El sufrimiento en la pandemia. Sergio Götte

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El sufrimiento en la pandemia - Sergio Götte Pensar la pandemia. Inspirar esperanza en tiempos de crisis

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(en cuanto propia de un sujeto). Al enfermarse la persona experimenta una serie de interrupciones en su cotidianeidad, es una vivencia de vulnerabilidad y precariedad. El enfermo no percibe el mundo como un hogar, sino que, porque su cuerpo se está de algún modo disgregando, aprehende su entorno como algo extraño y resistente. Hay desintegración con respecto al espacio (que se llena de barreras como las cabinas de aislamiento dentro de las terapias intensivas) y al tiempo (el futuro aparece oscuro, el enfermo restringe su mirada al presente focalizado en la incomodidad sin alivio).

      En la línea de lo que nosotros entendemos como sufrimiento, Cicely Saunders habla del “dolor total” (Saunders, 1980, p. 259): el dolor tiene cuatro componentes, que son físico, social, emocional y espiritual, que en una persona están interrelacionados y vividos como un todo. Esto es importante a la hora de planear cualquier estrategia terapéutica. Si en un paciente con dolor solamente se tiene en cuenta el componente físico y se planifica una intervención puramente farmacológica, olvidándose de las otras dimensiones, entonces seguramente la mitigación de dicho dolor va a ser insuficiente. Asimismo, el componente social es muy relevante. Por eso, el aislamiento durante la internación es un dolor añadido. La carencia de lo cotidiano y los cercanos, la ausencia de proyectos comunitarios, la exclusión de los acontecimientos exteriores, etc., se suman a un dolor que el paciente vive globalmente.

      Si trasladamos esto al sufrimiento ocasionado por Covid-19, junto a los síntomas del propios de la enfermedad, algunas de las consecuencias de esta pandemia han sido: aislamiento, consecuentemente soledad, de pronto nos encontramos sin visitas, sin familias, cuando nos despedíamos no sabíamos si nos íbamos a volver a ver. Un distanciamiento que implicó no vernos el rostro, sin tocarnos, alejados y con miedo de los demás, separados de los seres queridos con los que teníamos contacto físico y emocional, sin sus risas, sin abrazos ni caricias, sin charlas, sin caminar las calles del barrio o sin poder compartir un café. Junto a ello, incertidumbre, malestar, incomodidad, etc. En condiciones normales, el ser humano toma los elementos del pasado y del presente; pero hace planes, está inserto en el mundo, y quiere vivirlo, cambiarlo, amarlo. La pandemia, en cambio trajo pesimismo por no poder predecir el futuro. Simultáneamente, se nos hizo más cercana la presencia de la muerte, vimos cómo las personas que nosotros queremos ya no se encontraban acompañadas del mismo modo como nosotros amamos a nuestros familiares, sino que estaban acompañadas por otros, por extraños. Incluso en los casos trágicos, han sufrido y muerto acompañados por “otros”. No podíamos movernos naturalmente en el mundo humano que conocimos y habitamos.

      2. Necesidad de buscar un sentido al sufrimiento

      El sufrimiento engloba todas las dimensiones del ser humano. Por ello, desde un enfoque respetuoso de la persona, la búsqueda de soluciones en estos ámbitos adversos no debe estar centrada en “el dolor”, en cuanto “una cosa” a tratar o superar, sino que tiene que enfocarse sobre todo en “el sufriente” como “una persona” a consolar y acompañar. La persona debe ser el eje de esta reflexión.

      En su Carta Apostólica Salvifici Doloris Juan Pablo II (1984) reconoce que el sufrimiento es “un tema universal que acompaña al hombre a lo largo y ancho de la geografía” (p. 2) hasta el punto de admitir que éste “parece ser particularmente esencial a la naturaleza humana” (p. 3). Lo que expresamos con la palabra «sufrimiento» es tan insondable como el ser humano mismo, precisamente porque manifiesta a su manera la profundidad propia del hombre y la mujer. El ser humano en su sufrimiento es un misterio inagotable y nos despierta respeto, compasión y también, de alguna manera, nos atemoriza.

      Esto no quiere decir que el sufrimiento en sentido psicológico no esté marcado por una «actividad» específica. Ésta es, efectivamente, aquella múltiple y subjetivamente diferenciada «actividad» de dolor, de tristeza, de desilusión, de abatimiento o hasta de desesperación, según la intensidad del sufrimiento, de su profundidad o indirectamente según toda la estructura del sujeto que sufre y de su específica sensibilidad (p. 7).

      Además de la unidad psicofísica, hay un destino de comunión en el dolor:

      Pensando en el mundo del sufrimiento en su sentido personal y a la vez colectivo, no es posible, finalmente, dejar de notar que tal mundo, en algunos períodos de tiempo y en algunos espacios de la existencia humana, parece que se hace particularmente denso. Esto sucede, por ejemplo, en casos de calamidades naturales, de epidemias, de catástrofes y cataclismos o de diversos flagelos sociales (p. 8).

      En las situaciones de epidemia se hace presente muchas veces una solidaridad en el sufrir, una especie de padecimiento que se comparte comunitariamente.

      Si nos adentramos en la pregunta acerca del porqué del sufrimiento, una primera aproximación, antes de un tratamiento filosófico en particular, puede vislumbrarse en cierta medida en los poetas. En el Libro de la Peregrinación (Das Buch von der Pilgerschaft) el novelista austríaco Rainer Maria Rilke (2016), dice que Dios habla a cada uno antes de crearlo: “Deja que te suceda lo bello y lo terrible. Sólo hay que andar: ningún sentimiento es remoto. No dejes que te aparten de mi lado. Cercana está la tierra, a la que llaman vida” (p. 17). En esa poesía no nos dice cómo sufrir, solamente dice que no despreciemos ningún sufrimiento. En última instancia, se trata de buscar un “sentido” al sufrimiento. “Sentido” se puede entender de diversas maneras: como justificación, como comprensión y como dirección u orientación. El poeta chileno Raúl Zurita (2000) en su Libro: “Sobre el amor, el sufrimiento y el nuevo milenio”, afirma:

      El problema humano por antonomasia es el sufrimiento. La felicidad podemos entenderla, en cierto sentido parece que nos fuese debida. Pero el dolor es a menudo incomprensible. Sin embargo, el sufrimiento es exactamente lo que nos da la magnitud de la existencia, nuestro consentimiento a ella, nuestra afirmación permanente. Si uno se queda en el silencio puede escuchar el sonido de su propia respiración; si se queda más en silencio aún puede oír incluso los latidos de su corazón. Pero si oye bien ese latido verá que él repite un sí. Es un sí-sí-sí-sí. En cada segundo de la vida optamos por vivir (p. 121).

      El estado de sufrimiento nos hace oír ese “sí” a la vida, es el megáfono que hace que escuchemos esa afirmación en toda su potencia. Y esto es así porque cuando uno sufre, la posibilidad de decir “no”, de rendirse, se hace presente con todo su vértigo liberador. El decir “no” también es una forma de respuesta al sufrimiento, pero en el fondo sigue latiendo un “sí” como búsqueda de superación.

      El sufrimiento debe ser trascendido y servir para la reconstrucción del bien en el sujeto. Un dolor que hasta un determinado momento era turbulento o vicioso, puede pasar a ser provechoso e higiénico. Pero el dolor negativo se transforma en positivo, no apelando al sentido del dolor, sino al sentido de la existencia. Esto puede ser muy conceptual para el momento trágico que vive la humanidad, pero debemos entender el sentido del sufrimiento para comprender qué le ocurre al prójimo que está sentado a nuestro lado. Incluso, desde el punto de vista orgánico,

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