Obras Completas de Platón. Plato
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FEDRO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Pero supóngase un hombre que piensa que en todo discurso escrito, no importa sobre qué objeto, hay mucho de superfluo; que ningún discurso escrito o pronunciado, sea en verso, sea en prosa, debe mirársele como un asunto serio (a la manera de aquellos trozos que se recitan sin discernimiento y sin ánimo de instruir y con el solo objeto de agradar), y que, en efecto, los mejores discursos escritos no son más que una ocasión de reminiscencia para los hombres que ya saben; supóngase que también cree que los discursos destinados a instruir, escritos verdaderamente en el alma, que tienen por objeto lo justo, lo bello, lo bueno, son los únicos donde se encuentran reunidas claridad, perfección y seriedad, y que tales discursos son hijos legítimos de su autor; primero, los que él mismo produce, y luego los hijos o hermanos de los primeros, que nacen en otras almas sin desmentir su origen; y supóngase, en fin, que tal hombre no reconoce más que estos y desecha con desprecio todos los demás; este hombre podrá ser tal, que Fedro y yo desearíamos ser como él.
FEDRO. —Sí, yo lo deseo, y así lo pido a los dioses.
SÓCRATES. —Basta de diversión sobre el arte de hablar; y tú vas a decir a Lisias, que habiendo bajado al arroyo de las ninfas y al asilo de las musas, hemos oído discursos ordenándonos que fuésemos a decir a Lisias y a todos los autores de discursos, después a Homero y a todos los poetas líricos o no líricos, y, en fin, a Solón y a todos los que han escrito discursos del género político, bajo el nombre de leyes, que si, componiendo estas obras, alguno de ellos está seguro de poseer la verdad, y si es capaz de defender lo que ha dicho, cuando se le someta a un serio examen, y de superar sus escritos con sus palabras, no deberá llamarse autor de discursos, sino tomar su nombre de la ciencia a la que se ha consagrado por completo.
FEDRO. —¿Qué nombre quieres darles?
SÓCRATES. —El nombre de sabios, mi querido Fedro, me parece que solo conviene a dios; mejor les vendría el de amigos de la sabiduría, y estaría más en armonía con la debilidad humana.
FEDRO. —Lo que dices es muy racional.
SÓCRATES. —Pero el que no tiene cosa mejor que lo que ha escrito y compuesto con despacio,[41] atormentando su pensamiento y añadiendo y quitando sin cesar, nosotros les dejaremos los nombres de poetas, y de autores de leyes y de discursos.
FEDRO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Cuéntaselo todo esto a tu amigo.
FEDRO. —¿Pero tú qué piensas hacer?, porque tampoco es justo que te olvides de tu amigo.
SÓCRATES. —¿De quién hablas?
FEDRO. —Del precioso Isócrates, ¿qué le dirás?, ¿o qué diremos de él?
SÓCRATES. —Isócrates es aún joven, mi querido Fedro; sin embargo, quiero participarte lo que siento respecto a él.
FEDRO. —Veamos.
SÓCRATES. —Me parece que tiene demasiado ingenio, para comparar su elocuencia con la de Lisias, y tiene un carácter más generoso. No me sorprenderá, que, adelantando en años, sobresalga en la facultad que cultiva, hasta el punto de que sus predecesores parecerán niños a su lado,[42] y que poco contento de sus adelantos, se lance a ocupaciones más altas por una inspiración divina. Porque hay en su alma una disposición natural a las meditaciones filosóficas.[43] He aquí lo que yo tengo que anunciar de parte de los dioses de estas riberas a mi amado Isócrates. Haz tú otro tanto respecto a tu querido Lisias.
FEDRO. —Lo haré, pero marchémonos, porque el aire ha refrescado.
SÓCRATES. —Antes de marchar, dirijamos una plegaria a estos dioses.
FEDRO. —Lo apruebo.
SÓCRATES. —¡Oh Pan y demás divinidades de estas ondas!, dadme la belleza interior del alma, y haced que el exterior en mí esté en armonía con esta belleza espiritual. Que el sabio me parezca siempre rico; y que yo posea solo la riqueza que un hombre sensato puede tener y emplear.
¿Tenemos que hacer algún otro ruego más? Yo no tengo más que pedir.
FEDRO. —Haz los mismos votos por mí; entre amigos todo es común.
SÓCRATES. —Partamos.
DIÁLOGOS POLÉMICOS
Argumento del Filebo[1] por Patricio de Azcárate
Desde las primeras páginas, aparece sentado en el Filebo con las diversas soluciones que puede tener el siguiente problema: ¿en qué consiste la felicidad del hombre? Filebo responde que en el placer, y Sócrates que en la sabiduría, o quizá en un género de vida superior a la sabiduría y al placer. Para ilustrar esta cuestión, es preciso estudiar sucesivamente, en su naturaleza y en sus elementos, el placer y la sabiduría, compararlos, y reconocer si el uno de los dos encierra el soberano bien; y en otro caso, si es preciso buscar este bien, sea fuera de la sabiduría y el placer, sea en cierta asociación del placer y de la sabiduría reunidos. En esta última idea, arrojada a propósito al principio de la conversación, se entrevé ya la opinión que la discusión va a dar de sí paulatinamente y poner en evidencia; opinión que será el término del diálogo al que Platón conduce al lector.
Sócrates sienta desde luego en principio que el soberano bien debe ser concebido como bastándose a sí mismo. Esta última condición ha de ser la de la vida del placer o la de la vida sabia, para convertirse la una o la otra en vida dichosa. Preguntémonos, en primer lugar, si el placer, el placer solo, y por sí solo, basta a la felicidad del hombre. La experiencia y la reflexión demuestran que es incapaz. ¿Qué hombre se considera dichoso, aun en medio de los placeres mayores y más vivos, viviendo sin inteligencia, sin memoria, sin ciencia de ninguna clase? No hay uno solo. Esto es en concepto de que, en los términos en que ha debido sentarse el problema de la felicidad realizada por el placer, este solo, sin ningún elemento extraño, es el que debe constituir la vida dichosa, la vida toda entera. Si es cosa que haya de entrar otro elemento, el placer ya no es el soberano bien, porque entonces no se basta a sí mismo. He aquí el primer razonamiento contra la identidad del soberano bien y del placer. Pero hay más. No solo el placer, reducido a sí mismo, no hace al hombre dichoso, sino que, examinándolo de cerca, se hace imposible, se desvanece y se anonada él mismo. En efecto, si el placer solo existe para nosotros con la conciencia de que lo tenemos, y si la idea de un placer, que experimentamos sin saberlo, equivale a la negación del placer mismo, evidentemente con el sentimiento de este se mezcla siempre un elemento de otra naturaleza, cuya exclusión lleva consigo la del placer mismo. Por lo tanto, el placer no se basta, y la vida que puede proporcionar no es apetecible, y si se quiere, ni aun posible, y así no constituye el soberano bien.
Otro tanto debe decirse de la sabiduría. Porque reducida solo a los bienes de la inteligencia y de la ciencia, por extensa que se la suponga, ningún hombre se consideraría dichoso sin placeres y sin dolores de clase alguna. La vida sabia, como la de placer, no se basta, y por consiguiente, tampoco constituye la felicidad.
Solo falta que