Amigos de Dios (bolsillo, rústica, color). Josemaria Escriva de Balaguer
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Amigos de Dios (bolsillo, rústica, color) - Josemaria Escriva de Balaguer страница 4
Preciso es que Él crezca y que yo mengüe[14], fue la enseñanza del Bautista, del Precursor. Y Cristo dice: aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón[15]. Humildad no es apocamiento humano; la humildad que late en la predicación del Fundador del Opus Dei es algo vivo y profundamente sentido, porque «significa reconocerse poca cosa delante de Dios: niño, hijo»[16]. Mons. Escrivá de Balaguer da con una expresión que quizá no tiene precedentes: vibración de humildad [17]; porque la pequeñez del niño, asistido por la protección omnipotente de su Padre Dios, vibra en obras de fe, de esperanza y de amor, y de todas las demás virtudes que el Espíritu Santo infunde en su alma.
En ningún momento se aparta del ámbito de la primera homilía: la vida corriente, lo habitual, lo de cada día. Mons. Escrivá de Balaguer trata de todas las virtudes con referencias continuas a la vida del cristiano que está en medio del mundo porque ese es su sitio, el lugar donde Dios ha querido colocarlo. Ahí se despliegan las virtudes humanas: la prudencia, la veracidad, la serenidad, la justicia, la magnanimidad, la laboriosidad, la templanza, la sinceridad, la fortaleza, etc. Virtudes humanas y cristianas, porque la templanza se perfecciona con el espíritu de penitencia y de mortificación; el austero cumplimiento del propio deber se engrandece con el toque divino de la caridad, «que es como un generoso desorbitarse de la justicia»[18]. Se vive en medio de las cosas que usamos, pero desprendidos, con corazón limpio.
Como para los que andan en negocios de almas, el tiempo es más que oro, es ¡gloria! [19], el cristiano ha de aprender a emplearlo con diligencia, para manifestar su amor a Dios y su amor a los demás hombres, santificando el trabajo, santificándose en el trabajo, santificando a los demás con el trabajo: con un solícito cuidado por las cosas pequeñas, es decir, sin ensueños estériles, con el heroísmo callado, natural y sobrenatural, del que vive con Cristo la realidad cotidiana. «En ningún sitio está escrito que el cristiano debe ser un personaje extraño al mundo. Nuestro Señor Jesucristo, con obras y palabras, ha hecho el elogio de otra virtud humana que me es particularmente querida: la naturalidad, la sencillez (...). Sucede, sin embargo, que los hombres suelen acostumbrarse a lo que es llano y ordinario, e inconscientemente buscan lo aparatoso, lo artificial. Lo habréis comprobado, como yo: se encomia, por ejemplo, el primor de unas rosas frescas, recién cortadas, de pétalos finos y olorosos. Y el comentario es: ¡parecen de trapo!»[20].
Estas palabras del Fundador del Opus Dei nos llegan así: con el frescor de rosas nuevas, fruto de una vida entera de trato con Dios y de un apostolado inmenso, como un mar sin orillas. Junto a la sencillez, resalta en estos escritos un constante contrapunto de amor apasionado, desbordante. Es una «fuerte sacudida en el corazón»[21], un «tened prisa en amar»[22], porque «todo el espacio de una existencia es poco, para ensanchar las fronteras de tu caridad»[23].
Así pasamos a otro de los grandes temas que trataba en sus meditaciones: «El entramado divino de las tres virtudes teologales, que componen el armazón sobre el que se teje la auténtica existencia del hombre cristiano, de la mujer cristiana»[24]. Las referencias son continuas: «A vivir de fe; a perseverar con esperanza; a permanecer pegados a Jesucristo; a amarle de verdad, de verdad, de verdad»[25]; «la seguridad de sentirme —de saberme— hijo de Dios me llena de verdadera esperanza»[26]; «ha llegado la hora, en medio de tus ocupaciones ordinarias, de ejercitar la fe, de despertar la esperanza, de avivar el amor»[27].
Después de las tres homilías sobre la fe, la esperanza y la caridad, viene una sobre oración; pero la necesidad de la vida de trato con Dios está ya presente desde la primera página. «La oración debe prender poco a poco en el alma»[28], con naturalidad, sencilla y confiadamente, porque «los hijos de Dios no necesitan un método, cuadriculado y artificial, para dirigirse a su Padre»[29]. La oración es el hilo de ese cañamazo de las tres virtudes teologales. Todo se hace una sola cosa: la vida adquiere un sonido divino y «esa unión con Nuestro Señor no nos aparta del mundo, no nos transforma en seres extraños, ajenos al discurrir de los tiempos»[30].
En medio de los comentarios ajustados y precisos a la Escritura Santa y del recurso asiduo al tesoro de la Tradición cristiana, irrumpen esos arranques de amor, como un río impetuoso: «¡Qué grande es el amor, la misericordia de nuestro Padre! Frente a estas realidades de sus locuras divinas por los hijos, querría tener mil bocas, mil corazones, más, que me permitieran vivir en una continua alabanza a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo»[31].
¿Por qué un amor tan fuerte? Porque Dios lo infundió en su corazón y, a la vez, porque supo secundarlo con su libre voluntad y contagiarlo a millares y millares de almas. Quería en los dos sentidos de la palabra: amaba y quería querer, corresponder a esa gracia que el Señor había puesto en su alma. La libertad en el amor se hizo pasión: «Libremente, sin coacción alguna, porque me da la gana, me decido por Dios. Y me comprometo a servir, a convertir mi existencia en una entrega a los demás, por amor a mi Señor Jesús. Esta libertad me anima a clamar que nada, en la tierra, me separará de la caridad de Cristo»[32].
El camino hacia la santidad que nos propone Mons. Escrivá de Balaguer está tendido con un profundo respeto a la libertad. Se deleita el Fundador del Opus Dei con las palabras de San Agustín, con las que afirma el Obispo de Hipona que Dios «juzgó que serían mejores sus servidores si libremente le servían»[33]. Esa ascensión al Cielo es, además, sendero apropiado para el que está en medio de la sociedad, en el trabajo profesional, en circunstancias a veces indiferentes o decididamente contrarias a la ley de Cristo. No habla el Fundador del Opus Dei a gente de invernadero; se dirige a personas que luchan al aire libre, en las más diversas situaciones de la vida. Es ahí donde, con la libertad, se da esa decisión de servir a Dios, de amarle por encima de todo. La libertad resulta imprescindible y, en libertad, el amor se enrecia, echa raíces: «El santo no nace: se forja en el continuo juego de la gracia divina y de la correspondencia humana»[34].
Se fomentan, por tanto, para nuestro trato con el Señor, dos pasiones: la del amor y la de la libertad. Sus fuerzas se unen cuando la libertad se decide por el Amor de Dios. Y esas torrenteras de gracias y de correspondencia pueden ya contra todas las dificultades: contra el terrorismo psicológico[35] que se alza contra los que desean ser fieles al Señor; contra las miserias personales que no desaparecen nunca, pero que se convierten en ocasiones para afirmar de nuevo, con la libertad del arrepentimiento, el amor; contra los obstáculos del ambiente que hemos de superar con una siembra de paz y de alegría[36].
Hay momentos en los que, en las anotaciones sobre ese gran juego divino y humano de la libertad y del amor, se vislumbra un poco del sufrimiento —del dolor de amor, por la falta de correspondencia de la humanidad a la misericordia divina— que acompañó siempre la vida de Mons. Escrivá de Balaguer. Era difícil darse cuenta, viéndole. Pocas personas pasarán por este mundo con tanta alegría, con tan buen humor, con tal sentido de la juventud y de vivir al día. No era nostálgico de nada, salvo del Amor de Dios. Pero sufrió. Muchos de sus hijos que le han conocido de cerca, me han comentado luego: ¿cómo era posible que nuestro Padre padeciese tanto? Lo hemos visto siempre alegre, atento a los más pequeños detalles, entregado a todos nosotros.
La respuesta, indirecta, está en algunas de estas homilías: «No olvidéis que estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza, y tolera también que nos llamen locos y que nos tomen por necios»[37].
Por ese saber abrazarse apasionadamente a la Cruz del Señor, Mons. Escrivá de Balaguer podía decir que «la vida mía me ha conducido a saberme especialmente hijo de Dios, y he saboreado la alegría de meterme en el corazón de mi Padre, para rectificar, para purificarme, para servirle, para comprender y disculpar a todos, a base del amor suyo y de la humillación mía»[38]. Siempre secundó dócilmente las mociones del Espíritu Santo, de modo que su conducta fuese un reflejo de la imagen hermosa de Cristo. Creía al pie de la letra en las palabras del Maestro, y con frecuencia fue atacado por los que no parecen soportar que se pueda vivir de fe, con esperanza y con amor. «Quizá