Smartphone. Stefania Garassini

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Smartphone - Stefania Garassini Claves

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las presiones ambientales son muy fuertes. En 6.º de primaria, los que no lo tienen son ya una clara minoría. Pero este es un primer paso muy importante. El segundo será establecer algunas reglas simples (trataremos sobre esto en la Razón 6). Como explicamos, el smartphone es una herramienta de gran complejidad, que requiere un cierto grado de madurez para ser utilizada. Si decidimos entregarlo alrededor de los 13 años, tenemos que dar algunas directrices más y no podemos dar por supuesto que los hijos ya gozan de la conciencia y la madurez necesarias. Aunque reaccionen negativamente, entablando discusiones agotadoras y acusándonos de impedir su libre creatividad y socialización, en realidad esto es exactamente lo que esperan de nosotros: que pongamos límites. Como nos recuerda la psicoterapeuta Asha Phillips, autora del bestseller Los “noes” que ayudan a crecer, para dar seguridad al adolescente está «nuestra capacidad para establecer reglas y atenernos a ellas, para tener ideas claras sobre lo que está bien y lo que no». De esta manera contribuiremos «a hacerles sentir que tienen una base segura desde la cual pueden aventurarse en el mundo».

      La clave para nosotros es ser fuertes y flexibles. Podemos lograrlo si estamos convencidos de que no es necesario un título en ingeniería informática para tener autoridad ante nuestros hijos en este ámbito. Tenemos algo mucho más importante que movernos eficazmente en el ambiente digital. Podríamos decir que nuestras “maletas” provienen de un mundo total o parcialmente “analógico”, en el que hemos vivido durante un tiempo más o menos largo. Sabemos por experiencia qué significa desconectarse, no estar disponibles, terminar una conversación o un buen libro sin vernos interrumpidos constantemente por los tonos de las notificaciones, etc. Esto hace que nos resulte más difícil adaptarnos a lo nuevo pero, al mismo tiempo, nos ayuda a darle a lo “nuevo” un contexto, un significado y un valor.

      Es el comienzo de una emocionante aventura. Somos la única generación de educadores que está manejando esta transición. No hay tradiciones que respetar, ni costumbres establecidas, ni prácticas que replicar. Nosotros somos los que tenemos que trazar el camino. Tenemos nuestras maletas: abrámoslas, miremos dentro de nosotros mismos con realismo, y decidamos qué es lo bueno y cómo esto puede guiar nuestro uso de los medios y el que han de hacer nuestros hijos. Si no lo hacemos ahora, nadie lo hará por nosotros. Somos en gran parte responsables de cómo los medios de comunicación afectarán a las vidas de los jóvenes a partir de ahora. Si crees que eso no es mucho, tal vez este libro no sea para ti.

      * * *

      Por tanto,

       No dejemos que el “nativo digital” nos asuste. En verdad no existe. Hay desafíos, pero también oportunidades, que los adultos y los niños pueden afrontar juntos.

       Los adultos tienen habilidades, no “técnicas”, que pueden ser de gran ayuda: las maletas indispensables para afrontar el viaje.

       El primer paso es mantener el control, y decidir bien —muy importante— la edad en la que creemos que es correcto equipar a nuestro hijo con un smartphone.

      RAZÓN 2

      DARLE UN TELÉFONO INTELIGENTE A UN NIÑO SE CONVIERTE EN UNA INCITACIÓN A LA MENTIRA

      Un smartphone implica suscribirse a uno o más servicios de redes sociales. No todo el mundo sabe que para suscribirse a Facebook e Instagram hay que tener 13 años, mientras que para usar Whatsapp la edad mínima en Europa es de 16. Por lo que respecta a YouTube, que es propiedad de Google, la edad requerida para administrar una cuenta de Google de forma independiente varía de un país a otro y en cualquier caso es mayor de 13 años: en Italia es de 14 años. ¿Cómo crees que se puede resolver este problema? Tienes dos posibilidades: o bien le prohíbes a tu hijo el acceso a todos estos servicios, o le permites mentir e, implícitamente, romper las reglas.

      Probad a poner un viejo Nokia en las manos de un niño de 12 años, uno de esos que solo hacen llamadas. Una herramienta muy útil, si solo se necesita para contactarlo y ser contactado en caso de que, por ejemplo, recorra solo ciertos trayectos. Casi seguro que no querrá saber nada. Lo considerará una vergüenza y os responderá que está dispuesto a prescindir del teléfono: si hablamos de teléfono móvil, hablamos de smartphones, no bromeemos, y por tanto, obviamente, estamos hablando de medios de comunicación social.

      En este punto podemos decidir afrontar los límites de edad de los diversos servicios como imposiciones molestas que pueden ser eludidas de alguna manera, dando así a nuestros hijos la enésima lección sobre cómo la astucia paga más que el respeto a las reglas (como si no las recibieran ya suficientemente desde todas partes). O podríamos tratar de entender el significado de las pautas oficiales de edad para las redes sociales, los videojuegos y, en general, para todo el contenido online. Solo si somos conscientes de lo que está en juego podremos desarrollar una convicción seria, e identificar los medios para hacer cumplir esas directrices también dentro de la familia. La regulación de la edad de acceso a los servicios no es la solución —por supuesto—, pero es un primer paso imprescindible para caminar en la dirección correcta. Los límites de edad pueden ser una ayuda para los padres, uno de los pocos, como escribió el pedagogo Daniele Novara en Avvenire: «Es difícil esperar heroísmo de los padres y las madres cuando en todas partes, especialmente en nuestro país, reina la indiferencia sobre estas cuestiones, si no la estigmatización de quienes no compran un smartphone a un niño de 7 u 8 años. [...] Sin leyes claras, las familias quedan a merced de un marketing cada vez más cínico, que utiliza a los menores como blanco para vender herramientas inapropiadas para su edad».

      Debemos recuperar el valor de la gradualidad de los comportamientos, de las situaciones y del contenido según la edad. Si esto está claro para nosotros en muchos campos (uno de ellos es el de la comida: nadie soñaría con dar de comer langosta a un recién nacido), cuando nos aventuramos en el mundo de los contenidos de entretenimiento y las herramientas para relacionarnos con los demás, el paisaje es más confuso. Si bien pensamos que es obvio que un alimento —quizás muy bueno en sí mismo— ingerido cuando el cuerpo aún no está listo para asimilarlo puede perjudicar gravemente la salud, no estamos tan convencidos de que lo mismo ocurra con el “alimento para la mente”. Es decir, que lo que leemos, miramos, escuchamos influya en nuestros pensamientos y de alguna manera oriente nuestra atención, determinando tarde o temprano nuestros valores. Esto es cierto a cualquier edad, pero en las etapas de desarrollo el asunto es mucho más delicado.

      GOBERNANDO LAS EMOCIONES

      Durante la adolescencia «construimos quiénes somos y cómo somos vistos por los demás», recuerda la neurocientífica Sarah-Jane Blakemore: esta es la fase en la que «para muchos de nosotros se origina un profundo y complejo sentido del yo (en particular, nuestro yo social)».

      Solo alrededor de los diecinueve años —en la mayoría de los casos— se consolida la percepción de sí mismo y de cómo es visto por los demás. Esto explica, por ejemplo, la importancia desproporcionada que los adolescentes atribuyen a los factores sociales a la hora de tomar decisiones. Ser aceptado por un grupo, no sentirse excluido, son, a todos los efectos, prioridades

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