La formación de los sistemas políticos. Watts John
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Cinco años antes, el 28 el septiembre de 1464, el marqués de Villena, el arzobispo de Toledo, el almirante de Castilla y otros señores se habían amotinado de manera similar contra el gobierno del rey Enrique IV de Castilla (1454-1474), expresando su preocupación por el «bien de la cosa pública de vuestros regnos e señoríos», afirmando hablar «en voz é en nombre de los tres estados».7 En una larga carta, dichos señores recordaban el buen consejo que los magnates habían dado al rey al inicio de su reinado, instándole a regirse a sí mismo y a su pueblo conforme a las leyes y las costumbres, de la misma manera que habían hecho sus gloriosos ancestros y como, de hecho, tenía la obligación de hacer. El rey, alegaban, no había seguido este consejo y, por el contrario, se había rodeado de enemigos de la fe católica y de hombres de fe sospechosa, a quienes había recompensado de manera abundante, prefiriendo su consejo al de los grandes señores. Como consecuencia, la Iglesia y el pueblo habían sido castigados con impuestos y extorsiones. La tributación pontificia para las cruzadas se había aplicado de forma inapropiada y la moneda se había alterado y devaluado. Como la ley solo actuaba en favor de los hombres que rodeaban al rey, los súbditos no se atrevían a poner demandas ante sus tribunales y grandes zonas del reino habían quedado destruidas por la falta de justicia. El rey no recibía las peticiones que se realizaban por su propio bien, sino que las respondía violentamente, como si las hicieran sus enemigos. Y aún se recontaría mucho más cuando el rey estuviera dispuesto a escuchar las quejas del pueblo, pero en aquellos momentos lo importante era acudir a la raíz de los problemas: «la opresión de vuestra real persona en poder del conde de Ledesma, pues parece que vuestra señoría non es señor de faser de sí lo que la razon natural vos enseña». Enfatizando su lealtad al rey, su preocupación por su honor y su alma, y su deseo de responder a las quejas del pueblo, los confederados pedían que Ledesma y sus «parciales» fueran llevados a prisión y que el rey convocara Cortes para ordenar el buen gobierno de sus reinos.
Cuando los historiadores han debatido estos dos episodios, más bien similares, lo han hecho en relación con la situación política nacional de cada caso: las tensiones emergentes entre Warwick el Hacedor de Reyes y el usurpador de los York, por una parte, y las discordias entre facciones que rodeaban al «impotente» rey Enrique IV, por otra. También han tendido a relacionar las pretensiones públicas de dichos opositores como espurias y les han asignado motivos personales; de hecho, esencialmente los mismos motivos personales: tanto Warwick como Villena habían sido anteriormente consejeros cercanos y aliados de sus reyes respectivos, pero tras el inicio del reinado habían sido desplazados por otras figuras pujantes y, supuestamente, se habrían mostrado resentidos por ello. Se han destacado ciertos patrones –al fin y al cabo lo que Warwick estaba haciendo en 1469 ya lo había hecho Ricardo de York en 1450, mientras que las maniobras de Villena y sus aliados reproducían más o menos las palabras y acciones de las ligas de nobles que habían acechado el poder de Juan II de Castilla con anterioridad–, pero dicha posición se ha tomado generalmente para socavar la credibilidad de las protestas, aunque se reconozca que tanto en la Inglaterra como en la Castilla de mediados del siglo XV existían muchas razones para protestar. Estos paralelos historiográficos son bastante interesantes y volveremos sobre ellos, pero antes debemos tratar otro paralelo histórico, uno que, además, normalmente se obvia. Como resulta claro de los pasajes citados, los formatos de aquellas dos rebeliones fueron sorprendentemente similares. En ambos casos los magnates afirmaban actuar por el pueblo –y no solo por el pueblo, sino por el pueblo como comunidad política: los comunes o los «tres estados»–. Dichos magnates redactaron, o hicieron circular, manifiestos en vernáculo y reprodujeron una letanía más o menos similar de protestas sobre los malvados consejeros del rey, que habían ascendido de la nada y estaban alterando, por su control interesado de la persona real, el desarrollo político de la justicia, los consejos y la fiscalidad. Eran casi exactamente las mismas quejas que el duque de Borgoña y otros príncipes de la llamada Liga del Bien Public realizaron contra Luis XI en 1465, y las hicieron también de la misma manera –con cartas públicas escritas en lengua vernácula, reconociendo su lealtad y apelando a reunir la asamblea tradicional representativa, es decir, los Estados Generales–. Asimismo, las familias dirigentes que se rebelaron contra los Medici en Florencia en 1466 también anunciaron sus pretensiones en cartas públicas, que clamaban para que la ciudad fuera gobernada por sus magistrados tradicionales y no por la voluntad de unos pocos hombres, cuya avaricia había llevado a la ruina general a causa de unos impuestos excesivos y cuya corrupción había generado un desorden que había destruido la confianza en las leyes.
Queda claro, pues, que había ciertas formas comunes para expresar la oposición política en la década de 1460, lo que debería generar preguntas sobre la manera, más bien aislada, en la que se han tratado dichos episodios. Había ciertamente variaciones en la retórica de cada país: los malvados consejeros ingleses no eran generalmente considerados como desviados religiosos, por ejemplo, mientras que los españoles eran rutinariamente vinculados a judíos y musulmanes. Hay también muchas diferencias locales en los motivos de los diversos levantamientos, pero resulta sorprendente que las causas enfatizadas por los historiadores sean normalmente muy parecidas –las relaciones personales en la corte y su configuración a través de la competencia por el patronazgo y la influencia–. En cualquier caso, los paralelos estructurales entre los hechos de la década de 1460 son seguramente importantes y merecen una mayor atención. Los historiadores han tendido a desestimar el significado histórico de dichos patrones comunes, viéndolos, por ejemplo, como repertorios convencionales del comportamiento de los más poderosos o como el producto de ciertas conexiones directas –por ejemplo, que Warwick podía haber adoptado su postura de 1469 como resultado de sus frecuentes visitas a Francia durante el periodo de la Guerre du Bien Public–. Se ha dado prioridad a la búsqueda de motivaciones y causas específicas para aquellos acontecimientos, como si fueran el único elemento significativo y las modalidades de acción política fueran, por el contrario, atemporales e incidentales. Sin embargo, podemos preguntarnos de manera razonable si la situación real es precisamente la inversa: que siempre hay tensiones interpersonales y competitivas dirigiendo los acontecimientos políticos, pero lo que cambia, y por tanto requiere discusión, son las estructuras y los procesos a través de los que dichas tensiones se forman y expresan. Cualquier conflicto político puede ser explicado de la manera en que se explican normalmente los conflictos políticos bajomedievales, pero la estructuración del conflicto cambia manifiestamente a través del tiempo y el espacio, sus formas mudables son raras veces únicas y esos patrones comunes, en la medida en que existen en dichos cambios, son dignos de ser evaluados. Una mirada a un conjunto anterior de enfrentamientos bajomedievales puede ayudarnos a ilustrar este punto.
Tras la muerte del poderoso rey Erico VI Menved de Dinamarca (1286-1319), los magnates de su reino, reuniéndose en el Danehof o alta corte del reino, exigieron una carta de treinta y siete puntos, llamada håndfaestning, a su hermano Cristóbal, como precio por su coronación.8 Comenzando por la Iglesia y siguiendo por los caballeros, los mercaderes, los burgueses y, finalmente, el pueblo y los intereses generales del reino, dicha carta de enero de 1320 otorgó unas libertades que son inmediatamente identificables con las de documentos como la Magna Carta (1215) o las Provisiones de Oxford y Westminster (1258-1259), la ordonnance reformadora de Felipe IV de 1303 o las cartas concedidas en respuesta a las Ligas francesas de 1314-1315. Como afirmación nacional de derechos, también tenía mucho en común con la «carta de libertades» concedida coetáneamente por Magnus Eriksson de Suecia en 1319 y, en menor medida, con la Declaración escocesa de Arbroath (1320). La carta danesa trataba determinados problemas comunes de principios de siglo XIV, como, por ejemplo, la cláusula 12, que disponía que los caballeros no podían ser forzados a prestar servicio fuera del reino, una concesión que el rey entrante de Bohemia también realizó en 1310 y se había obtenido de Eduardo I de Inglaterra en 1297. La cláusula 13 declaraba que el rey no debía iniciar guerras sin el consejo y consentimiento de los prelados y hombres más poderosos del reino, tal