El fantasma de Canterville. Oscar Wilde

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El fantasma de Canterville - Oscar Wilde

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señorita Jane, en absoluto. Es usted refinada, parece una señora, y no esperaba más, porque de niña no era ninguna belleza.

      Sonreí por la franqueza de la respuesta de Bessie. Me pareció correcta, pero confieso que su contenido no me dejó indiferente. A los dieciocho años, la mayoría de nosotros queremos agradar, y el convencimiento de que nuestro aspecto no acompaña este deseo nos produce todo menos placer.

      —Pero me imagino que será muy lista —continuó Bessie, como para consolarme—. ¿Qué sabe hacer? ¿Sabe tocar el piano?

      —Un poco.

      Como había uno en la sala, Bessie se acercó a él y lo abrió, pidiéndome que me pusiera a tocarle una melodía. Toqué uno o dos valses, y quedó encantada.

      —¡Las señoritas Reed no tocan tan bien! —dijo ufana—. Siempre dije que usted las superaría en los estudios. ¿Sabe dibujar?

      —Ese cuadro que está sobre la chimenea es uno de los míos —era una acuarela de un paisaje, que había regalado a la directora en agradecimiento por su intervención en mi favor ante el comité, y ella la había mandado enmarcar y barnizar.

      —¡Qué precioso, señorita Jane! Es tan bonito como los cuadros del profesor de dibujo de la señorita Eliza, por no hablar de los de las señoritas, que no hacen nada parecido. ¿Y ha aprendido francés?

      —Sí, Bessie, lo leo y lo hablo.

      —¿Y sabe hacer labores en muselina y lienzo?

      —Sí.

      —¡Oh, qué señora está hecha, señorita Jane! Sabía que sería así. Usted saldrá adelante con o sin la atención de sus familiares. Hay una cosa que quería preguntarle, ¿ha tenido noticias de la familia de su padre, los Eyre?

      —Jamás.

      —Bueno, ya sabe que la señora siempre ha dicho que eran pobres y desdeñables. Puede que sean pobres, pero creo que son tan señores como los Reed, porque un día, hace casi siete años, vino a Gateshead un tal señor Eyre, que quería verla. La señora le dijo que estaba usted en la escuela, a cincuenta millas de distancia. Pareció muy decepcionado, pues no podía detenerse, porque se iba de viaje al extranjero en un barco que salía de Londres un día o dos después. Tenía todo el aspecto de un caballero, y creo que era hermano de su padre.

      —¿A qué país extranjero se iba, Bessie?

      —A una isla a miles de millas, donde hacen vino, me lo dijo el mayordomo…

      —¿Madeira? —sugerí.

      —Sí, sí, esa palabra era.

      —¿Y se marchó?

      —Sí, no se quedó mucho tiempo en la casa. La señora lo trató muy altivamente, y después lo llamó «comerciante ruin». Mi Robert cree que era comerciante en vinos.

      Bessie y yo estuvimos conversando sobre los viejos tiempos durante una hora más, después de lo cual se vio obligada a dejarme. La vi de nuevo unos minutos al día siguiente en Lowton, mientras esperaba la diligencia. Nos separamos finalmente en la puerta de la posada Brocklehurst Arms. Cada una emprendió su propio camino: ella, hacia la cima de la colina de Lowood para coger el coche que la había de llevar de regreso a Gateshead, y yo me subí al vehículo que me iba a conducir hacia nuevas obligaciones y una nueva vida en desconocidos parajes cerca de Millcote.

      Capítulo XI

      Un nuevo capítulo de una novela se parece a veces al nuevo decorado de una obra de teatro; cuando se levanta el telón esta vez, lector, debes imaginar que ves una habitación de la George Inn de Millcote, el papel pintado de sus paredes ostenta los grandes dibujos típicos de tales posadas; típicos también son la alfombra, los muebles, los adornos sobre la chimenea y las láminas, entre las que se encuentran un retrato de Jorge III, otro del príncipe de Gales y una representación de la muerte de Wolfe. Todo esto se ve a la luz de una lámpara de aceite que pende del techo, y de un magnífico fuego, junto al cual me hallo yo sentada envuelta en una capa y tocada con un sombrero. Mi manguito y mi paraguas yacen sobre la mesa, y yo me ocupo en calentarme y quitarme el entumecimiento producido por dieciséis horas de exposición a la intemperie de un día de octubre. Salí de Lowton a las cuatro de la madrugada y, en estos momentos, el reloj del pueblo de Millcote da las ocho.

      Lector, aunque pueda parecer que estoy cómodamente instalada, no tengo el espíritu muy tranquilo. Pensé que cuando parase aquí la diligencia, habría alguien esperando para recibirme. Miré a mi alrededor ansiosamente al bajar los peldaños de madera que había colocado un mozo para ese fin, esperando oír pronunciar mi nombre y ver algún tipo de vehículo esperando para llevarme a Thornfield. No había nada parecido a la vista, así que inquirí a un criado si había preguntado alguien por la señorita Eyre y me contestó negativamente, por lo que no tuve más remedio que pedir que me acompañara a un cuarto privado, donde ahora me encuentro esperando, mis pensamientos turbados por toda clase de dudas y temores.

      Es una sensación muy extraña para una persona joven y sin experiencia encontrarse totalmente sola en el mundo, alejada de todo lo conocido, insegura de poder alcanzar su destino e incapaz, por muchos impedimentos, de volver al lugar de origen. El encanto de la aventura dulcifica la sensación y el sentimiento de orgullo la suaviza, pero un latido de miedo la turba. El miedo se apoderó de mí cuando, al cabo de media hora, todavía estaba sola. Se me ocurrió tocar la campanilla.

      —¿Hay un lugar aquí cerca llamado Thornfield? —pregunté al criado que acudió a mi llamada.

      —¿Thornfield? No lo sé, señora. Preguntaré en el mostrador.

      Desapareció pero volvió enseguida:

      —¿Se llama usted Eyre, señorita?

      —Sí.

      —Una persona la espera.

      Me levanté de un salto, recogí el manguito y el paraguas y me apresuré a salir al corredor de la posada. Un hombre estaba al lado de la puerta abierta y, en la calle iluminada por una farola, vi un vehículo de un caballo.

      —Este será su equipaje, supongo —dijo el hombre algo bruscamente al verme, señalando mi baúl, que estaba en la entrada.

      —Sí.

      Lo cargó en el vehículo, una especie de calesa, y después subí yo. Antes de que cerrase la puerta, le pregunté a qué distancia estaba Thornfield.

      —A unas seis millas.

      —¿Cuánto tardaremos en llegar?

      —Hora y media, tal vez. Cerró la puerta, se encaramó a su asiento en el pescante y emprendimos el camino. Íbamos a paso lento y tuve tiempo de sobra para reflexionar. Me alegraba estar tan cerca del final de mi viaje, y, recostándome en el vehículo cómodo, si no elegante, me entregué tranquilamente a mis meditaciones.

      «Supongo —pensé—, a juzgar por la sencillez del criado y del coche, que la señora Fairfax no será una persona muy elegante. Tanto mejor; solo una vez he vivido entre gente refinada y fui muy desgraciada. Me pregunto si vive sola con la niña. Si es así y si es mínimamente agradable, me llevaré muy bien con ella. Pondré todo mi empeño en ello, pero, desgraciadamente,

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