Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor Dostoyevski
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Basta, no me haga llorar más dijo Nastenka secándose una lágrima que resbalaba por su mejilla-. Todo eso se ha acabado. En adelante estaremos juntos y no nos separaremos nunca pase lo que pase. Escuche Yo soy una muchacha sencilla y sé poco, aunque mi abuela me puso maestro. Pero de veras que le comprendo a usted, porque todo lo que acaba de contarme me ha pasado a mí también desde que mi abuela me prendió con un alfiler a su vestido. Yo, por supuesto, no podría contarlo tan bien como usted porque no tengo estudios añadió con timidez, manifestando todavía admiración por mi discurso patético y mi estilo grandilocuente , pero me alegro de que usted se haya retratado por completo. Ahora le conozco, le conozco a fondo, lo sé todo. ¿Y sabe usted? Yo, por mi parte, quiero contarle mi propia historia, toda ella, sin callar nada, y después me dará usted un consejo. Usted es un hombre muy listo. ¿Promete darme ese consejo?
Nastenka respondí , aunque antes nunca he sido consejero, y mucho menos consejero inteligente, lo que usted me propone me parece muy sensato. Cada uno de nosotros dará al otro buenos consejos. Ahora, dígame, Nastenka bonita, ¿qué clase de consejo necesita? Dígamelo sin rodeos. En este instante estoy tan alegre, tan feliz, me siento tan atrevido, tan listo, que tendré la respuesta pronta.
No, no me interrumpió riendo . No me hace falta sólo un consejo inteligente, sino un consejo cordial, fraterno, como si me quisiera usted de toda su vida.
¡Conforme, Nastenka, conforme! exclamé excitado . Aunque la quisiera desde hace veinte años, no la querría tanto como en este momento.
Deme su mano dijo Nastenka.
Aquí está contesté alargándosela.
Pues comencemos la historia.
Historia de Nastenka
Ya conoce usted la mitad de la historia, es decir, ya sabe que tengo una abuela anciana…
Si la segunda mitad es tan breve como ésta… me aventuré a interrumpir riendo.
Calle Y escuche. Ante todo una condición: no me interrumpa, porque pierdo el hilo. Escuche callado. Tengo una abuela anciana. Fui a vivir con ella cuando yo era todavía muy niña porque murieron mis padres. Mi abuela, según parece, era antes rica, porque todavía habla de haber conocido días mejores. Ella misma me enseñó el francés y más tarde me puso maestro. Cuando cumplí quince años (ahora tengo diecisiete) terminaron mis estudios. Hice por entonces algunas travesuras, pero no le diré a usted de qué género; sólo diré que fueron de poca monta. Pero la abuela me llamó una mañana y me dijo que como era ciega no podía vigilarme. Cogió, pues, un imperdible y prendió mi vestido al suyo, diciendo que así pasaríamos lo que nos quedara de vida si yo no sentaba cabeza. En suma, que al principio era imposible apartarse de ella. Trabajar, leer, estudiar, todo lo hacía junto a la abuela. Una vez intenté un truco y convencí a Fyokla de que se sentara en mi puesto. Fyokla es nuestra asistenta y está sorda. Fyokla se sentó en mi sitio. En ese momento mi abuela estaba dormida en su sillón y yo fui a ver a una amiga que no vivía lejos. Pero el truco salió mal. La abuela se despertó cuando yo estaba fuera y preguntó por algo, pensando que yo seguía tan campante en mi puesto. Fyokla, que vio que la abuela preguntaba algo pero que no oía lo que era, empezó a pensar en qué debía hacer. Lo que hizo fue abrir el imperdible y echar a correr…
En ese punto Nastenka se detuvo y soltó una carcajada. Yo hice coro. Al instante dejó de reír.
Oiga, no se ría de mi abuela. Yo me río porque es cosa de risa… Bueno, ¿qué va a hacer una cuando la abuela es así? Pero aun así la quiero un poco. Pues bien, aquella vez me dio una pasada de las buenas. Tuve que volver a sentarme en mi sitio sin decir palabra y ya fue imposible moverse de él. ¡Ah, sí! Se me olvidaba decirle que teníamos mejor dicho, que la abuela tenía casa propia, una casita pequeña, de madera, con tres ventanas en total, y casi tan vieja como la abuela. En lo alto tenía un desván. A ese desván vino a vivir un inquilino nuevo…
Es decir que había habido un inquilino viejo observé yo de paso.
Pues claro que lo había habido respondió Nastenka . Y sabía callar mejor que usted. En serio, apenas decía esta boca es mía. Era un viejecito seco, mudo, ciego, cojo, a quien al cabo le resultó imposible vivir en este mundo y se murió. Con ello se hizo necesario tomar un inquilino nuevo, porque sin inquilino no podíamos vivir, ya que lo que él nos daba de alquiler y la pensión de la abuela eran nuestros únicos recursos. Por contraste, el nuevo inquilino resultó ser un joven forastero que estaba de paso. Como no regateó, la abuela lo aceptó. Luego me preguntó: «Nastenka, ¿es nuestro inquilino joven o viejo?» Yo no quise mentir y dije: «No es ni joven ni viejo.» «¿Y es de buen aspecto?» preguntó . Una vez más no quise mentir y contesté: «Sí, es de buen aspecto, abuela.» Y la abuela exclamó: «¡Ay, qué castigo! Te lo digo, nieta, para que no trates de verle. ¡Ay, qué tiempos éstos! ¡Pues anda, un inquilino tan insignificante y tiene, sin embargo, buen aspecto! ¡Eso no pasaba en mis tiempos!»
La abuela todo lo relacionaba con sus tiempos. En sus tiempos era más joven, en sus tiempos el sol calentaba más, en sus tiempos la crema no se agriaba tan pronto… ¡todo era mejor en sus tiempos! Yo, sentada y callada, pensaba para mis adentros: ¿Por qué me da la abuela estos consejos y me pregunta si el inquilino es joven y guapo? Pero sólo lo pensaba, mientras seguía en mi sitio haciendo calceta y contando puntos. Luego me olvidé de ello.
Y he aquí que una mañana vino a vernos el inquilino para recordarnos que habíamos prometido empapelarle el cuarto. Hablando de una cosa y otra, la abuela, que era aficionada a la cháchara, me dijo: «Ve a mi alcoba, Nastenka, y tráeme las cuentas.» Yo me levanté de un salto, ruborizada no sé por qué, y olvidé que estaba prendida con el imperdible. No hubo manera de desprenderme a hurtadillas para que no lo viera el inquilino. Di un tirón tan fuerte que arrastré el sillón de la abuela. Cuando comprendí que el inquilino se había enterado de lo que me ocurría me puse aún más colorada, me quedé clavada en el sitio y rompí a llorar. Sentí tanta vergüenza y amargura en ese momento que hubiera deseado morirme. La abuela gritó: «¿Qué haces ahí parada?», y yo llora que te llora. Cuando vio el inquilino lo avergonzada que estaba, saludó y se fue.
Después de aquello, tan pronto como oía ruido en el zaguán me quedaba muerta. Pensaba que venía el inquilino,