Santos para pecadores. Alban Goodier
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Agustín creció entre niños paganos, en una escuela pagana, y su moral desde el principio no era mejor que la de sus jóvenes compañeros. Podía robar, engañar o mentir como el peor de todos ellos; hacer estas cosas con inteligencia y éxito era una demostración de talento, más que un vicio. Acudía a la escuela, pero la odiaba por sus restricciones y por las cosas que tenía que aprender. Fue azotado con frecuencia, y cuando llegaba a casa recibía poca compasión, incluso de su propia madre.
Su niñez, según su propia descripción, fue una época infeliz, en la que cada vez se volvía más amargado y temerario. Pero él era precoz e inteligente y, a pesar de los golpes —que sólo le volvían más obstinado— y de su propia ociosidad, aprendió más que sus compañeros. Tanto que sus padres desearon darle la oportunidad de recibir una mejor educación que la que impartían en Tagaste, y por ese motivo fue enviado a Madaura, una próspera ciudad a unos cincuenta kilómetros de distancia.
Pero cincuenta kilómetros, en aquellos días, y para un chico como Agustín, era una gran distancia, que lo independizaba. Aquí, por fin, era dueño de su vida; el anhelo que siempre había tenido de hacer lo que le gustaba, sin permiso o impedimento de nadie, encontraba ahora rienda suelta. Estudió los clásicos paganos, porque le encantaba leer sin parar; estudió no sólo su literatura, sino también sus ideales y su vida. Estos ideales eran practicados a su alrededor, y él podía tomar parte en ellos cuanto quisiera: la búsqueda del placer a toda costa, las orgías salvajes de los carnavales de Baco, la adoración del decadente Ideal Romano: un ideal vivo, inteligente, sensual, indulgente, audazmente atrevido, sonriendo con aprobación ante cada exceso de amor pecaminoso. Tal era la atmósfera que el inteligente, imaginativo, ansioso y temerario Agustín respiraba en la ciudad de Apuleius a la edad de quince años; y para hacerle frente, no tenía nada más que el estímulo animante de un padre pagano, y el miedo tímido de una madre cristiana, cuya religión ya había aprendido a despreciar. Pronto se convirtió en un pagano más, en un pagano amoral, en el momento más crítico de su vida.
Las consecuencias fueron inevitables. Desde Madaura volvió a casa adicto a los vicios más bajos. Y, peor aún, parecía no tener conciencia de ello; para colmo tenía un padre que miraba sus excesos como una prueba de hombría, como una siembra de avena que auguraba grandes cosechas en el futuro. Sólo una cadena lo sostenía: el amor hacia su madre. Se reía de sus prácticas piadosas; deliberadamente la desafió y la hirió; pero por dentro, aunque intentó no reconocerlo, su respeto, admiración y afecto hacia su madre no dejaban de crecer. Lo mismo le sucedía a ella, y el vínculo entre ambos fue haciéndose cada vez más fuerte.
La vida de Mónica con su marido había sido infeliz y sin amor; y ese amor que anhelaba dar se derramaba sobre su hijo, favorito pero insensato. Cuanto más lo amaba, más le afligía el estilo de vida de su hijo, y el futuro al que inevitablemente le iba encaminando. Ella se culpó por haber contribuido a su caída. Había alentado el plan de su viaje a Madaura; le había dado pocos medios para protegerse mientras estaba allí. Haría ahora todo lo posible por recuperarlo, aunque le llevara toda una vida en ello. Esto la hizo esforzarse aún más en sus propios hábitos; si iba a influir en él, la mejora debía empezar por ella misma. Puesto que poco le podía decir directamente, rezaba por él; le observaba, pero sólo podía ayudarlo desde lejos. Y Agustín, aunque no la secundaba y a menudo se deleitaba en herirla con orgullo, sabía que ella oraba, y observaba, y amaba; y acabó devolviéndole ese amor, cada vez mayor.
El siguiente paso en la carrera de Agustín fue Cartago. Era el centro intelectual y también de placer del norte de África, y Agustín ansiaba ambos. Allí vivió, a partir de los diecisiete años, aprendiendo y amando como se le antojaba, porque no había nadie que lo vigilara o guiara. Más adelante escribió: «Fui a Cartago, donde el amor vergonzoso burbujeaba a mi alrededor como aceite hirviendo». Pero fue lo suficientemente sabio como para darse cuenta de que se le ofrecía una oportunidad que no se repetiría. A pesar de su mal comportamiento, trabajó duro. En este momento de su vida murió su padre, bautizado en el último momento, algo que tuvo sin duda un efecto sobre el hijo; el aguijón de la pobreza, a consecuencia de esa muerte, le hizo trabajar aún más duro. Pronto se dio a conocer como el erudito más alegre, mejor dotado y más sensual de la Academia de Cartago; un triunfo triple, que le enorgullecía. En las escuelas de retórica sus declamaciones eran propuestas a los otros estudiantes como modelos; fuera de sus muros, era admirado y cortejado como un temerario devoto del amor.
Pero los caminos de Dios son misteriosos. Un día, en medio de esta vida irreflexiva, estaba estudiando a Cicerón y llegó al siguiente pasaje: «Si el hombre tiene un alma, como sostienen los más grandes filósofos, y si esa alma es inmortal y divina, entonces debe ser que cuanto más se ha empapado de sensatez y de verdadero amor, y en la búsqueda de la verdad, y cuanto menos ha sido manchada por el vicio y la pasión, tanto más seguramente se elevará sobre esta tierra y ascenderá a los cielos».
Esta frase encontrada de repente fue, nos dice, el comienzo de la luz. Le inquietó; sus ojos volvieron continuamente a mirarla; comenzó a preguntarse si, después de todo, era tan feliz como pretendía. Buscó una solución en alguna otra parte, ya fuera una confirmación de esa enseñanza, o algo para tranquilizar su conciencia; no le importaba qué. Dedicó más atención a los otros filósofos paganos, pero no lo llevaron muy lejos. Tomó la Biblia, y por un tiempo le atrajo; pero pronto eso también le resultó insípido, y la abandonó. Sabía algo sobre los maniqueos, con su doctrina de un espíritu bueno y otro malo. Afirmaban que tenían una solución para todos esos problemas; sobre todo, pretendían resolverlos sin renunciar demasiado a las cosas buenas de este mundo. El pecado no podía resistirse, decían; la pasión era una necesidad. Esta doctrina convenía muy bien a Agustín como un modo de apaciguar un nuevo factor, la conciencia; y la aceptó. Se convirtió así en un maniqueo.
Ahora podemos saltarnos algunos años. Agustín regresó a Tagaste, y allí montó una escuela; su alma inquieta pronto se cansó de ella: el provincialismo del lugar lo sofocaba, y se trasladó una vez más a Cartago. Allí abrió otra escuela de retórica, que fue un gran éxito; pero siendo un joven de poco más de veinte años, tenía necesidad de complementar sus conocimientos con más lecturas. Nada pasaba por alto a su mente voraz; leía todo lo que se interponía en su camino: los clásicos, las ciencias ocultas, la astrología, las bellas artes. Mientras tanto, más como ejercicio de dialéctica que por verdadera convicción, se propuso convertir a sus amigos al maniqueísmo, y en parte tuvo éxito. Al fin, de nuevo inquieto, y devorado por una ambición para la que Cartago resultaba ya demasiado pequeña, decidió buscar fortuna en Roma, el centro y la capital del mundo. A pesar de las súplicas de su madre y de las protestas de la mujer con la que convivía sin casarse y que le había sido fiel, huyó al corazón del Imperio en busca de prestigio, como mago de la palabra.
Pero el plan de Dios era muy distinto. La estancia de Agustín en Roma no fue para nada el éxito que imaginaba. Apenas llegó, cayó enfermo, y tuvo que depender de la caridad de amigos generosos hasta que se recuperó. Ese revés lo atormentó muchísimo.
Tan pronto como se sintió bien, comenzó a buscar alumnos; esto, en una Roma ajetreada y bulliciosa, era un asunto más difícil que en Cartago o Tagaste. Además, el clima y la vida del lugar comenzaron a sentarle mal. No podía soportar su aire asfixiante, sus calles empedradas y desiguales; la tosquedad de los modales disgustaba a este hombre de mundo que, aunque tan sumergido en los vicios