El futuro del pasado religioso. Charles Taylor

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El futuro del pasado religioso - Charles  Taylor Estructuras y Procesos. Filosofía

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aliarse en algún tema importante para ir en contra de un tercero. Los neonietzscheanos y los humanistas seculares condenan la religión y rechazan cualquier bien más allá de la vida. Pero los neonietzscheanos y los que reconocen la trascendencia coinciden en su falta de sorpresa ante las continuas discrepancias del humanismo secular, y se unen también en la sensación de que la comprensión de la vida de los humanistas seculares carece de una dimensión fundamental. En una tercera alineación, los humanistas seculares y los creyentes se alían para defender una idea de bien humano contraria a la de los herederos del antihumanismo de Nietzsche.

      Si tenemos en cuenta el hecho de que los que reconocen la trascendencia están divididos, entonces podemos introducir un cuarto contendiente en este campo de batalla. Algunos piensan que todo el movimiento del humanismo secular fue solo un error que debe revertirse. Necesitamos volver a un anterior modo de ver las cosas. Otros, entre los que me sitúo, piensan que la primacía práctica de la vida ha sido una gran ganancia para la humanidad y que hay algo de verdad en la historia «revolucionaria»: esta ganancia, de hecho, es improbable que surja sin ninguna brecha con la religión establecida. (Incluso podríamos sentirnos tentados a decir que la moderna increencia es providencial, pero esta podría ser una forma demasiado provocativa de expresarlo). Sin embargo, nosotros pensamos que la metafísica de la primacía de la vida es errónea y sofocante y que su dominio continuado pone en peligro la primacía práctica.

      Parece que en los últimos párrafos he complicado la escena. Sin embargo, la línea principal, bosquejada anteriormente, aún está presente. Tanto los humanistas seculares como los antihumanistas están de acuerdo con la historia revolucionaria, podemos autoafirmarnos porque nos hemos liberado de la ilusión de un bien más allá de la vida. Esta puede considerarse la confirmación ilustrada de la benevolencia y de la justicia o podría ser el carácter adecuado para la plena afirmación de la Voluntad de Poder —o «el libre juego del significante», o la estética del yo, o cualquiera de sus versiones actuales—. Pero, en cualquier caso, permanece dentro del mismo clima posrevolucionario. Para aquellos que se encuentran plenamente dentro de este clima, la trascendencia se vuelve invisible.

      4

      Vista desde otra perspectiva, la anterior imagen de la cultura moderna sugiere que la negación de la trascendencia puede poner en peligro las ganancias más valiosas de la modernidad: la primacía de la vida y la defensa de los derechos. Esta es, repito, una perspectiva entre otras; la cuestión es si esta perspectiva da más sentido a lo que ha ocurrido en los dos últimos siglos que un humanismo secular exclusivo. Bajo mi punto de vista, me parece que lo hace.

      Ahora quiero analizar este peligro desde otro ángulo. Hablaba antes de una revuelta inmanente contra la afirmación de la vida. Nietzsche se convirtió en una importante figura en la articulación de una creencia contraria a la filantropía moderna que se esfuerza en incrementar la vida y aliviar el sufrimiento. Pero Nietzsche también articuló algo bastante inquietante: una ácida explicación de las fuentes de la filantropía moderna, de los resortes de la compasión y de la simpatía que impulsan la impresionante empresa de la solidaridad moderna.

      La «genealogía» de Nietzsche del universalismo moderno, de la preocupación por el alivio del sufrimiento, de la «piedad», probablemente no convencerá a nadie que tenga ante sus ojos los elevados ejemplos del agape cristiano o de la karuna budista. Pero la cuestión que permanece abierta es si este poco halagador retrato no capta el posible destino de una cultura que ha apuntado más alto de lo que sus fuerzas morales pueden sostener.

      Este es el tema que planteé muy brevemente en el último capítulo de Fuentes. Nos sentimos impresionados por la colosal prolongación de una ética evangélica a una solidaridad universal, a la preocupación por seres humanos del otro lado del globo a los que nunca conoceremos ni necesitaremos como compañeros o compatriotas —o, dado que este no es el desafío final más difícil, todavía nos sentimos más impresionados por el sentimiento de justicia que podemos tener hacia personas con las que tenemos contacto y que tienden a disgustarnos o despreciarnos, o por la voluntad de ayudar a personas que, a menudo, parecen ser la causa de su propio sufrimiento—. Cuanto más contemplamos todo esto, más nos sorprendemos por las personas que se comprometen con estas empresas de filantropía, de solidaridad internacional, o con el Estado de bienestar moderno; o, por formular el lado negativo, no nos sorprendemos cuando vemos que la motivación decae como ocurre, por ejemplo, con el actual rechazo a los pobres y a los menos favorecidos en las democracias occidentales.

      Podríamos plantear la cuestión de la siguiente manera: nuestra época nos exige más solidaridad y benevolencia que nunca. Nunca se había pedido a la gente que se extendiese tan consistentemente, tan sistemáticamente, hasta el extraño. Si atendemos a la otra dimensión de la afirmación de la vida corriente que se refiere a la justicia universal, podemos hacer una afirmación similar. Aquí también se nos pide que mantengamos estándares de igualdad que cubran cada vez más clases de personas, que tiendan puentes entre cada vez más tipos de diferencias, que repercutan cada vez más en nuestras vidas. ¿Cómo logramos hacerlo?

      Tal vez no lo hagamos del todo bien y la pregunta que realmente deberíamos hacernos es: ¿cómo podríamos lograrlo? Pero, para acercarnos a la respuesta, al menos, deberíamos preguntarnos: ¿cómo hacemos lo que hacemos, eso que, a pesar de todo, en los dominios de la solidaridad y la justicia parece mejor que en épocas anteriores?

      1. La preservación de estos estándares se ha convertido en parte de lo que entendemos como una vida humana decente y civilizada. Vivimos a la altura de estos y, en parte, lo hacemos porque nos avergonzaríamos de nosotros mismos si no lo hiciésemos. Se han convertido en parte de nuestra autoimagen, en el sentido de nuestro propio valor. Junto a esto, experimentamos un sentimiento de satisfacción y superioridad cuando contemplamos a otros —nuestros antepasados o sociedades contemporáneas no liberales— que no los reconocieron o no los reconocen.

      Pero inmediatamente sentimos cuán frágil es esto como motivación. Hace que nuestra filantropía sea vulnerable al modo de prestar atención a los medios y a los diversos modos de exagerar el sentirse bien con uno mismo. Nos dedicamos a la causa del mes, recaudamos fondos para esta hambruna, pedimos al Gobierno que intervenga en esa espantosa guerra civil; y, luego, lo olvidamos al mes siguiente, cuando sale de la pantalla de la CNN. Una solidaridad impulsada, en última instancia, por el propio sentido de superioridad moral del donante es algo caprichoso y volátil. De hecho, estamos lejos de la universalidad e incondicionalidad que nuestra perspectiva moral prescribe.

      Podríamos prever ir más allá, apelando a un sentido más exigente de nuestro propio valor moral, uno que requiriese más consistencia, una cierta independencia de la moda y una atención cuidadosa e informada a las necesidades reales. Algo así deben sentir las personas que trabajan en las organizaciones no gubernamentales; quienes, en consecuencia, miran a los donantes impulsados por las imágenes de la televisión igual que nosotros miramos a los que no responden ante este tipo de campañas.

      2. Pero hasta el más exigente y noble sentido de la autoestima tiene limitaciones. Me siento digno al ayudar a la gente, al dar sin restricciones. Pero ¿qué hay de digno en ayudar a la gente? Es obvio: como seres humanos tienen cierta dignidad. Mi sentimiento de autoestima conecta intelectual y emocionalmente con mi sentido del valor de los seres humanos. Aquí es donde el moderno humanismo secular parece tentando a felicitarse a sí mismo. Al reemplazar la imagen humillante de los seres humanos como pecadores depravados, inveterados, y al articular el potencial de los seres humanos para la bondad y la grandeza, el humanismo no solo nos ha dado el coraje de actuar para la reforma, sino que también explica por qué esta acción filantrópica merece tan inmensamente la pena. Cuanto más alto es el potencial humano, mayor es la empresa de realizarlo y mayor ayuda merecen los portadores de este potencial para lograrlo.

      Sin embargo, la filantropía y la solidaridad impulsadas por un humanismo noble, al igual que las impulsadas por altos ideales religiosos, tienen

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