Obras Completas de Platón. Plato
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Lisis echándose a reír,
—¡Por Zeus!, Sócrates —me dijo—, no solo me lo prohíbe, sino que me pega en los dedos si llego a tocar.
—¡Por Heracles! —exclamé yo—, ¿has hecho alguna ofensa a tu padre o a tu madre?
—No, ¡por Zeus!, no les he ofendido en nada —me respondió.
—Pues ¿de dónde nace que te impiden ser dichoso y hacer lo que quieras, obligándote todos los instantes del día a ser obediente, y, para decirlo de una vez, a reducirte a la condición de no hacer nada por tu voluntad, puesto que de todas estas riquezas ninguna está a tu disposición, como que todo el mundo las administra excepto tú, y tu cuerpo mismo, a pesar de ser tan hermoso, note presta ningún uso, toda vez que otro, distinto que tú, lo cuida y lo gobierna? En definitiva, tú, Lisis, ni haces ni diriges nada a tu voluntad.
—Es —respondió— porque aún no tengo la edad, Sócrates.
—Mira, hijo de Demócrates, que acaso la edad no sea la verdadera razón, porque hay cosas, tan importantes como las que hemos referido, que a mi parecer tus padres te dejarán ejecutar sin reparar en tus pocos años. Por ejemplo, cuando quieren que se les lea o se les escriba alguna cosa, es seguro que serás tú el primero a quien se dirijan en casa, ¿no es así?
—Sí —respondió.
—Y cuando escribes, ¿no eres libre de trazar esta letra la primera y aquella la segunda y leerlas en seguida en el mismo orden? Asimismo, cuando coges la lira, ¿te impiden tus padres aflojar o apretar las cuerdas que quieres puntear o tocar con el plectro?
—No.
—¿Por qué razón te permiten unas cosas y te prohíben otras, según hemos dicho?
—Sin duda porque unas cosas las sé y otras no las sé.
—Bien, excelente joven. Luego, no es la edad la que espera tu padre para permitirte hacer todas las cosas, porque el día que te crea más hábil que él, ese día te confiará todos sus bienes y hasta su persona.
—Así lo pienso —dijo.
—Bien, pero dime; ¿tu vecino no hará contigo lo mismo que tu padre, y no crees que te entregará su casa para gobernarla, más bien que para administrarla, el día en que te crea más hábil que él?
—Creo que me la confiará.
—¿Y los atenienses a su vez no te confiarán sus negocios, en el momento en que te crean más experimentado?
—Sí, ciertamente.
—¡Por Zeus! —repuse yo—, ¿qué haría el gran rey de Persia? ¿Entre su hijo mayor y nosotros, a quién confiaría el cuidado de dar sazón a los distintos platos de su mesa, si le probásemos que nosotros somos más entendidos que su hijo en la preparación de condimentos?
—A nosotros, evidentemente.
—Más aún; no permitiría que su hijo se mezclara en nada, y a nosotros nos dejaría obrar, aun cuando quisiéramos echar la sal a puñados.
—Sin duda alguna.
—Dime más: si su hijo tuviese malos los ojos, ¿le permitiría tocarlos con sus manos, sabiendo que no entiende nada de medicina, o se lo impediría?
—Se lo impediría.
—Pero si nos tuviese a nosotros por buenos médicos, ¿no nos dejaría obrar, aun cuando quisiéramos llenar de ceniza los ojos del hijo, confiando en nuestra habilidad?
—Tienes razón.
—¿Y no sucedería lo mismo en cuantas ocasiones parezcamos nosotros más hábiles que su hijo?
—Necesariamente, Sócrates.
—Ya ves lo que sobre esto pasa, mi querido Lisis, en las cosas en que nos hemos hecho hábiles, se fía de nosotros todo el mundo, los griegos, los bárbaros, los hombres, las mujeres, y nadie nos impide obrar como mejor nos parezca; y no solo nos gobernamos a nosotros mismos, sino que gobernamos a los demás, y guardamos a la vez el uso y el provecho de todo lo que les pertenece. Pero en las cosas en que no tenemos ninguna experiencia, nadie querrá dejarse conducir a gusto nuestro; no habrá uno que no ponga obstáculos, y no solo los extraños, sino también nuestro padre, nuestra madre, y cualquier otro pariente más próximo, si pudiese haberle; seremos esclavos de los demás; y nuestros propios bienes no serán nuestros, puesto que no nos serán de ninguna utilidad. ¿Me concedes todo esto?
—Sí.
—¿Amaremos y seremos amados con relación a las cosas en que no podamos ser de alguna utilidad?
—No —dijo.
—¿Así es que tu padre no te amará respecto a las cosas en que no le seas útil, y lo mismo sucederá con todos los hombres, los unos respecto de los otros?
—Yo lo creo así.
—Si te haces hábil, querido mío, todo el mundo te amará, todo el mundo se unirá a ti por cariño, porque serás un hombre útil y bueno. Si no, no tendrás un amigo; ni tu padre, ni tu madre, ni tus parientes, ni ningún hombre, te amarán. Y dime, ¿es posible ser orgulloso cuando no se sabe nada, Lisis?
—Eso no puede ser.
—Y si tienes necesidad de un maestro, es prueba de que no sabes mucho.
—Sí.
—Por consiguiente, tú no eres orgulloso, puesto que no eres un sabio.
—No, ¡por Zeus! —respondió—, no creo serlo.
En este momento dirigí una mirada a Hipótales, y poco faltó para darle cara, porque vino a mi mente la idea de decirle:
—He aquí, Hipótales, cómo conviene hablar a la persona que se ama; he aquí cómo es bueno enseñarle modestia y humildad, en vez de corromperle, como tú haces con tus adulaciones. Pero viéndole muy inquieto y muy turbado por nuestra conversación, recordé que se había puesto detrás de los demás para ocultarse de Lisis. Contuve, pues, mi lengua, y guardé mis reflexiones. Menéxeno volvió y tomó asiento junto a Lisis. Entonces éste, con su gracia infantil, y sin dar cuenta a Menéxeno, me dijo por lo bajo: —Sócrates, repite ahora delante de Menéxeno todo lo que acabas de decirme.
—Tú mismo se lo dirás, Lisis, porque me has prestado mucha atención.
—Mucha, en efecto.
—Trata de recordar nuestra conversación para repetírsela, y si se te ha olvidado algo, me lo preguntas la primera vez que nos veamos.
—No dejaré de hacerlo, Sócrates, y vive persuadido de ello. Pero pregunta por lo menos a Menéxeno, sobre cualquier otro objeto, porque querría no dejar de escucharte hasta la hora de volver a casa.
—De acuerdo, puesto que lo exiges; pero es preciso que estés dispuesto a venir en mi auxilio, si Menéxeno me hace objeciones, porque ya sabes que es un gran disputador.
—Sí,