El futuro del pasado religioso. Charles Taylor

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El futuro del pasado religioso - Charles  Taylor Estructuras y Procesos. Filosofía

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      Pensemos en el ataque de los reformadores a las vocaciones supuestamente superiores de la vida monástica. Estas vocaciones estaban destinadas a señalar los caminos de una dedicación superior; pero, de hecho, se desviaron hacia el orgullo y el autoengaño. Para los cristianos, la verdadera vida santa estaba dentro de la vida corriente, en vivir en el trabajo y en la casa de una manera cristiana y honrada.

      Hubo una crítica terrenal —se podría decir terrena— de lo supuestamente superior que se trasladó y utilizó como crítica secular contra el cristianismo y, en definitiva, contra la religión en general. La misma postura retórica que los reformadores habían adoptado contra los monjes y las monjas fue utilizada por los seculares y los no creyentes contra la fe cristiana. Supuestamente esta fe desprecia lo real, lo sensual, el bien humano terrenal, en pro de algún fin superior puramente imaginario, cuya búsqueda solo puede conducir a la frustración del bien terrenal y al sufrimiento, a la mortificación, a la represión, etc. Las motivaciones de aquellos que defendían este camino superior se volvían sospechosas. El orgullo, el elitismo y el deseo de dominar desempeñaron un importante papel en esta historia, junto con el miedo y la timidez (también presentes en la temprana historia de los reformadores, pero de forma menos destacada).

      En esta crítica, la religión se identificó con la segunda postura, la purista, o bien con una combinación de esta postura con la primera, la «simbiótica» (normalmente tildada de superstición). La tercera postura, la del agape/karuna se volvió invisible, debido a que la crítica secular asumió una variante transformada de ella.

      Pero no debemos exagerar. Esta forma de ver la religión está lejos de ser universal en nuestra sociedad. Se podría pensar que es particularmente cierta en Estados Unidos, con sus altos índices de creencia y práctica religiosas. A pesar de todo, mi afirmación es que este modo de entender las cosas ha penetrado mucho más profunda y ampliamente en nuestro mundo actual que solo con los aficionados al estilo ateo de la aldea secular. Este modo de entender las cosas también forma parte de la perspectiva de muchas personas que se consideran creyentes.

      ¿Por qué hablo de «este modo de entender las cosas»? Porque se trata de un clima de pensamiento, un horizonte de suposiciones, más que de una doctrina. Esto significa que necesariamente habrá alguna distorsión en mi intento de presentarlo en un conjunto de proposiciones; pero voy a hacerlo de todos modos, dado que no conozco otro modo de exposición.

      Formulado en proposiciones, sería: 1) para nosotros, la vida, el florecimiento y el alejarnos de las fronteras de la muerte y del sufrimiento son los valores supremos; 2) esto no siempre fue así, no era así para nuestros antepasados o para las personas de otras civilizaciones anteriores; 3) uno de los motivos que impedía que esto fuese así en el pasado era la idea, inculcada por la religión, de que había objetivos superiores; y, 4) hemos llegado a (1) por una crítica y superación de (este tipo de) religión.

      Vivimos en algo similar a un clima posrevolucionario. Las revoluciones generan la sensación de que se ha logrado una gran victoria e identifican al adversario con el anterior régimen. Un clima posrevolucionario es extremadamente sensible a cualquier cosa que huela al antiguo régimen y ve retroceso incluso en concesiones relativamente inocentes a preferencias humanas generalizadas. Así, los puritanos veían la vuelta al papismo en cualquier ritual y los bolcheviques se dirigían compulsivamente a las personas como «camarada», prohibiendo las apelaciones ordinarias de «señor» y «señora».

      Me parece que una versión más suave, pero muy persuasiva, de este tipo de clima se ha extendido en nuestra cultura. Hablar de ir más allá de la vida parece socavar la suprema preocupación por la vida de nuestro humanitario y «civilizado» mundo. Es intentar invertir la revolución y devolver el antiguo y oscuro orden de prioridades en el que la vida y la felicidad podían sacrificarse en aras de la renuncia. En consecuencia, incluso a los creyentes se les induce a redefinir su fe de modo que no desafíe a la primacía de la vida.

      Como siempre, lo que se pierde en este clima posrevolucionario es el matiz fundamental. Desafiar la primacía puede significar dos cosas. En primer lugar, puede significar desplazar la salvación de la vida y la evitación del sufrimiento de su rango de intereses centrales de la política; o, en segundo lugar, puede significar afirmar o, al menos, abrir el camino para la intuición de que hay algo que importa más que la vida. Evidentemente estas dos cosas no son lo mismo. Ni siquiera es cierto, como posiblemente mucha gente podría creer, que estén causalmente vinculadas en el sentido de que plantear el segundo desafío «nos suaviza» y hace el primer desafío más fácil. En efecto, quiero afirmar (y lo hice en las conclusiones de Fuentes del yo) que sucede justo lo contrario: aferrarse a la primacía de la vida en el segundo sentido (vamos a llamarlo el «metafísico») hace más difícil para nosotros afirmar con entusiasmo el primer sentido (el sentido práctico).

      Pero no quiero continuar con esta afirmación ahora. Volveré más adelante sobre esto. La tesis que estoy presentando aquí es que, en virtud de este clima posrevolucionario, la modernidad occidental es inhóspita a lo trascendente. Esta tesis, por supuesto, es contraria al relato hegemónico de la Ilustración, según el cual la religión sería cada vez menos creíble gracias al avance de la ciencia. Hay, por supuesto, algo cierto en esto; pero, bajo mi punto de vista, no es lo fundamental. Aún más, si esto es cierto —que la gente interpreta la ciencia y la religión como contrarias—, es consecuencia de una incompatibilidad sentida a nivel moral. Este es el profundo nivel que he intentado explorar aquí.

      3

      Pero me estoy desviando de la línea principal de mi argumentación. He dibujado un retrato de nuestro tiempo con el fin de sugerir que el humanismo exclusivo ha provocado, por decirlo de algún modo, una revuelta desde dentro. Antes de hacerlo, hagamos una pausa para percatarnos de que, en la afirmación secular de la vida corriente, así como en la defensa de los derechos universales e incondicionales, una innegable prolongación del Evangelio se ha vinculado paradójicamente a una negación de la trascendencia.

      A diferencia de lo que ha sido común en la historia humana, vivimos en una cultura moral extraordinaria en la que el sufrimiento y la muerte, a través de las hambrunas, las inundaciones, los terremotos, la peste o la guerra, pueden despertar movimientos de simpatía y solidaridad práctica en todo el mundo. Por supuesto, esto es posible gracias a los medios de transporte y comunicación modernos. Pero estos no deben cegar la importancia del cambio moral y cultural. Los medios de transporte y comunicación no despiertan la misma respuesta en todas partes. La respuesta es desproporcionadamente fuerte en la antigua cristiandad latina.

      También debemos tener en cuenta las distorsiones producidas por el bombo mediático y el corto periodo de atención prestado a los medios de comunicación. Las imágenes dramáticas producen la respuesta más fuerte, relegando casos aún más necesitados a una zona de abandono de la cual solo las cámaras de la CNN pueden rescatarlos.

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