Contraluz. Alver Metalli
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Cuando le dijeron que los médicos ya no podían hacer nada para curarla, Flordelisa lloró. Lo hizo cuando nadie podía verla. Tampoco saben cómo se irá, si agotada, con dolor o aturdida por la morfina que le da su madre, porque ni siquiera pueden administrarle los cuidados paliativos con la emergencia concentrada en la peste funesta.
El bayo
Hay un bayo que deambula por la villa desde la mañana temprano, cuando no hay nadie a la vista. Empieza sus andanzas donde las casas disminuyen, en un campo que la mayor parte del tiempo está lleno de basura. Desde allí avanza buscando las briznas de hierba que asoman entre las baldosas de la acera, roza el borde de las calles con el hocico calloso ignorando a algunos perros callejeros que se acercan para olfatear sus pisadas o a los pájaros que esperan pescar algo en los parches de excremento que de tanto en tanto deja a su paso. El bayo está desde antes, cuando la peste todavía no había llegado, pero con la cuarentena y las calles casi desiertas, todos los rincones son suyos. Es el amo absoluto de los espacios y los recorre con meticulosidad de hambriento con su séquito de ocasionales compañeros.
Es un animal de poco valor, de garrones bajos y panza hinchada. La boca está deformada por el freno que deben haberle puesto muchos dueños. Parece que le hubieran tirado encima un balde de cal para blanquearle el pelaje.
Revuelve con el hocico en la tierra y no desprecia las cáscaras de manzana que escapan de alguna bolsa de basura que los perros de la villa, antes que él, estuvieron revisando. Cada tanto se detiene frente al agua que corre junto al borde de la acera, inclina la cabeza descarnada y revuelve el líquido con su lengua rosada antes de beberlo.
A su propietario, un mecánico del barrio que tiene en el mismo lugar casa, taller y establo, le costó exactamente lo que se proponía gastar: algo más de tres mil pesos, menos de tres mil quinientos, cuando un dólar valía la tercera parte de lo que vale hoy. Que ni siquiera valía eso lo puede ver cualquiera que lo encuentre revisando con el hocico las montañas de basura a la entrada de la villa, donde pasa la mayor parte del tiempo después de haber recorrido los callejones más oscuros.
Es libre de moverse, no tiene bridas ni riendas y podría ir donde quisiera, pero no lo hace. Como los bueyes enloquecidos de Abril desesperado que dan vueltas a la piedra del molino aunque han sido liberados del yugo.1
Mientras tanto, espanta las moscas que lo persiguen agitando la cola deshilachada como una escoba. Espera su momento, cuando deberá tirar de la carreta que transporta la estatua del Gauchito Gil, el día de la procesión que el padre Pepe le dedica todos los años al indómito santo bandolero sin aureola, llamado esta vez a luchar contra un enemigo imprevisible y mucho más cruel.
1. Referencia a la película de Walter Salles de 2001, basada en la novela Aprile spezzato de Ismail Kadaré. La novela está ambientada en Albania, pero la película se desarrolla en Brasil, donde una pareja de bueyes hace girar la piedra que tritura la caña de azúcar.
Pesadilla
El grito estalló con fragor de trueno. “¿Por qué?” Se perdió a lo lejos como un ronco gemido de desesperación. “¿Por qué ahora?” El murmullo de los moribundos se congregó a su alrededor. “¡Por qué me quieres llevar ahora!” El grito retumbó con fuerza salvaje. “¿Por qué ahora, por qué yo?” Los pájaros volaron espantados. “No estoy preparado…” Tres se posaron en una rama retorcida en la plaza de la villa. “¡No, no estoy preparado!” El grito se quebró en tres ecos. “Todavía tengo cosas que hacer, cosas que resolver”. Uno siguió al otro como el galope de un caballo. “¿Por qué así? ¿Por qué aquí? ¡No estoy listo!” Danzó en el aire un jadeo de agonía. Después volvió el silencio entre las barracas.
Nadie lo escuchaba. Hasta los ángeles habían huido, como lagartijas despavoridas frente al tractor rugiente.
Llegó la oscuridad y cubrió la tierra.
Se hizo el silencio.
Y la muerte no vino.
Vidas en fila
A las seis y media de la mañana, cuando la luz todavía no se ha impuesto a la oscuridad, la gente de la villa sale de su casa y poco a poco se va reuniendo en los puntos de encuentro. En las esquinas se van formando los primeros grupos, que irán creciendo con el paso de las horas.
Hombres y mujeres del interior del país, con miradas tristes cargadas de cansancio y resignación. Llevan consigo el polvo del Chaco, los silencios de Santiago del Estero, las distancias de Corrientes y el calor tórrido de Misiones. Pero también hay paraguayos y bolivianos a quienes la perspectiva de una vida mejor los decidió a emigrar. Se encolumnan mansamente donde saben que alguien les dará una caja de comida con cinco kilos de productos de primera necesidad: aceite, cacao, leche, azúcar, puré de tomate, fideos, arroz, lentejas, la yerba tan fundamental y algunos envases de larga duración. Ya saben que debe durarles toda la semana, hasta que vuelvan a formar fila para recibir la próxima.
Cuando les llega el turno y pueden abandonar la fila para la caja de alimentos, es el momento de formar otra, para recibir el plato de comida, que pueden consumir sentados en la acera o en su propia casa. Desfilan frente a los voluntarios llevando un recipiente abierto en la mano para que lo llenen con el menú del día. Para ellos y para los miembros de su familia que no pueden venir. O para el vecino que se avergüenza de hacerlo personalmente. Al día siguiente harán otras filas, esta vez para inscribirse y recibir el subsidio familiar de emergencia, dispuesto por el gobierno para atenuar los efectos devastadores de la crisis en los sectores populares. Otra fila los espera un poco más lejos de la villa, en el cajero automático del barrio, para retirar el dinero que depositó el gobierno en su caja de ahorro.
Filas delante de los puestos de Bienestar Social, que en estos días de pandemia manda a sus funcionarios a los barrios marginales para monitorear la situación y conceder subsidios extraordinarios a los que se encuentran en una situación extrema. Después fila para la vacuna contra la gripe en el dispensario que está en el límite de la villa, fila para hacer compras frente al supermercado del barrio, fila en las verdulerías de peruanos y bolivianos, reconocidos en ese rubro. Fila para retirar ropa para el invierno en el local de Cáritas, fila delante de la oficina móvil del Ministerio de Salud que hace el hisopado a los posibles infectados. Fila, por último, en el cementerio más cercano cuando hay que sepultar a alguien, porque el número de tumbas para cavar siempre es mayor que las disponibles. Mientras, esperan la fila más deseada, la que harán para recibir la vacuna que alejará la peste y les devolverá la salud y la libertad.
Aquí se mezclan hábitos y carismas
Hay lugar para todos en la parroquia-hospital de campaña de las villas que en una época visitaba Bergoglio. Religiosas y religiosos de las congregaciones más variadas, jóvenes seminaristas, movimientos eclesiales, voluntarios de asociaciones laicas o de inspiración religiosa, ONG, voluntariados católicos y judíos, y también algunos musulmanes que, a título personal, colaboran con las obras educativas o sociales que surgen