La radio ante el micrófono. Miguel Álvarez-Fernández
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Si recordamos que la palabra moral, procedente del latín morālis, deriva en última instancia de la voz «mos, moris», que simplemente significa «costumbre», se entiende que la cualificación moral de esas categorías relacionadas con la escucha sea algo que aprendemos desde niños. Como en todo proceso educativo, replicamos aquellos comportamientos que encontramos en otros miembros de las diferentes comunidades a las que vamos perteneciendo (y, desde una perspectiva aspiracional, también de aquellas a las que quisiéramos pertenecer). La radio, mucho antes que los demás medios de comunicación masiva, ha contribuido —para bien y para mal— a ampliar enormemente esas comunidades humanas de escucha, extendiendo a su vez entre sus oyentes este tipo de prejuicios. Es decir, educándonos.
Toda forma de educación implica una jerarquía de valores. Más allá de los contenidos explícitos de cualquier programa formativo, lo que con él se transmite es, básicamente, que ciertas cosas son más importantes que otras. Por ello merecen ser recompensadas —o, en su caso, castigadas— por nuestros padres o tutores; por ello ocupan más, menos, o ningún tiempo en el aula o en determinadas conversaciones… También entre los sonidos —como aprendemos ya desde la infancia— algunos valen más que otros. Curiosamente el ruido —que en general ocupa los escalafones más bajos en esa jerarquía— sirve a los distintos grupos humanos para manifestar públicamente su valoración moral de los estímulos acústicos compartidos: el aplauso y el abucheo son perfectos ejemplos de ello. Expresiones atávicas que, como los propios valores morales, intentan mantener unidas a comunidades que a veces pueden recordar a los rebaños.
CONTRA LA ESCRITURA
El ruido, que apresuradamente puede definirse como un sonido no sujeto a normas, es una de las categorías estéticas que mejor sirve para describir la obra poética de Henri Chopin. Ello es compatible con el hecho de que sus más ambiciosos proyectos poéticos —y Le Corpsbis es un ejemplo de ello— presenten un cierto grado de articulación formal: se dividen en movimientos, y es posible detectar en ellos tenues estrategias compositivas. Ahora bien, dado que todos esos planes relativos a la organización temporal de la obra deben, en cualquier caso, atravesar el siempre impredecible aparato fonador (y, por extensión, el cuerpo) del poeta, la escucha de esas piezas revela la escasa validez de todas esas previsiones. La prioridad artística de Henri Chopin es la libertad, como él mismo dejaba claro en un artículo de 1994 titulado «Poesías sonoras o la utopía gana», que se publicó en Les cahiers de l’IRCAM:
Por definición, el poeta, a pesar de todos los obstáculos, incluidos los de las escrituras, es libre, y si a veces obedece sin crítica a un verbo ya fijado, él mismo traiciona la exploración de los lenguajes. No tiene que seguir la severa semántica —relaciones del significante con el significado—, sino que debe alzar sus protestas temporales.
El enorme abanico de recursos sonoros activados por Chopin en obras como Le Corpsbis trasciende, con mucho, cualquier posibilidad de regulación o incluso codificación previa, ya sea en el plano de la semántica —como apunta la cita anterior—, ya en el de la sintaxis, ya en el de la fonética. El poeta tiende a recrearse en las más sutiles variaciones tímbricas de materiales surgidos en puntos de articulación impracticables para la mayor parte de los humanos, y ello se resiste a ser insertado en cualquier esquema, partitura o guion. No es posible imaginar un alfabeto, un solfeo o —en general— un catálogo de símbolos tan suficientemente complejo y rico como para poder dar cuenta de toda esa salivada variedad de matices y combinaciones tímbricas, dinámicas, espaciales, de altura, etc.
Además, si vanamente se intentasen fijar en algún tipo de escritura —más allá de la que representa la fonografía— esos inusitados garabatos sonoros, esas complicadas volutas prelingüísticas, también se manifestaría la necesidad de transcribir todos los procesos electroacústicos que continuamente transforman esos sonidos orgánicos, pues en Le Corpsbis ambos dominios se fusionan hasta el grado más íntimo. En el artículo antes citado, Chopin se manifiesta críticamente respecto al uso de estos medios por parte de ciertos músicos: «Insistiendo sobre este arte de la respiración, podemos recordar que el escriba, al igual que el gráfico, para controlar sus trazos y signos aprendían a respirar, algo que parece ignorar el compositor electrónico». El poeta insiste en su lejanía respecto a cualquier forma de codificación simbólica de su obra:
[…] desde hace más de treinta años ya no escribo partituras antes de crear un «audiopoema». Construyo de memoria, solamente con ella, las expresiones de mi cuerpo, sobre todo la boca, sus respiraciones [souffles], etc., que se convierten en mis únicas partituras sólidas.
En resumen, una creación radiofónica como Le Corpsbis está plenamente entregada a la oralidad, y en esa medida escapa de la esclerotización que representa toda forma de escritura. Por esta precisa razón —y aunque el propio Chopin cultivara, con fruición, las ediciones fonográficas de sus trabajos—, en realidad su poética tiene más que ver con la performance (o, en su caso —que es el nuestro—, con la radioperformance), y por ello sus grabaciones se comprenden mejor al ser escuchadas como la documentación de algo que ha sucedido «en vivo», y no como si se tratara de composiciones electroacústicas elaboradas en un tiempo abstracto y diferido, como por ejemplo sucede en el ámbito de la música concreta o acusmática —campos a los que una apresurada audición de Le Corpsbis también podría remitir, y sobre los que este mismo trabajo reflexionará en próximos capítulos—.
Esta referencia a cuestiones que se abordarán en las siguientes páginas del libro nos permite, también en relación con el tema que se venía planteando, lanzar aquí una suerte de guía (más que de guion) hacia el lector. Si, como se acaba de señalar, Le Corpsbis puede ubicarse claramente en un dominio estético caracterizado por la oralidad, con su análisis nace un vector argumental —que atravesará todo este ensayo— dirigido, progresivamente, hacia lo escritural. En otras palabras, aunque todos los trabajos que se irán presentando pueden calificarse como radioperformances —pues en ellos siempre se explora la relación de la membrana del micrófono con los cuerpos y las voces que quedan más allá esa frontera—, esas obras nos irán arrastrando, de manera gradual, hacia ejemplos en los que la relación con una partitura, un guion o —en general— un código de carácter formal se hará cada vez más presente.
Esa trayectoria, advertimos, no es la única pauta que permite desentrañar el sentido global —si es que cabe hablar de algo así— de este ensayo. De hecho, el sinuoso camino que parte de la oralidad con dirección a la escritura en ocasiones desaparecerá subterráneamente de la lectura —desplazado por otros asuntos—, y en otros momentos se bifurcará con un gesto que pondrá en suspenso el carácter lineal del recorrido. Pero es una perspectiva que puede, en alguna medida, orientar al lector, y sobre la cual —en cualquier caso— se reflexionará, retrospectivamente, en las últimas páginas de este texto.
Esas páginas postreras, por cierto, estarán dedicadas a Trueno, una pieza radiofónica de la compositora hispanoalemana María de Alvear. Quizás el razonamiento anterior podría hacer pensar, en buena lógica, que en ese último trabajo aquí analizado se consumará esa aproximación progresiva hacia lo escritural, y que por tanto Trueno será interpretada como la ejecución de un esquema formal abstracto, ajeno al siempre imprevisible flujo de lo oral. Nada más lejos de lo que sucederá. En realidad, nuestro examen de la radioperformance de De Alvear intentará relacionarla con la idea de rito, lo cual puede conectar fácilmente esa obra con la propuesta estética de Le Corpsbis y otros trabajos