Ligeros de equipaje. Alberto Chimal

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Ligeros de equipaje - Alberto Chimal

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el cuerpo y llegara a tocar la tela o la piel de donde provenía el olor.

      De todos modos cayó en una especie de letargo. Se sujetó con una mano al asiento para evitar soltarse del todo. Pero el olor la invadía y la penetraba cada vez más. Tan sólo un parpadeo y el escenario había cambiado. Atisbó una habitación en penumbra, de paredes húmedas y sórdidas. En el fondo, un resplandor amarillento destacaba la figura del hombre de traje, ahora completamente desnudo salvo por unos papeles que traía pegados en el cuerpo. Sentado frente a un escritorio, recortaba fotos de mujeres de una pila de revistas y luego se las fijaba en la piel como si confeccionara un nuevo traje. A falta de pegamento, lamía los recortes y los aplicaba directamente sobre su torso, sus piernas, su vientre. Fue tal la repugnancia que le provocó la escena que Alina se llevó instintivamente una mano al cuello para proteger su flor. El gesto repentino provocó que el hombre la descubriera. Se aproximó a ella de un salto y el olor a rancio y a humedad se arremolinó en oleadas a su alrededor. Imposible respirar, pero imposible también apartar al hombre que ahora comenzaba a lamerla y tatuaba con restos de saliva su piel dócil y dispuesta. Sintió que su lengua ardía.

      Un mensaje en los altavoces le anunció que había llegado a la estación de su destino. Echó una mirada y encontró que la mujer de los niños los había despertado y se aprestaban a bajar llorosos y de mala gana. Pero el hombre que había viajado a su lado ya no estaba. Seguramente había descendido en una estación anterior, sin embargo aún podían percibirse rastros de su olor en el aire contaminado. Alina se precipitó en los andenes como si quisiera dejar atrás el mal sueño.

      Juan la esperaba en el área de taquillas. Tan pronto se reconocieron entre los ríos de gente, a ambos les brotó una sonrisa. Pero Alina además lo abrazó apenas lo tuvo cerca. Y al hacerlo aspiró de su cuello y su barba ese aroma fresco que así la rescataba. En efecto, el olor a rancio, a soledad reconcentrada, había desaparecido. Escuchó que Juan le decía:

      —Vamos a casa, Alina.

      Ella seguía sujeta a él, negándose a soltarlo.

      —Vamos —insistió Juan.

      Pero Alina se aferraba a su abrazo en una resistencia obstinada. Tenía los ojos cerrados y en esa penumbra momentánea había percibido que otro tatuaje se ramificaba en su interior, añadiendo pétalos oscuros a la flor cárdena de su propio corazón. No ya el olor aquel, sino su recuerdo de tinta indeleble.

      Antesala

      Rosa Beltrán

      Rosa Beltrán (Ciudad de México, 1960) es novelista, cuentista, ensayista, traductora, editora y fundadora de varias colecciones literarias. Es autora de las novelas: La corte de los ilusos (1995), El paraíso que fuimos (2002), Alta infidelidad (2006), Efectos secundarios (2011) y El cuerpo expuesto (2013). De los volúmenes de cuentos: Optimistas (2006) y Amores que matan (1996), y de los libros de ensayos América sin americanismos (1996) y Verdades virtuales (2019). Su publicación más reciente aparece en El edén oscuro, libro de crónicas sobre Acapulco. Sus cuentos aparecen en antologías de distintos países.

      Publica en varias revistas y suplementos culturales en México y fuera del país. Colabora con la Revista de la Universidad de México, Laberinto y Gatopardo. Es co-conductora del programa Contraseñas en el canal 22. Es directora de Literatura de la unam y miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua.

      www.rosabeltran.net

      Twitter: @RosaBeltranA

      Que el cielo exista

      aunque mi lugar sea el infierno.

      Jorge Luis Borges

      Estábamos abandonados a los pensamientos que se colaban por alguno de los escondrijos del vagón de tren cuando no sé quién de los cuatro la vio entrar primero. A pesar de que procuraba hacerlo con discreción, la sonrisa delató su entrada y nos hizo removernos en nuestros asientos. Me extrañó que ese solo gesto pudiera romper tan eficazmente el silencio que se había acumulado desde hacía largo rato en nuestra cabina y, en cierta medida, que la negra se hubiera decidido por el angosto lugar entre la anciana de la ventanilla y la joven opulenta, en vez del que quedaba libre junto a Roberto, en el extremo. De este modo quedaba casi frente a mí. Hizo un recorrido general con la mirada, como cuidando que todo estuviera en orden, y volvió a mostrarnos una medialuna blanquísima entre toda esa oscuridad de piel.

      Roberto y yo empezamos a hacernos conjeturas respecto al inusual entusiasmo de la muchacha y así matamos algunas horas más. Entre dientes —apenas unos panecillos de jamón y media botella de vino ácido—, llegamos a la conclusión de que tal gusto por un trayecto que duraría más de veinte horas, aunado a la impaciencia que parecía mostrar, eran prueba suficiente del próximo encuentro, estaciones adelante, con algún enamorado, aunque Roberto todavía insistió en la posibilidad del libro de lectura imprescindible que la joven estaba, ya lo ves, pronta a sacar de la bolsa de cuero; pero no, esta vez tampoco era un libro, sino un pañuelo facial con el que se repartía el sudor por cara y cuello haciendo de su maquillaje, a medida que transcurría el tiempo, una desgracia.

      De frente a la estación intentábamos hacer alguna otra cosa que no fuera dejar correr el tiempo. Allá afuera, éste era otra cosa, parecía transcurrir de un modo distinto, eficaz. El maletero corría tras una señora solvente y consternada; un viejo se despedía a besos de una joven. Aquí dentro, en cambio, el estancamiento iba generalmente acompañado por dos maletas pequeñas, o una grande y un necessaire, o el rápido acomodo de la mochila naranja con un broche abierto que descansaba sobre la parrilla, y de nuevo cada quien a sus asuntos, pero esta vez, la anciana había abandonado su reposo caliente para llevarse el pañuelo a la nariz, decidida a no quitarlo de ahí y a que la muchacha negra advirtiera lo que ya había advertido y se orillara hacia la izquierda lo más posible. No volvió a moverse sino para lo indispensable, aunque se obstinara en su gesto risueño cuando Roberto le preguntó la hora, a saber si en un intento desesperado de apresurar el tiempo, o con ese maldito afán de proteger, tan suyo.

      Eran las tres. La hora del silbato en las fábricas, del recogimiento, de la campanilla en mi casa de niña cuando mi madre pedía el salero. Traté de cubrir el cristal con mi suéter, pero el sol parecía atravesarlo como cuando una mira a través de las radiografías y no entiende nada, pero el médico le dice que está sana, que puede irse a tomar unas vacaciones, y una viene con la ilusión de encontrar un mundo nuevo, la cuna de la civilización y la cultura, y lo único que encuentra es el rayo de plomo en la cara, porque la cortina de nuestro compartimiento ha sido arrancada o están lavándola, o nunca ha habido cortina alguna y soportar este calor es parte de la prueba por la que todo viajero debe pasar si quiere entorpecer su rutina con un paréntesis de ausencia, y bueno, la negra sigue sonriendo.

      Miré a Roberto enfrascado en su lectura, ajeno. Por primera vez sospeché de él. Recordé que durante sus narraciones jamás tocaba el punto de los percances, esos minúsculos fracasos, como si no existieran. El sol se colaba por mi cráneo hasta el cerebro palpitante. Como si no lleváramos los fracasos cargando en la maleta.

      La anciana había comenzado a abanicarse con furia; estiraba el cuello hacia la ventanilla, como si de esta forma pudiera aspirar el aire que entraba antes que los demás y hurtara el poco de frescor que éste traía desde la barranca caliente, y a lo mejor porque no lograba su propósito, nos lanzaba rencorosas miradas que venían a depositarse en la distancia que guardaba celosamente entre su cuerpo y mis pies frente a los suyos. Comprendí que el avance de alguno de mis zapatos hubiera sido un claro signo de provocación, así que me levanté y comencé a desplazarme trabajosamente por el pasillo.

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