Mujercitas. Louisa May Alcott

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Amy, a pesar de ser la menor, era uno de los miembros más importantes de la familia, o al menos eso pensaba ella. Era una niña de tez clara, ojos azules y cabello rubio que caía en tirabuzones sobre sus hombros. Pálida y delgada, se comportaba siempre como una damita atenta a sus modales. En cuanto al carácter de las cuatro hermanas, dejaremos que el lector lo vaya descubriendo por sí mismo.

      El reloj dio las seis y, tras barrer el hogar, Beth acercó a él un par de zapatillas viejas para que se calentaran. Aquello tuvo un efecto tranquilizador en las muchachas, pues sabían que significaba que su madre no tardaría en volver. Se prepararon para recibirla. Meg dejó de sermonear a sus hermanas y encendió la lamparita, Amy se levantó de la butaca sin que se lo pidieran y Jo se olvidó de lo cansada que estaba y se incorporó para sostener las zapatillas cerca de las llamas.

      —Ya están muy gastadas, mamá necesita unas nuevas.

      —Pensaba comprarle unas con mi dólar —comentó Beth.

      —¡No, yo lo haré! —exclamó Amy.

      —Como hermana mayor que soy… —comenzó Meg, pero Jo la interrumpió para decir, muy decidida:

      —Ahora que papá no está, yo soy el hombre de la casa, y seré yo quien le compre las zapatillas, porque papá me encargó encarecidamente que, en su ausencia, cuidase de mamá.

      —Ya sé qué podemos hacer —medió Beth—. En lugar de que cada una se compre algo para sí, ¿por qué no invertimos el dinero en regalos de Navidad para mamá?

      —Es una idea excelente y muy propia de ti —exclamó Jo—. ¿Qué podemos regalarle?

      Meditaron unos minutos, muy serias.

      —Yo le compraré unos guantes —anunció Meg mirándose las manos, muy bonitas, como si éstas le hubiesen inspirado—. Le regalaré un hermoso par de guantes.

      —Y yo unas buenas zapatillas, las mejores que haya —apuntó Jo.

      —Y yo unos pañuelos bordados —dijo Beth.

      —Yo le regalaré un frasquito de colonia; le gusta y no resulta demasiado caro. Con lo que sobre me compraré algo para mí —terció Amy.

      —¿Cómo le daremos los regalos? —preguntó Meg.

      —Podemos dejarlos sobre la mesa, irla a buscar y ver cómo los abre, como solíamos hacer el día de nuestro cumpleaños, ¿recordáis? —contestó Jo.

      —Claro, Cuando me llegaba el turno de sentarme en la butaca, con la corona puesta, y os veía entrar en fila para darme los regalos y un beso, estaba asustada. Me encantaba la parte de los regalos y los besos, pero no soportaba veros ahí sentadas mirándome mientras abría los paquetes —comentó Beth, que estaba tostando pan para la cena y, de paso, se tostaba también el rostro.

      —Dejaremos que Marmee piense que vamos a comprarnos algo para nosotras y así le daremos una buena sorpresa. Tendremos que hacer las compras mañana por la tarde, Meg; todavía hay mucho que preparar para la representación de Nochebuena —dijo Jo mientras caminaba de un extremo a otro de la sala con las manos en la espalda, mirando hacia el techo.

      —Este será el último año que actúe con vosotras, ya soy demasiado mayor para estas cosas —observó Meg, que seguía tan entusiasmada como siempre ante la idea de disfrazarse.

      —Mientras puedas lucir un traje largo blanco, llevar la melena suelta y joyas de papel dorado, no lo dejarás. Te conozco. Eres la mejor actriz que tenemos, y si te retiras de los escenarios será el fin de todo esto —concluyó Jo—. Esta noche tenemos que ensayar. Amy, acércate. Repasemos la escena del desmayo porque no la haces con naturalidad, estás más rígida que un palo.

      —No lo puedo evitar; nunca he visto a nadie desmayarse de verdad. No quiero tirarme de golpe al suelo como haces tú y acabar llena de moretones. Si puedo caer con suavidad, lo haré; si no, me desplomaré elegantemente sobre una silla, por mucho que Hugo me esté apuntando con una pistola —explicó Amy, a la que no habían elegido por sus dotes de actriz, sino porque era lo bastante menuda para que el villano de la obra la pudiese llevar en brazos.

      —Mira, hazlo así. Junta las manos y corre por la habitación gritando frenéticamente: «¡Rodrigo, sálvame, sálvame!» —dijo Jo, quien, acto seguido, representó la escena y lanzó un grito auténticamente estremecedor.

      Amy trató de seguir sus indicaciones, pero agitó las manos ante sí con un movimiento rígido y empezó a andar a trompicones, como si la accionara una máquina. En cuanto al grito, más que el de una persona presa del pánico y la angustia, parecía el de alguien que se acaba de pinchar con una aguja. Jo gruñó con desesperación, Meg rió sin disimulo y a Beth se le quemó el pan porque se entretuvo mirando la cómica escena.

      —¡Es inútil! Cuando llegue el momento, hazlo lo mejor que puedas, pero si el público te abuchea no me eches a mí la culpa. Ven acá, Meg.

      A partir de ese momento, el ensayo fue sobre ruedas. Don Pedro desafió al mundo en un monólogo de dos páginas sin una sola interrupción, la bruja Hagar pronunció un terrible conjuro, encorvada sobre un caldero en el que hervían sapos, en una escena sobrecogedora, Rodrigo se liberó de las cadenas con brío viril y Hugo murió envenenado con arsénico y atormentado por los remordimientos lanzando un salvaje «Ah, ah».

      —Ésta es la vez que nos ha quedado mejor —dijo Meg en cuanto el villano muerto se incorporó y se frotó los codos.

      —No entiendo cómo puedes escribir y actuar tan bien, Jo. ¡Estás hecha un Shakespeare! —exclamó Beth, que consideraba que sus hermanas tenían un don especial para todo.

      —No llego a tanto —repuso Jo con modestia—. La maldición de la bruja, una tragedia operística está bien, pero preferiría representar Macbeth; el problema es que no tenemos trampilla para Banquo. Siempre he querido hacer la escena del asesinato. «Eso que veo ante mí, ¿es acaso una daga?» —masculló Jo poniendo los ojos en blanco y asiendo el aire como había visto hacer a un famoso actor de teatro.

      —No, es la horquilla de tostar el pan con las zapatillas de mamá colgadas de ella. ¡Una aportación de Beth a la escena! —apuntó Meg. Todas rieron y dieron por terminado el ensayo.

      —Me alegro de veros tan contentas, hijas mías —dijo una voz risueña desde la puerta, y actrices y público corrieron a recibir a una señora robusta y maternal; todo en ella parecía decir: «¿Puedo ayudarle en algo?», lo que le daba un aspecto encantador. No era especialmente bella, pero los hijos siempre consideran agraciadas a sus madres y, para aquellas jóvenes, la mujer con el gorro pasado de moda y el abrigo gris era la más espléndida del mundo—. Queridas, contadme qué tal os ha ido el día. No pude venir a comer con vosotras porque tenía que dejar listas las cajas para mañana, entre otras muchas cosas. ¿Ha venido alguien, Beth? ¿Qué tal el constipado, Meg? Jo, pareces muerta de cansancio. Ven a darme un beso, querida.

      Mientras formulaba aquellas preguntas maternales, la señora March se quitó las prendas mojadas, se puso las zapatillas calientes, se acomodó en la butaca, con Amy sentada en sus rodillas, y se dispuso a disfrutar del mejor momento de su ajetreado

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