Mandarinas. Diego Alfaro Palma

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Mandarinas - Diego Alfaro Palma Crónicas

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militar en tanquetas y pude ver que uno de ellos había sido alcanzado por una bomba de pintura de color rosa: milicos de rosa, qué ingenio, pero también es una muestra del descontento total por su presencia. “¡Vuelvan a los cuarteles, hueones culiados! ¡Defensores de la corrupción!”, les gritaban en sus caras. Pensé en que seguramente ese contingente no quedaría tan indemne de esa batahola. Pero yo debía seguir –como en las crónicas de Malatesta o Kapuscinski– e intenté cruzar al otro lado de la Moneda, cuando se abalanzó un grupo enorme de muchachos en frente de policías y arengándolos: “¡Venimos del mismo lugar, trabajamos la misma cantidad de horas, no defiendan a ese ladrón!” Reacción: el paso frenético de un guanaco y hubo que correr, correr mucho, tanto que casi le gané a un chico haitiano que iba junto a mí. Pasamos a través de un puente y desde ahí –desde arriba de la autopista– pudimos ver el nivel de lo que ocurría: varios carros de bomberos ir hacia el norte de la ciudad, la tanqueta rosa de los militares perdiéndose hacia el sur. Le dije a mi amigo corredor que se cuidara y caminamos un par de cuadras contándonos la vida: Puerto Príncipe, tres años en Chile, empresa de limpieza; Limache, siete años en Argentina, vendedor de libros. Nos despedimos con un choque de manos: suerte, viejo.

      Así fue como me instalé por casualidad en la Plaza Brasil. En un principio eran unas veinte personas las que caceroleaban y dos horas más tarde éramos más de quinientas, al ritmo de la cueca del Frente Cuequero con panderos y tambores que nos hicieron cantar a todos “El pueblo unido jamás será vencido”, de Quilapayún (pero en la versión completa). Porque hay algo que debo explicar antes: todo este día fue de canciones viejas, ya que en cuanto salí de la casa oí desde un balcón a Illapu y más allá a Inti Illimani. Por ahí pensé que alguien podría levantar la voz con un “Por qué no se van, no se van del país”, de Los Prisioneros, pero eso no pasó. Lo que sí pasó fue la fiesta, el quilombo, el mambo, la parranda de chicas y chicos hermosos, de una señora de 95 años saliendo en silla de ruedas, de un caballero que me dijo que estaba desde la mañana, de una mapuche con su cultrún, de los ciclistas, de las bailarinas y de los niños con sus ollitas de juguete. Qué más unidad y espontaneidad que esa; lo mismo pasaba en Plaza Ñuñoa y en distintos sectores del país, incluso fuera de él: mi primo me escribía de Freiburg (Alemania) enviándome un video de su protesta.

      Día de la madre y desmadres, porque la TV sólo transmitía noticas de saqueos y quemas, del descontrol en lugares donde no estaban las fuerzas de orden: el lumpen se movía a su gusto en la periferia; como contaba una compañera de trabajo: los vecinos organizados contra el robo de casas y autos. Así las cosas este panorama le conviene bastante a la imagen del terror que quiere entregar el gobierno para escudar su incompetencia, cuando ya se confirman siete muertos en la jornada, lo que no se debe olvidar nunca, menos a esta hora de la noche cuando los cacerolazos siguen, los estudiantes cantan y hay cada vez menos helicópteros, aunque los militares siguen allí. Si se quedan viendo las noticas en la TV van a terminar deprimidos y asustados como mi mamá, mejor hagan como la señora de la bolsa que nunca le tuvo miedo nada y que caminó y caminó para contárnoslo.

      Ilustración 2 - "Sin pena ni miedo", reza el poema que Raúl Zurita escribiera en el Desierto de Atacama. En Plaza Dignidad todos parecen conocer ese verso.

      El futuro es un lugar extraño

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