Orgullo y prejuicio. Jane Austen

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Orgullo y prejuicio - Jane Austen

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condado con el grado de teniente. Agregó que lo había estado observando mientras paseaba por la calle y si el señor Wickham hubiese aparecido entonces, también Kitty y Lydia se habrían acercado a la ventana para contemplarlo, pero por desgracia, en aquellos momentos no pasaban más que unos cuantos oficiales que, comparados con el forastero, resultaban «unos sujetos estúpidos y desagradables». Algunos de estos oficiales iban a cenar al día siguiente con los Philips. La tía les prometió a sus sobrinas que le diría a su marido que visitase a Wickham para invitarlo también, si la familia de Longbourn quería venir por la noche. Así lo acordaron y la señora Philips les ofreció jugar a la lotería y tomar después una cena caliente. La perspectiva de semejantes delicias era magnífica y las chicas se fueron muy contentas. Collins volvió a pedir disculpas al salir, la señora Philips le aseguró que no eran necesarias.

      De camino a casa, Elizabeth le contó a Jane lo sucedido entre los dos caballeros y, aunque Jane los habría defendido de haber notado algo raro, en este caso, al igual que su hermana, no podía explicarse tal comportamiento. Collins halagó a la señora Bennet ponderándole los modales y la educación de la señora Philips. Aseguró que aparte de lady Catherine y su hija, nunca había visto una mujer más elegante, pues no solo le recibió con la más extremada cortesía, sino que, además, le incluyó en la invitación para la próxima velada, a pesar de serle totalmente desconocido. Claro que ya sabía que debía atribuirlo a su parentesco con ellos, no obstante, en su vida había sido tratado con tanta amabilidad.

       CAPÍTULO XVI

      Como no se puso ningún inconveniente al compromiso de las jóvenes con su tía y los reparos del señor Collins por dejar solos a los señores Bennet una noche durante su visita fueron firmemente rechazados, a la hora adecuada el coche partió con él y sus cinco primas hacia Meryton. Al entrar en el salón de los Philips, las chicas tuvieron la satisfacción de enterarse de que Wickham había aceptado la invitación de su tío y de que estaba en la casa.

      Después de recibir esta información, y cuando todos habían tomado asiento, Collins pudo observar todo a sus anchas: las dimensiones y el mobiliario de la pieza le causaron tal admiración que confesó haber creído encontrarse en el comedorcito de verano de Rosings. Esta comparación no despertó ningún entusiasmo al principio, pero cuando la señora Philips oyó de labios de Collins lo que era Rosings y quién era su propietaria, cuando escuchó la descripción de uno de los salones de lady Catherine y supo que solo la chimenea había costado ochocientas libras, apreció todo el valor de aquel cumplido y casi no le habría molestado que hubiese comparado su salón con la habitación del ama de llaves de los Bourgh. Collins se entretuvo en contarle a la señora Philips todas las grandezas de lady Catherine y de su mansión, mencionando de vez en cuando su humilde casa y de las mejoras que estaba efectuando en ella, hasta que llegaron los caballeros. Collins encontró en la señora Philips una oyente atenta, cuya buena opinión aumentaba por momentos cuando escuchaba, y que mientras él hablaba, no veía el momento de contárselo todo a sus vecinas. A las muchachas, que no podían soportar a su primo, y que no tenían otra cosa que hacer más que desear tener a mano un instrumento de música y examinar las imitaciones chinas de la repisa de la chimenea, se les estaba haciendo demasiado larga la espera. Por fin aparecieron los caballeros. Cuando Wickham entró en la estancia, Elizabeth notó que ni antes se había fijado en él ni después lo había recordado con la admiración suficiente. Los oficiales de la guarnición del condado gozaban en general de un prestigio extraordinario, eran muy apuestos y los mejores se hallaban ahora en la presente reunión. Pero Wickham, por su gallardía, por su soltura y por su airoso andar era tan superior a ellos, como ellos lo eran al rechoncho tío Philips, que entró de último en el salón apestando a oporto.

      El señor Wickham era el hombre afortunado al que se tornaban casi todos los ojos femeninos. Elizabeth fue la mujer afortunada a cuyo lado decidió él tomar asiento. Wickham inició la conversación de un modo tan agradable, a pesar de que se limitó a decir que la noche era húmeda y que probablemente llovería mucho durante toda la estación, que Elizabeth se dio cuenta de que los tópicos más comunes, más triviales y manidos pueden resultar interesantes si se dicen con destreza.

      Con unos rivales como Wickham y los demás oficiales en acaparar la atención de las damas, Collins parecía hundirse en su insignificancia. Para las muchachas él no representaba nada. Pero la señora Philips todavía le escuchaba de vez en cuando y se cuidaba de que no le faltase ni café ni pastas. Cuando se dispusieron las mesas de juego, Collins vio una oportunidad para devolverle sus atenciones y se sentó a jugar con ella al whist.

      —Conozco poco este juego, ahora —le dijo—, pero me gustaría aprenderlo mejor, debido a mi situación en la vida.

      La señora Philips le agradeció su condescendencia, pero no pudo entender aquellas razones.

      Wickham no jugaba al whist y fue recibido con verdadero entusiasmo en la otra mesa, entre Elizabeth y Lydia. Al principio pareció que había peligro de que Lydia lo absorbiese por completo, porque le gustaba hablar por los codos, pero como también era muy aficionada a la lotería, no tardó en centrar todo su interés en el juego y estaba demasiado ocupada en apostar y lanzar exclamaciones cuando tocaban los premios, para que pudiera distraerse en cualquier otra cosa. Como todo el mundo estaba concentrado en el juego, Wickham podía dedicar el tiempo a hablar con Elizabeth. Ella estaba deseando escucharle, aunque no tenía ninguna esperanza de que le contase lo que a ella más le apetecía saber: la historia de su relación con Darcy. Ni siquiera se atrevió a mencionar su nombre. Sin embargo, su curiosidad quedó satisfecha de un modo inesperado. Fue el mismo señor Wickham el que empezó el tema. Preguntó qué distancia había de Meryton a Netherfield, y después de oír la respuesta de Elizabeth y de unos segundos de titubeo, quiso saber también cuánto tiempo hacía que estaba allí el señor Darcy.

      —Un mes aproximadamente —contestó Elizabeth. Y con ansia de que no acabase ahí el tema, añadió: Creo que ese señor posee grandes propiedades en Derbyshire.

      —Sí —repuso Wickham—, su hacienda es importante, le proporciona diez mil libras anuales. Nadie mejor que yo podría darle a usted informes auténticos acerca del señor Darcy, pues he estado particularmente relacionado con su familia desde mi infancia. Elizabeth no pudo evitar demostrar su sorpresa.

      —Le extrañará lo que digo, señorita Bennet, después de haber visto, como vio usted probablemente, la frialdad de nuestro encuentro de ayer. ¿Conoce usted mucho al señor Darcy?

      —Más de lo que desearía —contestó Elizabeth afectuosamente—. He pasado cuatro días en la misma casa que él y me parece muy antipático.

      —Yo no tengo derecho a decir si es o no es antipático —continuó el señor Wickham—. No soy el más indicado para ello. Le he conocido durante demasiado tiempo y demasiado bien para ser un juez justo. Me sería imposible ser imparcial. Pero creo que la opinión que tiene de él sorprendería a cualquiera y puede que no la expresaría tan categóricamente en ninguna otra parte. Aquí está usted entre los suyos.

      —Le doy mi palabra de que lo que digo aquí lo diría en cualquier otra casa de la vecindad, menos en Netherfield. Darcy ha disgustado a todo el mundo con su orgullo. No encontrará a nadie que hable mejor de él.

      —No puedo fingir que lo siento —dijo Wickham después de una breve pausa.

      –No siento que él ni nadie sean estimados solo por sus méritos, pero con Darcy no suele suceder así. La gente se ciega con su fortuna y con su importancia o le temen por sus distinguidos y soberbios modales y le ven solo como a él se le antoja que le vean.

      —Pues yo, a pesar de lo poco que le conozco, le tengo por una mala persona. Wickham

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