpe de Estado terminó por sepultar. La dueña de casa funciona también como una especie de canción pop, una banda sonora de época, porque tiene la fuerza de encapsular, identificar y preservar una fracción de tiempo, de despertar involuntariamente sensaciones, afectos y recuerdos, incluso para quienes no fuimos testigos directos de esa catástrofe.
A diferencia de su documental de 1982, aquí no hay hombres. No es necesario. La cineasta prescinde de la clásica imagen del esposo