La escuela desconcertada. Rau´l Molina Garrido
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Somos sal de la tierra. Presencia constante, disuelta, imperceptible en la distancia o el desapego, esencial y rotunda cuando dejo que la realidad penetre en mí, no por la vista, ni siquiera por el tacto, sino por la boca. Cuando permito que la realidad penetre en mi misma realidad orgánica es cuando la sal cobra protagonismo.
Esa es la sal que estamos llamados a ser.
Diluidos en la realidad social en la que nos movemos. Como un ingrediente más, un aderezo, sin necesidad de ser presencia llamativa e impactante, con el reto de no faltar nunca en el plato y conscientes del valor de la pluralidad para hacer un guiso lleno de matices.
Ser sal, ahondar en la esencia de ser sal, conectar desde la hondura con el mundo que se nos regala, con la humanidad con la que compartimos camino, con la propuesta esperanzada del Evangelio de Jesús, con el abismo íntimo del Dios que nos acompaña.
Ser sal en la escuela es una invitación a llevar sabor a todos los rincones. Viviendo la fe como una realidad integradora, capaz de dar respuesta a todo lo que somos y no como un discurso al servicio de nuestra tarea. Una fe respetuosa con la diferencia y convencida de la riqueza de la diversidad. Una fe con vocación de llegar a los límites para acompañar al alumnado y a las familias que sufren el efecto centrifugador de nuestras estructuras sociales y económicas.
Ser sal en la escuela es una invitación al punto justo, a la moderación, a saber diluir nuestro ego, nuestras ganas de significarnos, en pos de un proyecto colectivo compartido con las personas con las que convivimos. A evitar actitudes proselitistas y apostar por el acompañamiento. A no querer convencer a nadie de nada. A potenciar la libertad de pensamiento, de opción, de estilo de vida. A sabernos al servicio de las familias, verdaderas responsables y educadoras de nuestros alumnos.
Ser sal, en ocasiones, también es aparecer de manera rotunda, como un terrón duro e inesperado, a veces molesto, que tenemos que ronchar entre los dientes y proclama un sabor distinto que realza el sabor del resto.
Ser sal en la escuela es una invitación a realzar virtudes y no a cambiar naturalezas. A ver la riqueza de compañeros y alumnos, saberla valorar, saberla disfrutar. Entender la diferencia como una oportunidad y no como una amenaza.
Ser sal en la escuela es una invitación a dejar hacer a Dios. Al Dios de la vida que fluye, que sopla, al Dios que nos soñó como cristales de sal llenos de sabor. Sin obsesionarnos por tenerlo todo atado. Sin obsesionarnos por influir en todo, por condicionarlo todo. Para dejar a Dios que haga. Abiertos a su creatividad. Viviendo en la esperanza más allá de nuestras voluntades e intenciones.
Vivir disueltos, invisibles, potenciando el sabor, llegando hasta los límites.
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LAICOS EN LA ESCUELA CATÓLICA:
TRABAJADORES DE ENTIDADES RELIGIOSAS
Me pregunto, ¿cuántos de nosotros, seglares comprometidos con la tarea en la escuela, nos levantaríamos de lunes a viernes a las seis y media de la mañana si no nos pagaran? ¿Cuántos de nosotros, docentes convencidos de la necesidad de ofrecer una formación valiosa a los que serán ciudadanos del mañana, pasaríamos ocho horas diarias en el colegio si no nos pagaran? ¿Cuántos de nosotros, formadores que apostamos firmemente por transmitir la fe en Jesús de Nazaret y sus valores a los chicos y chicas que han puesto en nuestras manos, nos quitaríamos tiempos de disfrute personal para programar, corregir y mil etcéteras si no nos pagaran? ¿Cuántos de nosotros que afirmamos que nuestra experiencia en la escuela es una parte esencial de nuestro proyecto de vida no cambiaríamos de trabajo si nos mejorasen las condiciones de sueldo, horario y vacaciones? Disculpen la demagogia, pero creo que estas preguntas son iluminadoras.
Sin duda, este punto de partida está plagado de preguntas capciosas, y de sobra sé que somos muchos los que vivimos nuestra tarea desde un compromiso más que profundo, desde una vocación real. De sobra sé que, en muchos casos, la sintonía con nuestras entidades titulares es muy alta, que muchos hemos renunciado a posibilidades laborales atractivas por estar en la escuela, y por estar en la escuela católica.
Pero, para llevar a cabo un análisis de la situación de los laicos en la escuela católica, creo que conviene tomar como punto de partida esta premisa: los laicos en la escuela católica somos trabajadores asalariados, contratados por las entidades titulares de los centros, pagados por la Administración pública y sujetos a un convenio colectivo.
A partir de esta evidencia, no pretendo restar importancia a otros aspectos que conforman vínculos reales entre laicos y escuela, pero que, en cualquier caso, son poco medibles y, me atrevo a afirmar, que siempre son consecuencia de lo primero.
En aras a este contrato laboral y sus condiciones, las entidades titulares organizan nuestros horarios lectivos y no lectivos, nuestros tiempos de disposición al centro y los contenidos formativos que debemos recibir, nuestra dedicación a tareas extraescolares y nuestra aportación a fiestas patronales y otros eventos. Todo ello lo asumimos con mayor o menor convencimiento. De ello depende nuestro sustento. En este marco de relación hay espacio para el compromiso y el disfrute, pero también hay espacio para que los trabajadores acabemos sintiendo el colegio como un lugar ajeno al que estamos obligados a asistir. En este marco de relación hay espacio para la corresponsabilidad y el cuidado, pero también hay espacio para que se generen dinámicas laborales en las que las decisiones tomadas por la dirección afecten negativamente al resto de trabajadores. Los trabajadores estamos expuestos a sufrir decisiones que otros toman y nos son dadas. Mientras las estructuras que mantienen nuestras escuelas sean jerárquicas, es difícil que esto sea de otra manera.
La propia Iglesia es jerárquica. Las diócesis, las congregaciones, funcionan de manera jerárquica. La Administración pública es jerárquica. Nuestra cultura empresarial es jerárquica. Es difícil salir de este modelo organizativo. Lo vivenciamos como una situación ineludible, casi natural.
Nuestras escuelas, aunque me consta que hay centros donde se evita, son, en general, jerárquicas. Los laicos que trabajamos en las escuelas nos hemos insertado en ellas como gente de a pie, como pueblo de Dios. Con vocación y voluntad propios. No hemos optado por la vida consagrada ni por el vínculo a estructuras eclesiales. Sin embargo, las entidades titulares a veces nos perciben como prolongación de ellas mismas. A veces sus discursos caen en presentarnos como instrumentos de sus proyectos. Proyectos, en muchas ocasiones, ilusionantes, pero que fueron gestados y son mantenidos desde estamentos de los que nosotros no formamos parte. La tensión entre lo propio y lo ajeno nos puede llevar a situaciones en las que aparezca un sentimiento real de alienación. Así pasamos a ser «encargados de», «responsables de», pero nos mantendremos alejados de la toma de decisiones que vertebran los proyectos educativos. En esta línea se llegan a escuchar expresiones cosificadoras referidas a los trabajadores, como ser «piezas de un engranaje», «correa de transmisión», etc. En el peor de los casos he tenido que escuchar la palabra «peón» para referirse a personas que han sido nombradas o relegadas de su cargo de coordinación en algún colegio.
Al firmar el contrato de trabajo aceptamos esta estructura jerárquica y asumimos las líneas inspiradoras de las congregaciones que nos gobiernan. Apostar por un estatus real de pueblo de Dios que comparte camino conlleva pensar en estructuras que potencien la horizontalidad en las relaciones y la circularidad en la toma de decisiones.
Cuando las instituciones religiosas reflexionan sobre su relación con los laicos –de nuevo ellas son las que reflexionan– hablan de misión compartida