Edgar Allan Poe: Novelas Completas. Edgar Allan Poe

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Edgar Allan Poe: Novelas Completas - Edgar Allan Poe

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que conté las vibrantes oscilaciones del acero? Pulgada a pulgada, línea a línea, descendía gradualmente, efectuando un descenso sólo apreciable a intervalos, que eran para mí más largos que siglos. Y cada vez más, cada vez más, seguía bajando, bajando.

      Pasaron días, tal vez muchos días, antes que llegase a balancearse lo suficientemente cerca de mí para abanicarme con su aire acre. Hería mi olfato el olor de acero afilado. Rogué al Cielo, cansándolo con mis súplicas, que hiciera descender más rápidamente el acero. Enloquecí, me volví frenético, hice esfuerzos para incorporarme e ir al encuentro de aquella espantosa y movible cimitarra. Y luego, de pronto, se apoderó de mí una gran calma y permanecí tendido sonriendo a aquella muerte brillante, como podría sonreír un niño a un juguete precioso.

      Transcurrió luego un instante de perfecta insensibilidad. Fue un intervalo muy corto. Al volver a la vida no me pareció que el péndulo hubiera descendido una altura apreciable. No obstante, es posible que aquel tiempo hubiese sido larguísimo. Yo sabía que existían seres infernales que tomaban nota de mi desvanecimiento y que a su capricho podían detener la vibración.

      Al volver en mí, sentí un malestar y una debilidad indecibles, como resultado de una enorme inanición. Aun entre aquellas angustias, la naturaleza humana suplicaba el sustento. Con un esfuerzo penoso, extendí mi brazo izquierdo tan lejos como mis ligaduras me lo permitían, y me apoderé de un pequeño sobrante que las ratas se habían dignado dejarme. Al llevarme un pedazo a los labios, un informe pensamiento de extraña alegría, de esperanza, se alojo en mi espíritu. No obstante, ¿qué había de común entre la esperanza y yo? Repito que se trataba de un pensamiento informe. Con frecuencia tiene el hombre pensamientos así, que nunca se completan. Me di cuenta de que se trataba de un pensamiento de alegría, de esperanza, pero comprendí también que había muerto al nacer. Me esforcé inútilmente en completarlo, en recobrarlo. Mis largos sufrimientos habían aniquilado casi por completo las ordinarias facultades de mi espíritu. Yo era un imbécil, un idiota.

      La oscilación del péndulo se efectuaba en un plano que formaba ángulo recto con mi cuerpo. Vi que la cuchilla había sido dispuesta de modo que atravesara la región del corazón. Rasgaría la tela de mi traje, volvería luego y repetiría la operación una y otra vez. A pesar de la gran dimensión de la curva recorrida-unos treinta pies, más o menos-y la silbante energía de su descenso, que incluso hubiera podido cortar aquellas murallas de hierro, todo cuanto podía hacer, en resumen, y durante algunos minutos, era rasgar mi traje.

      Y en este pensamiento me detuve. No me atrevía a ir más allá de él. Insistí sobre él con una sostenida atención, como si con esta insistencia hubiera podido parar allí el descenso de la cuchilla. Empecé a pensar en el sonido que produciría ésta al pasar sobre mi traje, y en la extraña y penetrante sensación que produce el roce de la tela sobre los nervios. Pensé en todas esas cosas, hasta que los dientes me rechinaron.

      Más bajo, más bajo aún. Deslizábase cada vez más bajo. Yo hallaba un placer frenético en comparar su velocidad de arriba abajo con su velocidad lateral. Ahora, hacia la derecha; ahora, hacia la izquierda. Después se iba lejos, lejos, y volvía luego, con el chillido de un alma condenada, hasta mi corazón con el andar furtivo del tigre. Yo aullaba y reía alternativamente, según me dominase una u otra idea.

      Más bajo, invariablemente, inexorablemente más bajo. Movíase a tres pulgadas de mi pecho. Furiosamente, intenté libertar con violencia mi brazo izquierdo. Estaba libre solamente desde el codo hasta la mano. Únicamente podía mover la mano desde el plato que habían colocado a mi lado hasta mi boca; sólo esto, y con un gran esfuerzo. Si hubiera podido romper las ligaduras por encima del codo, hubiese cogido el péndulo e intentado detenerlo, lo que hubiera sido como intentar detener una avalancha.

      Siempre mas bajo, incesantemente, inevitablemente más bajo. Respiraba con verdadera angustia, y me agitaba a cada vibración. Mis ojos seguían el vuelo ascendente de la cuchilla y su caída, con el ardor de la desesperación más enloquecida; espasmódicamente, cerrábanse en el momento del descenso sobre mí. Aun cuando la muerte hubiera sido un alivio, ¡oh, qué alivio más indecible! Y, sin embargo, temblaba con todos mis nervios al pensar que bastaría que la máquina descendiera un grado para que se precipitara sobre mi pecho el hacha afilada y reluciente. Y mis nervios temblaban, y hacían encoger todo mi ser a causa de la esperanza. Era la esperanza, la esperanza triunfante aún sobre el potro, que dejábase oír al oído de los condenados a muerte, incluso en los calabozos de la Inquisición.

      Comprobé que diez o doce vibraciones, aproximadamente, pondrían el acero en inmediato contacto con mi traje, Y con esta observación entróse en mi ánimo la calma condensada y aguda de la desesperación. Desde hacía muchas horas, desde hacía muchos días, tal vez, pensé por primera vez. Se me ocurrió que la tira o correa que me ataba era de un solo trozo. Estaba atado con una ligadura continuada. La primera mordedura de la cuchilla de la media luna, efectuada en cualquier lugar de la correa, tenía que desatarla lo suficiente para permitir que mi mano la desenrollara de mi cuerpo. ¡Pero qué terrible era, en este caso, su proximidad! El resultado de la más ligera sacudida había de ser mortal. Por otra parte ¿habrían previsto o impedido esta posibilidad los secuaces del verdugo? ¿Era probable que en el recorrido del péndulo atravesasen mi pecho las ligaduras? Temblando al imaginar frustrada mi débil esperanza, la última, realmente, levanté mi cabeza lo bastante para ver bien mi pecho. La correa cruzaba mis miembros estrechamente, juntamente con todo mi cuerpo, en todos sentidos, menos en la trayectoria de la cuchilla homicida.

      Aún no había dejado caer de nuevo mi cabeza en su primera posición, cuando sentí brillar en mi espíritu algo que sólo sabría definir, aproximadamente, diciendo que era la mitad no formada de la idea de libertad que ya he expuesto, y de la que vagamente había flotado en mi espíritu una sola mitad cuando llevé a mis labios ardientes el alimento. Ahora, la idea entera estaba allí presente, débil, apenas viable, casi indefinida, pero, en fin, completa. Inmediatamente, con la energía de la desesperación, intenté llevarla a la práctica.

      Hacia varias horas que cerca del caballete sobre el que me hallaba acostado se encontraba un número incalculable de ratas. Eran tumultuosas, atrevidas, voraces. Fijaban en mí sus ojos, como si no esperasen más que mi inmovilidad para hacer presa. "¿A qué clase de alimento-pensé-se habrá acostumbrado en este pozo?"

      Menos una pequeña parte, y a pesar de todos mis esfuerzos para impedirlo, había devorado el contenido del plato; pero a la larga, la uniformidad maquinal de ese movimiento le había restado eficacia . Aquella plaga, en su voracidad, dejaba señales de sus agudos dientes en mis dedos. Con los restos de la carne aceitosa y picante que aún quedaba, froté vigorosamente mis ataduras hasta donde me fue posible hacerlo, y hecho esto retiré mi mano del suelo y me quedé inmóvil y sin respirar.

      Al principio, lo repentino del camino y el cese del movimiento hicieron que los voraces animales se asustaran. Se apartaron alarmados y algunos volvieron al pozo. Pero esta actitud no duró más que un instante. No había yo contado en vano con su glotonería. Viéndome sin movimiento, una o dos o más atrevidas se encaramaron por el caballete y oliscaron la correa. Todo esto me pareció el preludio de una invasión general. Un nuevo tropel surgió del pozo. Agarrándose a la madera, la escalaron y a centenares saltaron sobre mi cuerpo. Nada las asustaba el movimiento regular del péndulo. Lo esquivaban y trabajaban activamente sobre la engrasada tira. Se apretaban moviéndose y se amontonaban incesantemente sobre mí. Sentía que se retorcían sobre mi garganta, que sus fríos hocicos buscaban mis labios.

      Me encontraba medio sofocado por aquel peso que se multiplicaba constantemente. Un asco espantoso, que ningún hombre ha sentido en el mundo, henchía mi pecho y helaba mi corazón como un pesado vómito. Un minuto más, y me daba cuenta de que en más de un sitio habían de estar cortadas. Con una resolución sobrehumana, continué inmóvil.

      No me había equivocado en mis cálculos. Mis sufrimientos no habían sido vanos. Sentí luego

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