El futuro del pasado religioso. Charles Taylor

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El futuro del pasado religioso - Charles  Taylor Estructuras y Procesos. Filosofía

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originales. Claro ejemplo de ello es la publicación junto a Dreyfus de Retrieving Realism, Harvard UP, Cambridge, 2015 [Recuperar el realismo, trad. y prólogo de Josemaría Carabante, Madrid, Rialp, 2016].

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      ¿UNA MODERNIDAD CATÓLICA?*

      En primer lugar, quisiera mostrar cuán profundamente honrado me siento por haber sido elegido para recibir el Marianist Award este año. Agradezco a la Universidad de Dayton no solo el reconocimiento de mi trabajo, sino también la oportunidad de plantear con ustedes algunos temas que han estado en el centro de mi interés durante décadas. Estos temas se han reflejado en mi trabajo filosófico, pero no del mismo modo en que los plantearé esta tarde, dada la naturaleza del discurso filosófico que (tal y como yo lo veo) ha de intentar persuadir a los pensadores honestos de cualquier compromiso metafísico o teológico. Me siento afortunado por tener la oportunidad de plantear con ustedes algunas cuestiones que subyacen a la idea de una modernidad católica.

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      El título de esta conferencia se podría haber invertido. Esta conferencia se podría haber titulado «¿Un catolicismo moderno?». Pero es tal la fuerza del adjetivo moderno en nuestra cultura que, inmediatamente, se podría pensar que el objeto de mi investigación sería un nuevo catolicismo, mejor y superior, destinado a reemplazar todas aquellas variedades pasadas de moda que de forma desordenada llenaron nuestro pasado. Sin embargo, pretender algo así sería perseguir una quimera, un monstruo que no puede existir dada la naturaleza de las cosas.

      La Redención llega con la Encarnación, el momento en el que la vida de Dios se entrelaza con las vidas humanas. Pero estas vidas humanas son diferentes, plurales, irreductibles entre sí. La Redención-Encarnación trae reconciliación, un tipo de unidad. Es la unidad de unos seres diversos, que llegan a comprender que no pueden alcanzar la totalidad solos, que su complementariedad es esencial; más que la unidad de unos seres que llegan a aceptar que son, en último término, idénticos. O quizá podríamos exponerlo del siguiente modo: ambas, la complementariedad y la identidad, serán parte de nuestra última unidad. La gran tentación histórica ha sido olvidar la complementariedad para ir directamente a la igualdad, convertir a tantas personas como sea posible en «buenos católicos» —y en el proceso fracasa la catolicidad: fracasa la catolicidad, porque fracasa la totalidad—. La unidad se consiguió a costa de suprimir parte de la diversidad con la que Dios creó a la humanidad. Es la unidad de una parte que se hace pasar por el todo. Es universalidad sin totalidad y, por lo tanto, no es verdadero catolicismo.

      Esta unidad a través de la diferencia, en oposición a la unidad a través de la identidad, parece la única posible para nosotros. No solo por la diversidad de los seres humanos, que comienza desde la diferencia entre hombres y mujeres y se va ramificando cada vez más. No solo porque el material humano, con el que la vida de Dios debe entrelazarse, impone esta fórmula como una especie de segunda mejor solución para la igualdad. Ni tan siquiera porque cualquier unidad entre los seres humanos y Dios habría de ser una unidad a través de la (inmensa) diferencia. Sino que parece la única unidad posible porque la misma vida de Dios, entendida de forma trinitaria, es ya una unidad de este tipo. La diversidad humana es parte del modo en el que estamos hechos a imagen y semejanza de Dios.

      Así, formulado de un modo quizá exagerado, podríamos decir que no sería un principio católico extender la fe sin permitir incrementar la variedad de devociones, espiritualidades, formas litúrgicas y respuestas a la Encarnación. Esta es una exigencia que, a menudo, nosotros, en la Iglesia católica, no hemos respetado; pero con la que, también a menudo, hemos intentado convivir. Pienso, por ejemplo, en las grandes misiones jesuíticas en China e India al comienzo de la era moderna.

      La ventaja para nosotros, los modernos, es que, al vivir en la estela de tan variadas formas de vida cristiana, ya tenemos ante nosotros un amplio campo de espiritualidades con el que compensar nuestra propia estrechez de miras y recordar que todos necesitamos complementar nuestra propia parcialidad en nuestro camino hacia la totalidad —este es el motivo por el que soy tan cauto con las posibles resonancias de un «catolicismo moderno» y con los posibles ecos de triunfalismo y autosuficiencia que residen en el adjetivo (¡añadidos a aquellos que suelen residir en el nombre!)—.

      Soy consciente de cuán extraño e incluso extravagante puede parecer tomar como modelo a Matteo Ricci y el gran experimento jesuita en China. Mantener esta postura en la actualidad parece imposible por dos razones opuestas. En primer lugar, estamos demasiado cerca. En muchos aspectos, esta aún es una civilización cristiana o, al menos, una sociedad con muchos fieles. ¿Cómo podemos comenzar desde el punto de vista del extranjero que, de forma inevitable, era el punto de vista de Ricci?

      Pero, en segundo lugar, inmediatamente después de haber dicho esto, debemos recordar todas aquellas facetas de la cultura y del pensamiento modernos que se esfuerzan en definir la fe cristiana como aquello que debe superarse y dejarse en el pasado si queremos que la ilustración, el liberalismo y el humanismo prosperen. Con esta imagen en mente, no es difícil sentirse como un extranjero. Sin embargo, por esta misma razón, el proyecto de Ricci puede parecer totalmente inapropiado. Ricci se enfrentó a otra civilización, una construida, en gran parte, en la ignorancia de la revelación judeocristiana; así que la cuestión que podríamos plantear aquí es cómo adaptar el mandato a nuevas direcciones. Considerar la modernidad desde su aspecto no cristiano significa, generalmente, considerarla como anticristiana, como excluyendo deliberadamente el kerigma cristiano. Entonces, ¿cómo podemos adaptar el mensaje ante su negación?

      Visto desde nuestro tiempo, el proyecto de Ricci nos parece extraño por dos razones aparentemente incompatibles. Por una parte, nos sentimos como en casa aquí, en esta civilización que ha surgido desde la cristiandad. Entonces, ¿por qué tenemos que esforzarnos en comprenderla? Por otra parte, todo lo que es ajeno al cristianismo parece implicar su rechazo. Entonces, ¿cómo podemos pensar en adaptarlo? Dicho de otra forma, el proyecto de Ricci conlleva la difícil tarea de hacer nuevas discriminaciones. ¿Qué representa una diferencia humana válida en la cultura? ¿Qué es incompatible con la fe cristiana? La famosa controversia de los ritos chinos planteó estas cuestiones. Pero, para la modernidad, parece que las cosas están claramente dispuestas: lo que está en continuidad con nuestro pasado es legítima cultura cristiana y el novel giro secular simplemente es incompatible. No parece

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