El incendio del templo de San Antonio en Ciudad Cuauhtémoc, Chihuahua en 1961. Pedro Castro

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el marxismo calificaba a la religión como el opio de los pueblos. En la visión apocalíptica cuasi-paranoica de los católicos fue fácil asociar una pretendida conspiración judía a la del “bolchevismo”. A título de ejemplo, el católico jerarca nazi Joseph Goebbels dijo en 1936 que el bolchevismo era un absurdo patológico y criminal inventado y organizado por los judíos con el fin de destruir a las naciones europeas y establecer la dominación del mundo sobre sus ruinas.4 Expresiones tan absurdas como ésta daban cuerpo, adaptadas a los tiempos modernos, a una fantasiosa alianza judía-masónica-atea-comunista para apoderarse del mundo, nada menos. A partir de Pío XII el discurso la Iglesia dejó ver la existencia de una conjura comunista en marcha, en la que supuestamente subyacía una judía, aunque pasada la guerra el término “judío” pasó a retiro forzoso, sobre todo después de las barbaridades sobre esta población en Europa por los nazi-fascistas y que dejó raspado al Santo Padre. Para cerrar con broche de oro su pontificado, Por su parte Pío XI apoyó sin reservas a la Iglesia Católica Nacional de España y a la sublevación de Francisco Franco; obispos y sacerdotes bendijeron las armas de los alzados, e intervinieron de distintas maneras en el conflicto contra la República, incluso con armas en la mano. La complicidad del clero con el terror militar y fascista de Franco y los suyos durante y después de la guerra fue absoluta. Desde el Arzobispo Gomá, Primado de España, hasta el cura del pueblo más apartado, a pesar de conocer el sufrimiento de los republicanos en las garras de sus enemigos, advertían los disparos, atestiguaban los fusilamientos y masacres, confesaban a los que iban a morir, veían como se llevaban a la gente “a paseo”, prestando oídos sordos a los familiares que imploraban piedad y clemencia para los presos en espera de su hora final. La actitud predominante fue el silencio, por convicción propia o por orden de sus superiores, cuando no la acusación o la delación, y el apoyo irrestricto al llamado nacionalcatolicismo español.5 Con la victoria franquista los prelados pasaron a ocupar la primera fila del régimen dictatorial, haciéndose cómplices de la brutal represión contra los derrotados. Pocas horas después de anunciar que el ejército de los rojos estaba vencido y desarmado, Franco recibió un telegrama de Pío XII, recién elegido Papa el 2 de marzo de 1939, que rezaba: “Levantando nuestro corazón al Señor, agradecemos sinceramente, con V. E., deseada victoria católica España. Hacemos votos porque este queridísimo país, alcanzada la paz, emprenda con nuevo vigor sus antiguas y cristianas tradiciones que tan grande la hicieron.”6 El 16 de abril siguiente el mismo papa dirigió un radiomensaje a la “católica España” en el que se congratulaba “por el don de la paz y de la victoria, confirmaba el carácter religioso de la guerra, recordaba a los obispos, sacerdotes, religiosos y fieles que en tan elevado número han sellado con sangre su fe en Jesucristo y su amor a la Religión católica”, y pedía “seguir los principios inculcados por la Iglesia y proclamados con tanta nobleza por el Generalísimo (Franco) de justicia para el crimen y de benévola generosidad para con los equivocados (itálicas mías)”.7 Con todo y lo anterior, Pío XII –como también lo había hecho Pío XI– no pronunció, ni entonces, ni antes ni después, una sola palabra de misericordia o compasión para las víctimas, muchas de ellas católicas. Apenas el 12 de abril de ese 1939 tuvo lugar en Roma “un tedéum y recepción por el final victorioso de la guerra”, organizado jubilosamente por el cardenal Giovanni Battista Montini, futuro Pablo VI, en la iglesia jesuíta de Gesú, a donde asistieron el Colegio Cardenalicio y de la Secretaría de Estado del Vaticano.8

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